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17
JUN
2021
Se la dejaron picando. Bolsonaro y su respuesta a la frase del presidente argentino.
Se la dejaron picando. Bolsonaro y su respuesta a la frase del presidente argentino.
Como lo demostró la explotación que se hizo de una desafortunada cita del presidente Fernández, no se puede hablar sin cautela en la era de la comunicación tramposa. Pero más allá esto, el episodio nos retrotrae a un viejo problema todavía irresuelto.

La política, al menos entre nosotros, se ha convertido en un espectáculo que cada vez atrae menos. No porque sus asuntos no sean de una seriedad extrema, sino porque la mayor parte del periodismo y de los políticos mismos no pueden o no quieren salirse del esquema de un juego de masacre que día a día parece volverse más estúpido. Nadie está carente de pecado, pero convengamos que la oposición y sus lenguaraces se llevan la palma en esta disputa. La forma en que se recibió una desafortunada o si se quiere liviana y mal fundada apreciación del presidente Alberto Fernández sobre una conocida boutade, no sé si de Carlos Fuentes o de Octavio Paz, acerca de los argentinos, es un ejemplo de esto. A partir de un comentario nimio del primer magistrado, se promovió un escandalete fuera de toda proporción. El presidente no había tenido mejor idea que sazonar una reunión con el jefe del gobierno español, Pedro Sánchez, con una referencia incorrecta a la frase que, si mal no recuerdo, afirma que “Los mexicanos descienden de los españoles y los aztecas; los peruanos de los españoles y los incas, y los argentinos… descienden de los barcos”. El presidente, un poco librado a la informalidad del diálogo con Sánchez, incluyó a los brasileños en la referencia, proclamando el origen selvático de estos, posiblemente inducido por el recuerdo de una canción de Lito Nebbia. Y bien, bastó esto para que se desencadenaran las redes, para que Jair Bolsonaro ironizara con bastante gracia en una foto y para que Mauricio Macri se sintiera poseído por un acceso de solemnidad y pidiera disculpas al pueblo brasileño por esa falta de respeto. Actitud imitada por muchos periodistas argentinos y brasileños, siempre listos para crear una tempestad en un vaso de agua.

Todo esto es una pavada, y no lo tomaríamos en cuenta si no fuera porque debajo de esta espuma hay un núcleo problemático duro. El problema de la identidad nacional es real, existe y pesa sobre el imaginario y la conducta de los argentinos. En parte proviene de la fuerza del choque inmigratorio que se produjo a finales del siglo XIX, que no tiene parangón en ninguna parte de América. Ni siquiera en Estados Unidos, donde la inmigración fue también aluvional, pero donde existía una masa numerosísima de pobladores anglosajones y había un Estado provisto de un proyecto ambicioso de país. En ese encuadre, muy duro porque la población blanca original era -y lo sigue siendo hasta cierto punto- reacia u hostil a la mezcla y al mestizaje, los recién llegados hubieron de adaptarse rápidamente a los estilos y modos de vida de su país de acogida, sin duda estimulados por los éxitos que este recababa sin cesar en el campo económico, geopolítico y militar. El triunfo del Norte en la guerra civil y la conquista del Oeste con las guerras indias afianzaron la confianza de la población de nuevo cuño, aunque sin cancelar grietas que hoy, con la relativa decadencia de la que todavía es la primera superpotencia mundial, están aflorando nuevamente.

Pero en Argentina no había una historia victoriosa que contar. Hubo que inventarla, por lo tanto, y así nació la historia oficial, fruto de la fábrica de Mitre y de Sarmiento, que convirtió a la realidad de los acontecimientos en un cuento de héroes y villanos, según el cual las fuerzas de la ilustración acantonada en Buenos Aires terminaron dominando al atraso de las provincias. En realidad se trató del predominio de la burguesía comercial porteña, secuestradora de las rentas del puerto y dotada por lo tanto de un poder pecuniario que le brindaba una ventaja insuperable sobre las débiles y dispersas burguesías del interior, lo que inclinó la balanza. Esta asimetría fue la que en definitiva moldeó a la nación. Y lo hizo sobre parámetros exactamente opuestos a los que reglaron la organización nacional en Estados Unidos: en vez de fomentar el poderío industrial y construir una nación autocentrada, que blindó su mercado interior hasta que pudo abrir sus puertas y liberar toda la potencia acumulada desparramándola sobre el mundo entero, la oligarquía agroganadera argentina se fundó sobre la ecuación de la dependencia del capital externo, la apertura irrestricta a las exportaciones, la explotación del campo y el ritmo “natural” de las pariciones vacunas y de la cosecha de las mieses. Esta mentalidad rentística se ubicaba en las antípodas de la forma de verse que tenían la burguesía industrial estadounidense y la clase política que la expresaba.

El cuento de hadas que forjó la historia oficial en Argentina se ocupó sin duda de exaltar el papel del país en la guerra de la independencia latinoamericana, pero cuidando siempre de soslayar el tema de la balcanización del subcontinente como consecuencia de la injerencia de los intereses de Inglaterra y de la traición de las burguesías portuarias que se aliaban a ella, y pasando por alto -o, por el contrario, exaltando-, las intervenciones directas o indirectas de esa potencia para penetrar en estas tierras. Como fuera en el caso del genocidio del pueblo paraguayo, sacrificado por la Triple Alianza de Brasil, Argentina y Uruguay. O, mejor dicho, del imperio de los Braganza, del mitrismo que había domeñado a Argentina después de Pavón y del partido colorado uruguayo encabezado por Venancio Flores.

Fue precisamente por esta época, terminada la guerra del Paraguay y también la Conquista del Desierto, que empieza a afluir el torrente inmigratorio. Se derrama en una Argentina relativamente en paz, mal que bien organizada sobre moldes estables, provista de una dirigencia de antecedentes complejos, pero en cualquier caso competente. Era un país cuyo orden se basaba en la victoria de un bando sobre otro, pero donde el conflicto había quedado saldado por largo tiempo. Es a ese ámbito que van llegando, a lo largo de décadas, los cinco millones de inmigrantes a los que aludió el presidente en su cita. Absorben la versión que la cultura oficial les da de su nuevo país, pero sin creerla mucho: era demasiado bonita. No se fusionan con los pueblos originarios, porque estos ya se habían fundido antes con los españoles y habían dado lugar a la raza criolla que fue, en verdad, la que protagonizó las luchas de la independencia y las guerras civiles. Pero es cierto que los inmigrantes convivieron y se mezclaron con la población ya presente y también entre sí, en un caso de asimilación cultural que es uno de los méritos de nuestra historia. Se redondeó así la Argentina que conocemos.

Pero el proceso de integración no ha finalizado; de lo contrario no se producirían polémicas como la que motiva esta nota. El problema se complica con el oportunismo y el simplismo de los medios, que banalizan el problema y lo subsumen en la confusión que proviene de la falta de dominio de las nuevas tecnologías de la comunicación, del extravío de las metas sociales y, sobre todo, de los embates de una crisis económica que no da tregua, que atiza el desempleo y atomiza a la población trabajadora, privándola de certeza y de rumbo. En este batifondo se infiltra, solapadamente, un racismo agravado por la inseguridad que produce la falta de una conciencia clara de los propios orígenes. Es decir, la inexistencia de un referente seguro al cual fiarse. Sectores de las clases medias de origen prevalentemente inmigratorio tienden otra vez a reivindicar su carácter “blanco” en oposición a la “negrada” que, en su imaginario, es la masa que a partir de 1945 irrumpió en el escenario político a través del peronismo. No hay tal cosa, lo sabemos, pero para algunos esa es la clave que explica la decadencia argentina. Y están bien acompañados en su creencia, desde Mario Vargas Llosa hasta los columnistas de La Nación.

Hoy el problema identitario argentino está influido por el olvido de la historia. El revisionismo había demolido la vieja fórmula de “civilización y barbarie” o al menos la había sometido a una crítica que revelaba su carácter incompleto e insuficiente como clave para interpretar el pasado argentino. Ahora parece que, de una manera mucho más elemental, la fórmula discurre de nuevo por el imaginario de los pequeños comerciantes y de la clase media que son quienes reciben en primer término el choque de la inseguridad. Una inseguridad que se expresa en robos, asaltos y violencia, pero que resulta de una crisis estructural de la economía, proveniente del continuo sabotaje a que fue sometida por las diversas experiencias neoliberales que se sucedieron desde 1976 para acá, remachada por el saqueo practicado por la gestión Macri y rematada por el impacto de la pandemia y el congelamiento del crecimiento global provocado por esta.

A este esquema se contrapone otro, muy de moda y apenas más sapientemente articulado que el anterior: el verso indigenista, que nos remite a unas poblaciones originarias presuntamente exterminadas por la conquista, sin tomar en cuenta que, más allá de las tropelías de esta, hubo una mezcla efectiva de razas que hoy se palpa en la calle y de la que brotó la población criolla que hizo las campañas de la independencia y formó las montoneras. Esa era la población argentina del siglo XIX, que si no fue objeto de una tentativa de genocidio de parte de los Wenceslao Paunero y Venancio Flores (los espadones orientales de Mitre), no lo fue por falta de ganas, como lo demuestran algunos dichos de Sarmiento y episodios como los de Cañada de Gómez y la represión posterior al asesinato del Chacho Peñaloza. Un siglo más tarde, ese mismo pueblo integró la oleada de la migración interior que afluyó a Buenos Aires y a las grandes ciudades del interior para formar el nuevo proletariado.

 Pero el intríngulis no acaba acá. Tiene otra vuelta de tuerca. Nuestros exaltadores de los pueblos originarios y denostadores de Roca –de Roca, el que justamente terminó con la desobediencia de Buenos Aires y cerró el ciclo de las guerras civiles integrándola a la nación-, en su fundamentalista devoción por el “buen salvaje” abominan de España, de la conquista y de los españoles. Olvidan que España es la argamasa que nos une a todos los latinoamericanos a través del castellano. Tal vez es por esto es que se muestran tan entusiastas en agredirlo, a través del lenguaje inclusivo y del empobrecimiento creciente del idioma, en lo cual tienen enorme responsabilidad los “comunicadores” que usurpan el nombre de periodistas y los patronos que los dotan de poderes.

Lo más curioso de esto es la relación que se establece entre los nostálgicos de la América precolombina –que no era un jardín de rosas, dicho sea de paso- y la iracundia sarmientina contra España. En su furor por el progreso y su exaltación de la civilización anglosajona y francesa, el sanjuanino veía a la vieja metrópoli como una rémora fatal. Nuestros cultores de las identidades originarias, que teóricamente deberían abominar de Sarmiento, participan de este rechazo. Así terminan de cerrar el círculo y de reingresar por la puerta de atrás al esquema fundador de la sociología cipaya, doblemente seductor porque es reduccionista y por lo tanto fácil, y porque está vivificado por el genio literario y el turbulento talento de su autor.

Los argentinos tendríamos mucho de qué hablar en el diván de la psicología social. Para eso sin embargo haría falta un sinceramiento genuino y un respeto por el otro y por uno mismo que, lamentablemente, hoy se echan mucho de menos en la palestra política nacional.

 

 

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