Súbitamente el conflicto de límites con Chile, que se entendía superado con el convenio de 1984, ha recuperado actividad. Los motivos de este recalentamiento pueden deberse a varias razones. La que especula sobre una jugada del presidente trasandino Sebastián Piñera para generar una diversión respecto a sus problemas interiores agitando el arraigado resentimiento chileno contra la Argentina es atendible, pero quizá no sea la más importante.
Antes de seguir adelante conviene aclarar que ese resquemor a que aludimos no es un sentimiento natural en el pueblo chileno, sino que le ha sido instilado por su oligarquía, que siempre ha tendido a jugar un papel insular en Sudamérica y que se ha distinguido por su agresividad contra sus vecinos juzgados más débiles, como Bolivia y Perú, a los que les ha arrebatado porciones importantes de territorio. De cualquier modo esa tesitura, artificial o no, ha existido y existe, y es un factor psicológico a tomar en cuenta en prevención de ulteriores y eventuales desarrollos.
Más probable que un acto de política interna destinado a buscar el espaldarazo de la opinión, es posible que la iniciativa chilena de extender los límites de su plataforma submarina “pisando” el área que nuestro país declara como propia desde el año 2009 y que no fuera objetada por Santiago cuando fue tiempo de hacerlo, corresponda al deseo de preservar y ampliar el campo que Chile tiene en el área. Para ello rebatiría la hipótesis tradicional que adjudica a la Argentina una proyección atlántica para sus intereses, mientras que a Chile se le asigna una que mira hacia el Pacífico. Las tesis trasandinas excluyen ahora este supuesto y prefieren especular con un Océano Austral que acaba de ser reconocido oficialmente, en el cual el área de influencia chilena podría redefinirse y expandirse notablemente. Si también tomamos en cuenta que en las inmediaciones de esa zona hay un área de conflicto entre Gran Bretaña y nuestro país, se entrevé el carácter particularmente ríspido que puede tomar la cuestión. Sobre todo si se evalúa el apoyo, subrepticio pero activo, que el gobierno de Pinochet brindó a la flota británica en ocasión del conflicto de 1982.
No vamos a especular con las facetas éticas que tuvo la actitud chilena en ese momento: “cuando hablan las armas, las leyes se callan” dice un proverbio latino que contiene una verdad profunda, mal que les pese a los ilusos. Nuestras dos dictaduras habían estado a punto de enzarzarse en un duelo mortal apenas cuatro años antes por la cuestión del Beagle, y nadie debería asombrarse de que Pinochet le diera una patada a la “solidaridad latinoamericana”, en especial si se considera que justamente él era la proyección de un sistema que representa la negación de la misma. El quid de la cuestión reside más bien en la propensión –tan difundida entre los “comunicadores sociales”- de endulzar la píldora en todos los asuntos que realmente cuentan, mientras reservan sus iras para ocuparse de minucias que no importan –la foto del cumpleaños en Olivos, el mentido Vacunatorio VIP- en una estrategia de confusión y engaño que les sirve para ocultar la orfandad o mejor dicho la venenosa paternidad de sus ideas. El PRO, por ejemplo, en este momento en que debería acatar la política de estado referida a la cuestión austral, tiende a identificarse con la postura chilena y exhibe su desinterés en el tema Malvinas a través de declaraciones que evidencian siempre un descompromiso de fondo respecto al tema.
A poco que impere el buen sentido el problema de límites con Chile será probablemente conducido hacia la mesa de negociaciones. Pero lo que cuenta en este asunto es advertir cómo, en el momento menos pensado, una cuestión tan vital para un país como es la definición de sus fronteras pasa a un primer plano que, si las cosas se dieran en un contexto de crisis social o internacional aguda, haría que el factor militar tuviese un rol decisivo. Inclusive en estos momentos, cuando las hipótesis bélicas deben excluirse en razón de las diversas barreras diplomáticas que habría que superar antes de llegar a un enfrentamiento, no puede evitarse una sensación de inseguridad derivada de la situación de debilidad en que se encuentran nuestras fuerzas armadas en relación a nuestros vecinos. Para no hablar de Gran Bretaña y de su base en Malvinas.
El sentido de las fuerzas armadas
Las fuerzas armadas están concebidas como un reaseguro de la soberanía. Esa es su función fundamental. Más allá de los errores o crímenes de que hayan sido responsables las nuestras en razón de su involucramiento en la guerra civil larvada que ha incubado nuestro país durante tanto tiempo, su papel no es otro. La sociedad civil y ellas mismas deben estar alertas para que se ciñan a esa función. El tiempo ha corrido y hay una nueva generación en los puestos de mando, que se supone ha incorporado la experiencia del último medio siglo y ha hechos sus cuentas con ella. El tema determinante sigue siendo, sin embargo, el contexto social que abraza a las fuerzas. Es preciso que este las reconozca como propias para conducirlas por la recta vía. En Argentina, sin embargo, el pasado no ha sido resuelto y la clase política no termina de descifrar la ecuación. Del lado de los sectores más intratables de Juntos por el Cambio o de outsiders chiflados pero peligrosos estilo Milei, hay un deseo recóndito o no tan recóndito de que las FF.AA. fuesen iguales a las surgidas de la contrarrevolución de 1955 y estuviesen dispuestas a servir como verdugo de los movimientos populares. Y en el gobierno o más bien en los sectores más nostálgicos de la tradición setentista que forman parte de este o revolotean en torno a él, existe una mezcla de temor, resentimiento y desconfianza que desde hace años bloquea la posibilidad de un análisis objetivo del rol de las FF.AA. y en consecuencia del lugar que deberían ocupar en el desarrollo nacional.
El tema es crucial. En países como los latinoamericanos, donde las oligarquías extractivas y exportadoras han sido el poder determinante, los ejércitos con cierta frecuencia han venido a ocupar el lugar de la burguesía como un poder vicario, que tomó a su cargo tareas que competirían a un estrato industrial y empresario inspirado en algún tipo de proyecto nacional. Son los casos del peronismo en su primera etapa, del velazquismo o del chavismo. O del general Ibáñez en Chile. También, cuando se han creado las condiciones para ser instrumentados por la reacción, las fuerzas han fungido como instrumento represor que ha castigado obtusamente a su propio pueblo, corrompiéndose y degradándose en la ocasión, pues semejante ejercicio viola la naturaleza de la misión para la que han sido creadas.
La cuestión de la defensa, que la actual disputa con Chile pone sobre el tapete nos guste o no, plantea la necesidad de integrar un poder defensivo-ofensivo que esté en condiciones de llenar su cometido, vinculándolo fuertemente al orgullo nacional. Dada la crítica situación económica en que vivimos no nos vamos a hacer ilusiones respecto a la posibilidad de dotar en un santiamén al ejército, la marina y la aviación de los equipos que les hacen falta para cumplir con su misión, en especial en el caso de las dos últimas, pero la realidad es que, por una razón u otra, el equipamiento de las fuerzas armadas ha sido dejado de lado. El simple mantenimiento y subsistencia en condiciones mínimamente operativas se convirtieron en una meta. La consecuencia fueron una fuerza aérea sin aviones modernos y episodios como la pérdida del ARA San Juan. No hay porqué pensar que hay que gritar ¡a las armas! y proclamar un alerta a partir de la disputa ahora generada con Chile, pero después de tantas necedades escuchadas en las últimas décadas en torno a la inexistencia de “hipótesis de conflicto” y a la superfluidad de las fuerzas armadas, las reivindicaciones de la cancillería chilena y el contexto geopolítico en que se dan obligan a pensar en serio en torno a este problema. Dado el bajísimo nivel intelectual del debate político y sobre todo el de sus propiciadores mediáticos, estaremos frente a un problema de difícil abordaje, al que por supuesto hace mucho más complejo la escasez de recursos disponibles para su asignación al reequipamiento de las FF.AA. Pero alguna vez hay que empezar y el inesperado diferendo suscitado por la resolución del gobierno chileno suministra una ocasión para abrir el debate.