El mundo navega en medio de la incertidumbre. Esto no es nuevo, más bien es una fatalidad de los tiempos modernos; pero lo que singulariza a este momento es la sensación de irrealidad que rodea a todo. El horror de la pandemia se ha naturalizado, hasta el punto de que todavía hay quienes no terminan de creer en su existencia o tienden a restarle importancia, y al mismo tiempo las tensiones globales se incrementan sin que aparentemente nadie, en el universo de los medios y de la opinión pública que es guiada por estos, parezca percatarse de la gravedad que involucran ciertos hechos y las manifestaciones gubernamentales que estos suscitan. Las estadísticas sobre el Covid acaparan la atención, completando de este modo el reseteo de las coordenadas sobre las que se asienta la vida cotidiana que viene produciéndose a partir de la eclosión de la enfermedad.
Sin embargo, las declaraciones de Vladimir Putin de días pasados, cuando señaló que Rusia no consentirá que se traspase la “línea roja” de su seguridad, en alusión a los acontecimientos que tienen lugar en Bielorrusia y, sobre todo a las resoluciones y anuncios de la OTAN respecto de su país, son de una gravedad inusitada. En cualquier otro momento de la historia contemporánea ese discurso ante el parlamento habría sido objeto de exhaustivas consideraciones en la prensa, dirigidas a medir su importancia, y seguramente hubiera provocado revuelo en las cancillerías, pero lo único que parece haber suscitado hasta ahora de parte de los medios occidentales y de sus gobiernos ha sido más bien una consideración despectiva, evaluándolas como otra manifestación de la “agresividad” de la conducta moscovita.
Esta presunta agresividad rusa, si uno se detiene a reflexionar un poco, parece ser la “fake news” más monumental de todas las diseminadas a lo largo de estos últimos años. ¿Dónde, en qué, se manifiesta dicha agresividad? ¿Cuál es su relación proporcional con el -este sí- desmesurado activismo de la política exterior norteamericana? A partir de la asunción de Joe Biden dinamismo agresivo de Estados Unidos se ha incrementado notoriamente. Sin sombra de duda se está volviendo a las políticas que tienen como figuras de proa a los Bush, Obama, Hillary Clinton, Victoria Nuland y otros, y que consisten en forzar los acontecimientos para frenar a China y controlar el renacimiento del poder ruso y de cuantos osen escapar al encuadre de la globalización asimétrica planificada por Washington y por sus serviles acompañantes de la Unión Europea.
El 15 de abril, conjuntamente a la reunión extraordinario del Consejo Atlántico en Bruselas, el presidente Biden firmaba una Orden Ejecutiva “contra las acciones exteriores perjudiciales del gobierno ruso”. La orden no se limita a la expulsión de diplomáticos y a sanciones económicas, sino que especifica que “si Rusia prosigue con sus acciones internacionales desestabilizantes los Estados Unidos le impondrán tales costos que los mismos le representarán un impacto estratégico”.
Se trata de una escalada político militar que se funda, entre otras, en acusaciones referidas a las intromisiones de Rusia en Ucrania y Georgia, a la presunta interferencia en las elecciones de Estados Unidos y sus aliados, a realizar campañas de desinformación, a la represión ejercida contra el dirigente opositor Alexandre Navalny y, para coronar con una guinda al postre, a la “violación de los acuerdos de no proliferación y desarme”. Aparentemente los voceros de la OTAN y de Washington olvidan que quienes han violado los acuerdos sobre no proliferación y desarme son los propios Estados Unidos, que ha roto por sí y ante sí el Tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio INF (por las siglas en inglés de Intermediate-Range Nuclear Forces), abriendo así el camino para el estacionamiento de misiles nucleares dirigidos contra Rusia en los accesos a ese país. Una especie de réplica inversa de la crisis de los misiles en Cuba. A esto se refería el ex presidente ruso Dmitri Medvedev cuando dijo esta semana que el mundo no ha estado tan próximo a un conflicto global desde 1962.
En el plano de los hechos concretos hay que señalar que el ejército norteamericano conservará en Alemania tres bases que debería restituir al gobierno germano, pues las necesita para ubicar a las nuevas unidades que reforzarán el despliegue estratégico en Europa. Asimismo Washington ha anunciado un acuerdo con Noruega, que le consentirá mantener 4 bases aéreas y navales en las proximidades de la frontera rusa. También se ha reforzado la potencia de la Sexta Flota, que opera tanto en el Báltico como en el Mar Negro, con destructores de la clase Arleigh Burke, que disponen de lanzadores de misiles antiaéreos, antibuques y otros capaces de ser dirigidos a objetivos terrestres, como es el caso del famoso Tomahawk, que puede portar una cabeza convencional o nuclear.
No es de extrañar entonces que Putin haya advertido a Washington y a sus aliados acerca de los riesgos de traspasar la “línea roja” de seguridad de su país. Fue impreciso acerca del trazado de esa línea, lo que hace más ominosa su referencia, pues lo deja en libertad de actuar de acuerdo a su propia medición del peligro inminente.
No se trata de suponer que esta sumatoria de tensiones vaya a degenerar en una guerra total, pero la verdad que los elementos para alimentar las chispas que pueden iniciar una deflagración crecen de hora en hora, y si no van a originar una “all out war”, están sirviendo todos los ingredientes para producir conflictos de proporciones en la vecindad de una superpotencia militar que tiene una larga experiencia en materia de luchar por su supervivencia y que, por consiguiente, está habitada por reflejos automáticos de autodefensa. Recordemos otra grave crisis, que pasó casi inadvertida y que se produjo en 1983, cuando el despliegue de los misiles de alcance intermedio Pershing norteamericanos y SS2 rusos originaron una psicosis de guerra en el Kremlin que, entre otras cosas, llevó al derribo de un jet coreano con cientos de pasajeros a bordo. Lo de ahora podría involucrar algo más que un accidente debido a un exceso de precaución: podría ser parte de una decisión para redefinir de forma taxativa una zona de influencia que involucra a países que Rusia ha considerado siempre como parte de su hinterland.
No hay que descuidar el rol que a veces reviste la frivolidad en la mente de algunos planificadores estratégicos. Tienden a reducir la realidad a un algoritmo, a una serie de pasos lógicos que determinarían la solución de un problema. Pero la realidad consta esencialmente de actos humanos no siempre reducibles a la lógica. Es posible que los planificadores del Pentágono quieran una crisis o una guerra en Ucrania para bloquear el proyecto del Nordstream II. Es decir para perjudicar o anular la independencia de Alemania y de Europa en materia energética. El nivel de una reacción rusa a semejante interferencia es imposible de medir, pero sería peligrosísimo suponer que, bajo la dirección de Putin, esa reacción vaya a ser inoperante.
(Fuentes: Mondialisation, Strategic Culture Foundation)