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25
MAR
2021
Joe Biden tropieza y cae al abordar la escalerilla del avión presidencial.
Joe Biden tropieza y cae al abordar la escalerilla del avión presidencial.
El mandato de Joe Biden se ha iniciado con retos e improperios a Rusia y China, mientras una nueva OTAN asoma en la región Indo Pacífico. Y los presupuestos estratégicos del “Estado Profundo” siguen siendo tan oscuros como siempre.

Estados Unidos parece haber cambiado a un presidente alocado pero no loco, por otro lindando con la demencia senil. Las declaraciones de Joe Biden en una entrevista calificando a Vladimir Putin como “un asesino” y asegurando que Rusia iba a pagar pronto las interferencias efectuadas por sus servicios de inteligencia durante la campaña electoral norteamericana, son imposibles de adjudicar a un primer mandatario en sus cabales. Si bien culpar a Rusia por cualquier cosa que afecte a los intereses del imperialismo de Estados Unidos es un motivo recurrente de la propaganda norteamericana, este tipo de expresiones que ostentan una enemistad tan franca han estado reservadas sobre todo a los medios y al cine. Desde la Casa Blanca esos envites habían solido estar envueltos en las simulaciones y afectaciones del lenguaje formal. Los ataques personales proferidos por un líder mundial respecto a otro sólo se conocían en períodos de guerra abierta. ¿Los exabruptos del nuevo presidente estarán implicando que nos aproximamos a una etapa poblada de episodios de este tipo? En cuanto a su alegación sobre las interferencias rusas en la campaña norteamericana suena a broma de mal gusto: ¿quiénes, si no los servicios estadounidenses, son los que espían, controlan, desestabilizan y hacen un uso indiscriminado de las “fakenews” y del “lawfare” para perseguir sus objetivos?

Más allá de la personalidad del mandatario y de su intemperancia eventualmente determinada por la edad, creo sin embargo que este tipo de ataques está anunciando la continuidad de la política agresiva en todos los niveles que el “Estado profundo” viene desarrollando desde la caída de la URSS y que Trump –sin dejar de pertenecer a la estirpe imperial- intentó reducir a la chita callando. La anterior administración había ensayado una restricción del activismo militar en Medio Oriente y cierta distensión frente a Rusia a cambio de intensificar la presión contra China, visualizada como el enemigo principal dado el ritmo de su ascenso económico y la evolución de su tecnología militar. China todavía no es más poderosa que Estados Unidos, pero está en vías de serlo, lo cual nos remite a los considerandos del memorándum Crowe, que selló el rumbo antigermano de la política exterior británica a principios del siglo XX: “la estructura y no el motivo es lo que determina la estabilidad o la inestabilidad de un orden de cosas”.[i] No importan las intenciones aparentemente pacíficas del proceso expansivo de una potencia rival; lo que cuenta es el peso que va a ganar y que la tornará, objetivamente, en un enemigo insuperable. Tanto la Casa Blanca como el Pentágono lo han expresado en términos inequívocos varias veces: no se pueden tolerar los atrevimientos de las potencias “revisionistas”. Es decir, revisionistas del actual régimen mundial, que favorece largamente a Estados Unidos y a sus aliados, y que deja a las cuatro quintas partes de la humanidad en la trastienda de la historia.

Los síntomas de este revival de la política de los Bush y de Obama (de quien Biden fue vicepresidente) está siendo ilustrado por estos días por un bombardeo a Siria, por los ataques verbales contra Rusia, por la agitación que se fomenta en Bielorrusia; y, en el lejano oriente, por la las tensiones en Myanmar (la antigua Birmania) donde el ejército volvió a ocupar la fachada de un poder que nunca había perdido.

La vuelta al primer plano de los militares en Myanmar es una réplica de los procedimientos que suelen practicarse en las semicolonias dominadas por occidente. El sentido no proclamado del golpe se debió a que el gobierno de la presidenta Aun San Suu Kyi, Premio Nobel de la Paz y respetado fetiche de la democracia en el extremo oriente, había estado cediendo a las presiones de Washington en el sentido de que orientase su política en un sentido más pro occidental. Los militares birmanos deben ser muy conscientes de que esa deriva significaría en realidad una impertinencia respecto a China, su vecino norteño, y que esta no la interpretaría como tal sino como un auténtico desafío, con el riesgo monumental que tal cosa implica. Ni cortos ni perezosos, pusieron a Aun Suu Kyi en arresto domiciliario invocando un clásico de los golpes blandos practicados por Estados Unidos en Suramérica: haber cometido fraude en los comicios que la llevaron a ganar su cargo. Y luego se pusieron a reprimir las manifestaciones que se produjeron en contra del golpe, mientras aseguraban que pronto convocarían a elecciones limpias y transparentes. Con lo que tenemos, en un largo tramo de la frontera sur de China, un escenario desestabilizado y propicio a las “revoluciones de color” que tanto placen al Departamento de Estado, que las ha convertido en uno de sus principales medios de acción en casos como los de Ucrania, Kosovo, Libia, Siria, Irak y así sucesivamente. En términos de política global, es una provocación dirigida a extremar las tensiones en Myanmar y, si es posible, a fomentar una intervención china, que convertiría a Pekín en el villano principal de la obra.

El creciente chino

En este encuadre es que debe ser comprendido el QUAD, un nuevo acrónimo que alude al Diálogo Cuadrilateral de Seguridad impulsado por Estados Unidos junto a India, Japón y Australia. Detrás de la fraseología habitual en estos casos aludiendo a una región Indo-Pacífico abierta a los valores democráticos, el QUAD es un proyecto para crear una OTAN dirigida a controlar y frenar el expansionismo chino, sea del carácter que sea. El extremo oriente se encuentra en el epicentro de la tensión entre Estados Unidos y la potencia “revisionista” por excelencia. La redefinición de la estructura de poder en la región afecta también a la recomposición del orden mundial que está en curso en esos momentos y a la que el establishment norteamericano se niega tozudamente a reconocer. En el encuentro en Anchorage, Alaska, los responsables del manejo de la política exterior de Estados Unidos y de China chocaron de manera a ostensible. Frente a la prensa mundial, en el comienzo mismo de las conversaciones, a un descomedido ataque de los estadounidenses respecto al estado de los derechos humanos en China y su política exterior, el miembro del Buró Político del Comité Central de Partido Comunista chino, Jang Jiechi, contestó de manera educada pero con rudeza que “Estados Unidos no está calificado para decir que quiere hablar con China desde una posición de fuerza”. “China y la comunidad internacional… defienden un orden mundial centrado en la ONU… no la que defiende un pequeño número de países del llamado “orden internacional basado en reglas”… Respecto a los derechos humanos se limitó a decir que en ese ámbito esperaba que a Estados Unidos le fuera mejor de lo que le va a China. En cuanto a los ataques cibernéticos que denuncia Washington ser víctima, el representante Jang Jiechi expresó: “Permítanme decir que en cuanto a capacidad para lanzar ataques cibernéticos Estados Unidos es el campeón». 

Es evidente que el tono ha cambiado. En vez de la elusividad, la diplomacia china optó en esta ocasión por la contraposición franca, lo cual indica a su vez un aumento de la autoconfianza y probablemente una mayor certidumbre acerca de los lazos con Rusia, con la que el gobierno de Pekín está desarrollando una política de complementación militar cada vez más marcada.

Por supuesto que nada está escrito y que las relaciones chino-rusas conservan en el fondo núcleos conflictivos que, bajo personalidades diferentes a las de Vladimir Putin y Xi Jing Ping, podrían activarse. Pero da la impresión de que, a nivel de la estructura de los cuadros de poder en Moscú, las ilusiones respecto a recomponer las relaciones con Washington hace rato que se han disipado, en especial después del desgajamiento de Ucrania de la esfera de influencia rusa producido tras las revueltas de la plaza Maidán en Kiev y de la revolución “de color” que la siguió, que terminaron de decidir a Putin a volverse hacia China y a reconstruir la asociación estratégica que por más de una década habían vinculado a la URSS y a la República Popular China. Este núcleo, si se consolida, será un factor de poder incontrastable frente al cual cualquier sueño hegemónico de parte de Estados Unidos tiene que desvanecerse.

Lamentablemente no parece que los planificadores de la geoestrategia del Pentágono y del Departamento de Estado, y las fuerzas oscuras que los rigen desde la sima del “estado profundo” hayan modificado un ápice su arrogancia. Su credo parecer seguir siendo el que formulaba Zbigniew Brzezinkski en “El gran tablero mundial” sobre la supremacía estadounidense: “Para ponerlo en unos términos que se remontan a la era de los imperios antiguos, las tres grandes exigencias de la geoestrategia (norteamericana ) son: mantener la dependencia de los países vasallos, tener estados tributarios dóciles y protegidos y, evitar que las naciones bárbaras se unan entre sí”.[ii]

Por naciones bárbaras se entiende que Z.B. hablaba de las potencias “revisionistas” y de las que no se acomodan al diktat de Washington, mientras que la refererencia a los "estados vasallos" cabe entender que alude a los dóciles socios de la Unión Europea. Con este criterio, podemos estar seguros de que el camino que Joe Biden piensa acometer no estará exento de tropezones como el que ilustra la foto. 

 

 

 

[i] El memorándum Crowe es exquisitamente analizado por Henry Kissinger en “La diplomacia”, página 187 y siguientes, Ediciones del Fondo de Cultura Económica, 1997.

 

[ii] “El Gran Tablero Mundial”, Paidós, 1998.

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