Poco antes del cambio de gobierno en diciembre de 1919, el dirigente de organizaciones sociales e integrante del Frente de Todos Juan Grabois irrumpió con un exabrupto en el escenario político. Dijo que el nuevo gobierno debería propulsar una reforma agraria que expropiase 50.000 parcelas e impidiese la existencia de fundos de más de 5.000 hectáreas. De inmediato se desató una tormenta: la Sociedad Rural puso el grito en el cielo, los pooles de siembra fruncieron la nariz y todo el espectro mediático aprovechó el dicho para agitar discretamente el fantasma del extremismo. No importaba que Grabois no estuviera vinculado a ningún inexistente resabio guerrillero; la cuestión era sembrar la sospecha de eventuales divisiones en el FdT y obligar a quien era por entonces el candidato presidencial y actualmente ocupa la primera magistratura, a salir a dar reaseguros al “campo” respecto a lo mucho que valora su contribución a la riqueza nacional y, en el fondo, respecto a la intangibilidad de su situación.
En realidad la puesta en valor de la propiedad agraria y la necesidad de ordenar su contribución al Estado de una manera racional y progresiva es una cuestión de larga data. Una reforma fiscal que proteja a los pequeños productores, pero que intervenga en la fiscalidad de la renta de la siembra que devengan los grandes propietarios y las compañías transnacionales, es un asunto que deberá ser encarado en algún momento, más pronto que tarde, junto a la necesidad de liquidar las ganancias que produce la exportación en el mercado local, en vez de dejarlas boyando por los paraísos fiscales. Pero son temas que requieren de estudio y de reformas estructurales en la economía del país que deben regladas de acuerdo a un plan estratégico. Y a este sólo puede abordárselo desde el poder. Lugar al que Alberto Fernández –a pesar de su presencia en la Casa Rosada- todavía no ha llegado y Juan Grabois muchísimo menos.
Esa escaramuza –y episodios como los de Visentín y etcéteras que sobrevinieron después- ponen sobre el tapete la necesidad de efectuar grandes reformas estructurales en la Argentina. No es posible que el país siga reeditando el ciclo de cambio y regresión que arrastra desde hace no menos de 70 años y al que nos hemos referido tantas veces en esta columna. La obstinación de la casta oligárquica por sostener un modelo de economía periférica y dependiente –predominantemente primaria, pastoril y extractiva- está condenada por la realidad: no es posible sostener a un país de 45 millones de habitantes, que potencialmente podrían ser el doble andando no mucho tiempo, con una receta productiva concebida para diez. ¿Cómo solventar esa ecuación? ¿Exterminando a la mayoría “sobrante”? Esto es imposible y todos los correctivos que la oligarquía aplicó a la población de este país en una serie de golpes y represiones que castigaron a las mayorías populares hubieron de rebobinarse por demostrarse inviables a la vuelta de un tiempo. Y eso que no se escatimó sangre en casi ninguna de esas intentonas.
Argentina debe seguir el destino que el instinto de su pueblo le marca. No hay lugar acá para la opresión de una casta de señores o señoritos que impere sobre una masa de desposeídos. Esta tentación estuvo siempre presente, y no sólo en tiempos relativamente recientes; fue un componente característico de las luchas por la organización nacional, que costaron 70 años de guerras civiles y que acabaron con un compromiso que sin duda favoreció a la casta terrateniente y a la burguesía portuaria, pero que, en fin de cuentas, no dio lugar a la existencia de un pueblo sometido: el país conservó sus reflejos plebeyos y, a medida que fue digiriendo las aportaciones inmigratorias ultramarinas se fue configurando como una presencia que desafió la primacía de la casta dominante. El radicalismo supo representar a las clases medias y el peronismo terminó de democratizar a la nación con su puesta en escena de una clase obrera formada en gran medida por la inmigración interior, que acudía a los centros urbanos atraída por la industrialización determinada por la necesidad de suplantar importaciones provocada por la crisis global. Este rasgo de la conformación social argentina sigue estando presente, con la diferencia de que la inmigración provinciana (“los cabecitas negras” del resentimiento gorila) ha sido reemplazada por la inmigración proveniente de los países vecinos (los “bolitas”, los “paraguas” y los “perucas” del resentimiento del medio pelo).
Estos procesos de trasvasamiento y decantación producen, en ocasiones, estremecimientos y muecas de aversión en algunos de los descendientes de las primeras oleadas inmigratorias de origen europeo, que no suelen ser conscientes de sus propios modestos y, por entonces, desdeñados orígenes, pero, afortunadamente, el espíritu tolerante, compasivo y solidario que predomina en la gran mayoría de la población, neutraliza esos venenos. Pero ahora el odio se ha hecho más difuso y confuso.
Rebelión
La más reciente operación reaccionaria –la experiencia neoliberal de Cambiemos- fue derrotada en las urnas. No es esto motivo para entregarse a un optimismo fácil, como lo ilustra el panorama que hemos expuesto y con el que se ha sabido rodear a la pandemia. Y la abrupta rebelión del gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires respecto a las indicaciones del ejecutivo nacional en lo referido a las restricciones que deben aplicarse con motivo de la segunda oleada del virus, es indicativa no sólo de una irresponsabilidad y un desparpajo sin límites, sino de una decadencia que no tiene parangón. Hemos vuelto a los tiempos anteriores a la organización nacional. Sin la polvareda y los relámpagos de las batallas de la guerra civil, pero reeditando el viejo tema de la discordia argentina: la escisión entre una casta poseyente asentada esencialmente en Buenos Aires, y una masa, provinciana o porteña, que no termina de encontrar una conducción que la represente, provista de la orientación que es precisa y de la energía que se necesita para diseñar un objetivo que aporte equilibrio social al país, proporcionando a sus habitantes un sentido de su lugar en el mundo.
Desgraciadamente no parece ser posible aplicar la solución que aportó la revolución de 1880, cuando el ejército de línea comandado por Roca acabó con la rebelión de Tejedor, aseguró la integridad nacional y brindó un marco adecuado al desarrollo. Esa batalla (la más sangrienta de las producidas en las guerras civiles argentinas) no modificó las grandes líneas que había fijado la victoria de Buenos Aires sobre el interior, a través de la guerra de exterminio de la resistencia gaucha que habían practicado Mitre y Sarmiento, pero conservó la estructura de la nación, a punto de desintegrarse por las aspiraciones separatistas de la metrópoli porteña. En ese cuadro, previamente asegurado con la Conquista del Desierto, floreció la sociedad pastoril, agrícola-ganadera, que dio lugar al mito de la Argentina pletórica del Primer Centenario. Era un país con no pocas contradicciones e injusticias, pero que estaba poco poblado, con una gran masa de inmigrantes que se integraban rápidamente, y que daba la impresión de ser pujante y potente. Fue sólo con la irrupción de la crisis mundial de 1929, cuando el vínculo privilegiado con Gran Bretaña se rompió y en consecuencia el intercambio de materias primas por manufacturas que otrora lo había prestigiado perdió su aura. Pero esa ilusión perduró en los núcleos más poderosos de la burguesía rentista que se había beneficiado de esa relación.
El resto es historia reciente. Todos los intentos por romper el círculo vicioso de la dependencia fueron combatidos sin piedad. Y así llegamos a hoy, cuando un gobierno elegido por el voto popular, que repropone tímidamente el camino de la autogestión independiente, no encuentra forma de articular claramente ese deseo, no cuenta con fuerzas (o decisión, o voluntad, no lo sabemos) para arremeter contra la clique judicial-mediático-financiera-empresaria que pretende coartarlo o simplemente desestabilizarlo para favorecer ese retorno al orden que tanto place al medio pelo. El cual desearía ver a Macri presidiendo a un gobierno de “gente como uno”. Aunque ese gobierno lo hunda después en la más mortal de las bancarrotas gracias al “capitalismo de amigos “ y al latrocinio legalizado desde los despachos de los CEOS puestos a manejar el Estado. Como zorros comandando el gallinero. Todo es cuestión de sacarse de encima a “la yegua” y a la “negrada”. Frente a este revoltijo empalidece el ”Cambalache” discepoliano.
Hay que recuperar la CABA para la Nación. La transacción entre Menem y Alfonsín consumada en ocasión del Pacto de Olivos y de la Reforma Constitucional de 1994 que salió de este fue –no se me ocurre decir otra cosa- una frivolidad, en el mejor de los casos, o, en el peor, una traición. La clase política argentina hace demasiado tiempo que ha perdido el sentido del rumbo. Confunde la táctica con la estrategia o, mejor dicho, no tiene noción de lo que significa este último término. Todo se reduce a aprovechar el momento; para algunos a fin de hacer negocios, para otros para hacer política pequeña (lo que en algunos casos también puede significar lo primero). Pero se trata siempre de una política de patas cortas, sin proyecto nacional coherente proyectado en el tiempo y sin una evaluación clara de nuestras posibilidades en el mundo. Hay excepciones, por supuesto, pero no tienen ni la proyección que necesitan ni el instrumento partidario capaz dar forma a sus ideas. Yo quisiera creer que el actual gobierno –que recoge la tradición del movimiento nacional- fuese capaz de recoger de veras el guante. Pero, dada su composición, antecedentes y contradicciones, ¿podrá hacerlo? Y, sobre todo, ¿hay, o es posible suscitar, la presión de fondo, popular, que impulse ese cambio?
La Argentina está cansada. Ha sido castigada –por las circunstancias históricas, en parte, pero también por nuestra incapacidad para hacerles frente o para tomar cabal conciencia de ellas- con una sucesión de desastres entre los cuales se deben enumerar a la contrarrevolución del 55, al fiasco frondizista, a la locura foquista de los años sesenta y primeros setenta, que abrió el paso a la dictadura criminal instaurada el 28 de marzo del 76; al menemato que instaló el “todo para vender” en el frontispicio de la República y, finalmente, al saqueo desvergonzado ejercido por el verdadero poder detrás del trono, la casta oligárquica, empresaria, judicial, mediática y financiera que es el pulpo que exprime al país y que alcanzó finalmente la legitimidad formal que brinda una elección ganada cuando Mauricio Macri venció en los comicios de 2015. En cuatro años vació al país y lo dejó con una deuda externa acrecida hasta hacerla casi impagable. Sobre este panorama desolador ha venido a asentarse también la pandemia que recorre el mundo, que multiplica los efectos de la crisis heredada, y que no tiene aspecto de ser controlada ni a corto ni a mediano plazo. “Mal de muchos, consuelo de tontos” decía un refrán que se escuchaba en mi infancia. En efecto, el dicho suena bastante como el lema que rezaba “cuánto peor, mejor”, con que se ilusionaba la ultraizquierda en los años 70. Pero la magnitud del desastre universal induce a suponer que una era de convulsiones aún superior a la que estamos viviendo tiene posibilidad de abrirse y que de ese magma confuso nacerá algo. Si ese algo significará otra irrupción de las masas, con todo lo que esto puede acarrear de bueno y de malo, o si supondrá la inauguración de otra era del hierro, similar a la imaginada por Jack London en su anticipatoria novela “El talón de hierro”, lo averiguarán las próximas generaciones.