Mientras el mundo se despeña por una crisis financiera que toca ya a la economía real, se están multiplicando en los medios de prensa los paralelos entre la situación actual y el crack de la Bolsa de Nueva York, que determinó la Depresión de los años ’30. Antesala, como se sabe, de la segunda guerra mundial. Esta analogía no está del todo descaminada, pero habría que matizarla señalando las disparidades que existen entre aquel momento y el presente, y las diferentes proyecciones que la actualidad diseña respecto del fenómeno anterior.
En 1930 el mundo estaba recorrido por las huellas que dejara la Gran Guerra 1914-1918. En la potencia vencida, Alemania, bullía el descontento por la humillación sufrida, el radicalismo de derechas y de izquierda estaba en ascenso y había un canal que sintonizaba con el primero con tremenda eficacia: el nacional socialismo y su jefe Adolfo Hitler.
Rusia era la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), que si bien había decidido replegarse sobre sí misma para construir “el socialismo en un solo país”, según la tesis impuesta por Stalin, no por esto dejaba de aprovechar los remanentes de la “ilusión lírica” que la Revolución Rusa había provocado en muchos estratos de Occidente, para agitar las aguas teniendo en cuenta, exclusivamente, los intereses de la política exterior de la URSS. Y en ese momento las esperanzas que había despertado “ese gran resplandor al Este” que fue la revolución bolchevique estaban activas en el seno de las masas proletarias de Occidente. No tanto como lo habían presupuesto Lenin y Trotsky, pero sí lo suficiente para inquietar a las clases dominantes y determinarlas a asociarse con movimientos de la derecha radical, signados por un carácter plebeyo que los hacía imprevisibles. Como sucedía en Italia con el fascismo, por ejemplo y como pronto iba a acaecer hasta cierto punto en España, cuya guerra civil se convertiría en campo de prueba no sólo para la experimentación militar sino también de la política de alianzas y traiciones que configurarían la aproximación de la URSS con las potencias del Occidente burgués.
Alemania sería la más importante de las dos potencias “insatisfechas” que, con Japón, se constituirían en el Eje y contribuirían al desorden al perseguir intereses que colisionaban con los de las potencias “establecidas”: Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. Por su parte el mundo colonial y semicolonial vegetaba, recorrido por muchos presentimientos y por algunos movimientos que presagiaban o directamente preludiaban la explosión que seguiría a la segunda guerra mundial.
En este escenario inestable, habitado por movimientos e ideologías expansivas, irrumpió el crack de la Bolsa de Nueva York en Octubre de 1929. En muy poco tiempo trastrocó todo el panorama. Del precario equilibrio en que había vivido el mundo se pasó a un torbellino de agresiones que desestabilizaron por completo el escenario y que tuvieron a Alemania, Japón e Italia como vectores del caos. En Alemania, castigada por el paro, se vivía una situación prerrevolucionaria cuyos referentes eran el nazismo y el comunismo en su versión estalinista. Los alemanes, con unanimidad, resentían las cláusulas del Tratado Versalles, que obligaba al país a hacerse cargo de la responsabilidad del conflicto y, en consecuencia, a pagar unas reparaciones dinerarias abrumadoras a los países victoriosos. Por uno de esos golpes de galera que son propios del capitalismo, dichas compensaciones eran abonadas por créditos concedidos por Estados Unidos, a través de los planes Young y Dawes, cosa que permitió a Alemania alcanzar un razonable grado de estabilidad en la década posterior a los terribles remezones provocados por la derrota entre 1918 y1923. Pero el hundimiento de Wall Street suspendió esos aportes y volvió a sumir a la Nación en el paro y la cólera, pues a la desaparición de la ayuda externa se sumó la retracción económica mundial que redujo en forma drástica el porcentaje de exportaciones germanas en el tráfico internacional.
Hitler sintonizó el descontento de la gran burguesía empresarial alemana y lo conectó con el furor de la clase media. Supo brindar una salida a la crisis a través de la represión del movimiento obrero, de la destrucción de las oposiciones partidarias, de una política de empleo dirigida a movilizar el mercado interno que neutralizaba la inquietud en el sector operario y de una serie de iniciativas drásticas dirigidas a recomponer el prestigio internacional de Alemania y a satisfacer las demandas de esta –algunas legítimas- respecto de los recortes territoriales sufridos después de la guerra y del desarme que le había sido impuesto. Y como punto de partida repudió unas reparaciones que en verdad eran no sólo insufribles sino incobrables.
Hasta ahí todo se insertaba en un cuadro que internacionalmente era manejable. Pero había una veta irracional en la mentalidad de Hitler que lo transformaba en una especie de revolucionario a la inversa. Si bien era un político consumado y un gran tribuno, estaba obsedido por el odio a los judíos –a los que transformaba en chivos expiatorios de todas las desgracias que acontecían en el mundo- y habitado por un nacionalismo biológico que negaba identidad a los pueblos que no fueran arios y que, incluso en este terreno, instituía una serie de jerarquías que dividían al pueblo de los señores o Herrenvölk, -el alemán, evidentemente-, de las restantes nacionalidades europeas. El odio de Hitler y el nazismo por los judíos iba mezclado también con el desdén respecto de los eslavos, a los que veían como subhombres ocupantes de un “espacio vital” ( Lebensraum) necesario para promover a Alemania a la dimensión de Estado continente en aptitud para dirigir a Europa y medirse con las supernaciones que se estaban inaugurando: Estados Unidos y la Unión Soviética.
Se trataba de tendencias – al menos las geopolíticas- que estaban arraigadas en vastos círculos intelectuales y que por cierto informaban a las tesis del Estado Mayor de la Wehrmacht, pero que, combinadas con la irracionalidad de jugador a “todo o nada” que informaba al Führer, a su megalomanía y a sus dotes carismáticas, transformaban a este en el vector de un dinamismo sin fin que se propuso en un principio dar comienzo al camino que había de llevar a Alemania a cumplir esas metas, pero que pronto lo llevó también a aspirar a alcanzarlas por sí mismo.
Esta personalidad desequilibrante fue un factor que catalizó a la violencia que informaba al régimen capitalista, y llevó a las oposiciones entre los imperialismos a un nivel explosivo. Pues si los dirigentes de Alemania, Japón e Italia buscaban romper el statu quo, también es cierto que las principales potencias que se beneficiaban de este sólo estaban dispuestas a consentir arreglos parciales y que la más importante de todas, Estados Unidos, iba a reaccionar, ante la amenaza que suponía una Europa hegemonizada por Alemania, apartándose de su “aislacionismo” (militar, pero en absoluto económico), para convertirse a todos los efectos en lo que de veras era: el principal polo de poder financiero, industrial y tecnológico del mundo, que en el transcurso de la guerra se dotaría de una supremacía militar abrumadora.
Los años 30, pues, fueron una época donde la confluencia hacia la catástrofe estaba influida por una serie de corrientes de una magnitud excepcional. Había no sólo un gran desorden económico sino también una comprensión de este que empujaba a los doctrinarios del imperialismo a resolver sus contradicciones por la vía militar (casos de Alemania, Italia y Japón), había otros poderes dispuestos a resistirlos y, si era necesario, a aniquilarlos hasta que dejasen de ser una amenaza para el ordenamiento establecido, y había también una ebullición ideológica que para muchos ubicaba el paraíso a la vuelta de la esquina, tras el derrocamiento del orden injusto; hervor que era percibido por los dueños del poder capitalista como una amenaza contra la que había que lidiar. Los reacomodos tácticos a que esta ecuación obligaba dieron lugar a una serie de variantes que duraron hasta después de la guerra, que fue de un horror inconmensurable. Ella dejó destruidas a algunas de las potencias contendientes, otras exhaustas, otras frustradas y una, por fin, victoriosa: Estados Unidos, que sin embargo vio empañado su contento por la emergencia de un mundo bipolar del cual era tan solo uno de los dos referentes. Aunque era por mucho el más poderoso, la amenaza nuclear nulificaba su opción de victoria frente a la URSS por la garantía de una destrucción mutua asegurada en caso de guerra.
Ayer y hoy
El cuadro, hoy, es bastante diferente. No es que sea menos grave, pero no existen, al menos en similar escala, los factores dinámicos que podrían impulsar a una conflagración generalizada. Lo que sí cabe esperar, en cambio, es una continuación de la lucha de la superpotencia por ratificar su hegemonía y un realineamiento de aquellos países que quieren escapar a su abrazo. Si eso puede conducir a un choque directo entre Estados Unidos y las potencias que objetivamente podrían llegar a contraponérsele –Rusia y China- es un misterio imposible de dilucidar. Como también lo es la incógnita en el sentido de si, en algún momento, algún país o alguna fuerza pueden recurrir al terrorismo nuclear para agredir con deliberación a una potencia opuesta o para defenderse ante lo que supone puede ser un ataque inminente. No se pueden desdeñar las tensiones mecánicas que genera el juego del poder y que pueden terminar desencadenando de manera casi automática un choque en gran escala.
Los factores que más aproximan al momento actual a la peligrosidad que se viviera en los años ’30 son el dispendio y probable agotamiento de los recursos naturales no renovables y el carácter irreformable del capitalismo librado a su propio albedrío, que instituye la maximización de la ganancia como principio absoluto de su razón de ser. Nada hay, en la presente crisis, que insinúe una reforma del sistema: hasta ahora lo que cabe percibir en las acciones del gobierno norteamericano apunta a mantener la privatización de las ganancias socializando los riesgos. No hay síntomas de New Deal. Aunque está la incógnita Barack Obama, esta puede funcionar más bien en el plano interno que en el externo. Y aun así, si se torna demasiado molesto, el establishment norteamericano puede deshacerse de él recurriendo a medios no ortodoxos, como todo induce a suponer que ha sucedido otras veces en el pasado…
En la actualidad se están inyectando fondos en los bancos de inversión para mantener la burbuja financiera sin apropiarse de los bancos y por lo tanto se está ligando al gobierno al sostenimiento de esas entidades; una vez que los privados reciban esa implícita corroboración estatal, podrán seguir haciendo inversiones de alto riesgo en la plaza, con la confortación de que el Estado no los dejará caer. A esto se añade el aliento a la fusión de las grandes firmas de capital, en un fenómeno de concentración que bien podría constituirse en el más importante de la historia del sistema. El capitalismo como concentración monopólica sin riesgos, en una palabra, como señala con agudeza Naomi Klein. Utilizar el pánico para centralizar el poder de parte de las grandes corporaciones anónimas: sin rostro, inasibles y omnipresentes.
Esto es posible porque no hay –como en cambio lo había en el período de entreguerras- una presión social organizada a través de banderías representativas de naciones o de sectores sociales importantes y en condiciones de amenazar el statu quo. El fundamentalismo islámico es un espantajo utilizado por los servicios de inteligencia occidentales para justificar cualquier cosa. Fabricado en buena medida por la CIA, es el pretexto para irrumpir en las zonas calientes del planeta, donde se acumulan las reservas y desde donde, eventualmente, se puede ejercer una presión directa sobre un adversario geopolítico designado de antemano en base a datos objetivos referidos a su peso demográfico, a su potencial militar e industrial potenciales, y a su emplazamiento en el mapa.
En este sentido la crisis actual se asemeja más a la de 1914 que a la de 1939. Lo cual quizá sea más inquietante. Pues la experiencia aniquiladora que supuso la segunda guerra mundial estuvo propulsada por factores ideológicos precisos y por procesos estratégicos fáciles de desentrañar, mientras que ahora la marcha de la crisis no exhibe blancos explícitos sobre los que podrían actuar fuerzas que estuviesen predispuestas a contrarrestar su influencia. El peso de los fracasos inducidos en el pasado por la necesidad del comunismo en el sentido de afrontar en inferioridad de condiciones la competencia con el imperialismo capitalista(1), y el proceso de lavado de cerebro que es potenciado por el universo mediático, dejan el campo expedito a las concentraciones monopólicas del capital, a su irradiación sobre el mundo entero y a los servicios de inteligencia que escapan de todo control popular y gradualmente han ido posicionándose, en el seno de los grandes Estados, con capacidad para determinar muchos de sus movimientos.
La ausencia de una corriente contradictoria del sistema capaz de darse organicidad política y la proliferación de los servicios secretos, de los ejércitos privados y del pistolerismo internacional multiplican las posibilidades de choque. Irak, Afganistán, los Balcanes, los países del Cáucaso, son el escenario donde hoy se dirimen los antagonismos determinados por la pretensión occidental, comandada por Estados Unidos, en el sentido de modelar otra vez el mundo a su modo. La presea en esta batalla son los recursos naturales, la posibilidad de continuar el saqueo del mundo y el posicionamiento estratégico para hacer irreversible esta situación. Ello conlleva un alto grado de anarquía en el sistema global y genera sospechas fundadas y temores acuciantes respecto de la posibilidad de un golpe preventivo, originado en cualquiera de las potencias que se sienten involucradas en la agitación desatada por el sistema. Si antes la izquierda habló de uno y muchos Vietnam como expediente para sacarnos de encima la explotación imperialista, ahora se puede pensar en la posibilidad de uno o muchos Sarajevo, en alusión al asesinato del archiduque Fernando, heredero del trono austrohúngaro, y de su esposa. Fue la chispa que dio lugar a la primera guerra mundial. En un mundo de competencia creciente, en el cual Alemania tendía a sentirse cercada, una operación de los servicios secretos serbios armó la mano de un joven estudiante que al accionar el gatillo disparó todos los resortes que accionaron la maquinaria de “la guerra preventiva”.
Las diferencias que reconoce la crisis actual con la de 1929 son flagrantes, por lo tanto.
Pero no por eso menos peligrosas. La necesidad de reconstituir una capacidad de respuesta a la marcha hacia el abismo que nos promete el sistema es urgente. Un retorno a los conceptos del socialismo revolucionario es imperativo, claro que adecuándolo a las experiencias vividas y a la necesidad de no repetir viejos errores. Estos se cometerán, seguramente, pues son inseparables del accionar del hombre sobre los datos de la realidad; pero al menos podemos intentar que no sean los mismos.
[1] Tanto la Unión Soviética como la China popular, para no hablar de los movimientos independentistas de las colonias y semicolonias, hubieron de afrontar una hostilidad implacable de parte de Occidente, cosa que deformó profundamente sus posibilidades de evolución y las constriñó a un desmesurado esfuerzo militar. Más allá de las alegaciones, veraces, en el sentido de que el comunismo portaba en su seno un componente autoritario, es hipócrita referir tan sólo a este los excesos y bestialidades cometidos en el seno de esas sociedades, sin hacer alusión a la presión externa y al atraso en que esas sociedades vivían, atraso inducido también por las condiciones en que hubieron de llegar a una Era Moderna propulsada y aprovechada por los países que primero se adueñaron de los resortes del progreso tecnológico y que no vacilaron en ponerlos al servicio de políticas de saqueo que se cebaron en las culturas en retardo, con una ferocidad mayor aun que la que suscitaría su rechazo después de siglos de expoliación.