Se han reencendido los fuegos del conflicto palestino-israelí. Nuevamente los cohetes de Hamas vuelan hacia territorio israelí (antes palestino) con una eficacia risible. Más que misiles parecen ser petardos, incapaces de penetrar la “cúpula de hierro” que les opone Tsahal.[i] En represalia la aviación hebrea lanza devastadores ataques con bombas y misiles contra Gaza, con el pretexto de dar con los mandos de Hamas que sus servicios de inteligencia suelen tener bien ubicados, y con el no tan recóndito deseo de que la catarata de daños colaterales y de víctimas civiles que causan tales ataques incentiven la huida de la población, continuando así la política de limpieza étnica que el sionismo ha mantenido desde antes incluso de que Israel se formase como estado.
Es inútil analizar aisladamente los episodios de violencia que se producen casi sin solución de continuidad desde que Inglaterra resolvió en 1917, mediante la resolución Balfour, apoyar el establecimiento de un “hogar nacional judío” en Palestina. Es un círculo vicioso de represalias y contrarrepresalias. Por ejemplo, ¿qué conclusiones podrían sacarse del hecho de que Hamas, en represalia por la represión ejercida por el ejército israelí en la explanada de la mezquita Al Aqsa, decida lanzar miles de cohetes contra Tel Aviv siendo que sus dirigentes saben que no causarán sino algunos rasguños y estén dispuestos a pagarlos con cientos o miles de víctimas propias? La única explicación que puede darse a esta predisposición suicida es que para los combatientes de Hamas y para la mayoría de palestinos que una y otra vez descienden a las calles para enfrentar con piedras a los tanques, la cuestión pasa por la voluntad de no dejarse expulsar, por reafirmar su derecho a existir y por la confianza en que, al fin, el volumen poblacional y el espacio geográfico que ocupan los países musulmanes terminará –en una coyuntura internacional más propicia o más caótica que la actual- por forzar a Israel y a sus mandantes occidentales (Estados Unidos en primer término) a respetar los derechos del pueblo palestino. Y a cobrarse las ofensas sufridas haciendo padecer a su enemigo igual o peor suerte.
Ni la política internacional ni la historia han sido nunca un lugar plácido. Están llenos de ferocidades y masacres. Pero hay que convenir en que la realidad actual tiene una faz horrible, acrecentada por la charlatanería de los grandes medios de difusión, encargados de diseminar la confusión que resulta de plantear falsos problemas y de practicar un neo-lenguaje que ni Orwell hubiera imaginado tan mentiroso y rastrero, con sus invocaciones a la paz y a las “guerras humanitarias” que salvarían a los pueblos de sus tiranos. La repetición mecánica de mil banalidades por el estilo, a la que se suma la idiotez del “lenguaje inclusivo”, tiene por fin fragmentar los discursos, saturar el espacio, aturdir y sofocar las voces disidentes. Pero estas mismas voces disidentes suelen vaciarse en un molde ético, de indudable sentido moral, pero que no suele detenerse en definir y calificar ideológicamente los elementos en pugna, resultando, por lo tanto, bastante inocua. En parte esto se debe a que quienes así hablan temen causar escándalo y propiciar los ataques del sistema, que no dejará pasar nunca la ocasión para tacharlos de antisemitas o de comunistas, especie de sambenito este último cargado con un sinfín de significados negativos, abonados por el fracaso de la experiencia del “socialismo real”. Las complejas causas que causaron ese fracaso no suelen analizarse a nivel periodístico y, en una civilización acostumbrada a la magia digital que se funda en una lógica compleja pero que brinda soluciones instantáneas, el lego se conforma con operar un teclado que suele arrojarle a la pantalla millones de grageas informativas. Útiles, pero excesivas e insuficientes a la vez. En el ínterin, el hilo rojo que ata los acontecimientos suele perderse por el camino.
Hay una pérdida de identidad, un deslizarse en la anomia de los grandes colectivos que probablemente esté referida al corte de los avances que, a partir de la Revolución Francesa, había hecho la conciencia social al integrar la noción de la lucha de clases dentro del conflicto de la política de poder, que antes se anudaba exclusivamente en torno a la economía y la geopolítica. El marxismo horadó esa madeja y brindó la clave para interpretarla. Por un tiempo se pudo leer más allá de la superficie de las cosas. Pero esa marcha fue interrumpida por factores como la irrupción tecnológica, la pérdida del protagonismo proletario y la decadencia del estado soviético. Este último, después de vencer casi en solitario la tremenda prueba de la segunda guerra mundial, se reveló incapaz de resistir a la presión combinada de una nueva carrera armamentista y a la oxidación de su propia burocracia, implosionando sin pena ni gloria. En occidente la automatización, la robotización, la pérdida de peso específico de la clase obrera y el carácter siempre flotante de las clases medias dieron lugar a una confusión sin paralelo y a una reviviscencia de la ultraderecha que es donde más se perciben fermentos populares dispuestos a romper con el discurso único. Pero, desdichadamente y como es lógico, en el carácter reaccionario, limitado y cerril de su protesta, esta encuentra sus propios límites.
El caso palestino-israelí espeja este impasse. Israel, por un conjunto de razones entre las cuales la persecución de que fueron objeto los judíos durante el nazismo destaca como la motivación psicológica más importante para templar el espíritu de la nación, nació parido por el espíritu imperialista europeo del siglo XIX. El sionismo, nutrido desde siempre por la noción de la excepcionalidad judía, por un lado surgió como reacción al expandido antisemitismo que se expandió en Europa oriental como secuela de la crisis de los imperios multinacionales de los Romanov y los Habsburgo. Y por otro se combinó con los jugos del chauvinismo y el jingoísmo propios de las burguesías europeas en la época de su plena realización imperialista y se concibió como una avanzada de occidente en tierras habitadas por pobladores atrasados. Para el caso, Palestina, sacralizada por la vieja invocación “¡Y mañana, en Jerusalén!” -aunque no dejasen algunos de considerar la inserción judía en algún territorio africano como Kenia o Uganda, por ejemplo. El papel del sionismo era, según Teodoro Herzl, conseguir el beneplácito del sultán otomano (que por entonces controlaba la mayor parte del mundo árabe) e implantar un enclave judío en Palestina, donde, “en contrapartida, podrían ofrecerle el reordenamiento de todo el sistema financiero turco. Construiríamos ahí un centro de civilización frente a la barbarie”[ii]. Max Nordau decía por su parte en el VII Congreso Sionista celebrado en 1905 que “Turquía puede convencerse de su interés en contar en Palestina y Siria con un pueblo fuerte y bien organizado que, respetando los derechos de los habitantes de esos lugares, se oponga a todos los ataques contra el Sultán y defienda con todas sus energías a esa autoridad”[iii]. Comenzada la primera guerra mundial y ya alineada Turquía con Alemania, Chaim Weizman, quien sería el primer presidente del estado de Israel, escribía en noviembre de 1914, en una misiva al Manchester Guardian: “Podríamos establecer en Palestina… un millón de judíos o más; desarrollarían al país, lo llevarían a la civilización y constituirían una muy eficaz salvaguardia del Canal de Suez.”[iv]
Como se ve el sionismo, más allá de su papel como propulsor de una afirmación hebraica frente a la persecución que sufrían los judíos de Europa oriental por el surgimiento de los nacionalismos de esos pueblos oprimidos por el gobierno zarista o por la monarquía de los Habsburgo, adoptaba los criterios de los países dominantes y se volcaba a su servicio, a través del cual esperaba ganar el reconocimiento y el respeto a su propia identidad nacional. Esto no ha variado un ápice desde los días de la fundación del estado israelí: más bien al contrario, se ha convertido en el pivote sobre el que gira su dinámica ¿Adónde estaría Israel sin el paraguas norteamericano, que le consiente incluso la libertad de fabricar su propio armamento nuclear? Pero la relación es mutuamente beneficiosa: Israel sigue funcionando como baluarte y a la vez como punta de lanza del imperialismo occidental en la región. Con Israel como cabeza de playa, no debería haber revolución árabe en la zona.
Pues esta es la cuestión: la permanencia del colonialismo en su factura más primitiva en pleno siglo XXI. En 70 años de existencia el estado judío ha devorado al conjunto del territorio palestino y ha convertido la fórmula de los “Dos Estados” en una ficción. ¿De qué dos estados nos hablan si los árabes apenas si cuentan con la franja de Gaza, bloqueada desde el mar y estrangulada desde el exterior, y si la Cisjordania, donde se asienta la Autoridad Nacional Palestina, es un área recortada en cuadrículas por los incesantes e ilegales asentamientos de colonos judíos, unidos por rutas militares que reducen a los enclaves árabes cada vez más a la condición Bantustanes al estilo de los existentes en Sudáfrica en tiempos del apartheid?
En el contexto del mundo actual, el conflicto palestino-israelí no tiene posibilidad alguna de solución. Si veinte años atrás, en el momento del derrumbe soviético, el occidente triunfador en la guerra fría hubiese actuado con generosidad, promoviendo la solución de los dos estados con genuina voluntad, otro gallo cantaría. Pero en Washington prevalecieron los criterios de la “realpolitik” y se aprovechó la coyuntura global para pretender establecer una hegemonía unipolar. Lo que implicaba reforzar las proyecciones que tendían desde siempre a desarticular y someter a los países a los que se consideraba potencialmente inamistosos. Ello acarreaba, en consecuencia, mantener y reforzar las líneas de fuerza que mantenían vigente esa estructura. E Israel era una carta de enorme utilidad en esa partida. En consecuencia, lejos de aprovechar la ocasión para llegar a una entente con un dirigente en definitiva moderado como Yasser Arafat, se lo acorraló y presumiblemente se terminó asesinándolo, mientras la política de los asentamientos ilegales proseguía a todo motor, pese a las protestas de la comunidad internacional que, carente de la autorización de los mandantes del juego y desprovista de fuerzas o de voluntad propia, no podía hacer otra cosa que prodigarse en declamaciones líricas.
La regresión impera en estos días. La contrarrevolución está en auge. ¿Siguen en pie la fuerza de la voluntad y la constancia de la razón?
[i] Probablemente Hamas pretende saturar el sistema de defensa israelí, esperando que en algún momento un cohete se infiltre y “pegue”.
[ii] Citado por David Solar en “El Laberinto de Palestina”, Espasa Calpe, Madrid, 1997.
[iii] Ibíd.
[iv] Ibíd.