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14
MAR
2021
Vargas Llosa en su estudio.
Vargas Llosa en su estudio.
Un nuevo libro del autor de “La ciudad y los perros”. Vargas Llosa vuelve a desplegar sus dones de gran escritor en un texto donde nuevamente se pone de manifiesto el carácter contradictorio de su literatura y el de su personalidad política.

Este año de pandemia ha servido para rever películas, atragantarse de Netflix y leer y sobre todo  releer novelas. Entre las que no había leído pero que desde hacía meses figuraba en mi biblioteca se encontraba el más reciente volumen de Mario Vargas Llosa: “Tiempos recios”. La obra está redactada sin fiorituras, con un estilo seco y directo, pero con un manejo muy diestro de los tiempos y del montaje de las secuencias en las que se articula el relato. Tanto que podría servir de guion literario para una película. Pero la novela no deja por esto de ser novela y está sostenida por una arquitectura perfecta que balancea los pesos y contrapesos de una trama histórica que bulle de personajes reales (reconfigurados por la imaginación del autor de acuerdo a su intuición y a una gran cantidad de información acumulada) y que se engarza en secuencias temporales no lineales, pero a las que Vargas Llosa hilvana con habilidad para realzar, contrapuntísticamente,  el suspenso de una trama que no da respiro. El título de la novela remite a una frase de Santa Teresa de Ávila, “En tiempos recios, amigos fuertes de Dios”, en alusión a la dificultad que supone vivir “en estos tiempos”, cualesquiera ellos sean, cuando están acechados por la persecución y por la muerte. Santa Teresa escribía en tiempos de la Inquisición, época en que las llamas de la hoguera  rozaban a cualquiera.

 El tema del libro es el golpe que derrocó a Jacobo Árbenz en 1954, y la secuela de hechos que esa sedición cocinada en los laboratorios de la CIA, en la oficina de relaciones públicas de la United Fruit y en los sectores conservadores y ultramontanos de Guatemala, se precipitaría de allí en adelante. Muchos se sorprenden por la contradicción que parecería existir entre el político Vargas Llosa y el novelista Vargas Llosa. Es bien conocido que este autor evolucionó, desde un inicial izquierdismo, a un liberalismo que se identifica abiertamente con el neoliberalismo. No en vano es uno de los columnistas favoritos de La Nación y El País, de España. Dejó trazas de su evolución en su obra. Si mal no recuerdo su “Historia de Mayta” es una denuncia temprana de la locura del ultraizquierdismo latinoamericano. Pero la evolución de sus posiciones políticas fue mucho más allá de esa correcta toma de posición frente al suicida activismo del izquierdismo “foquista” en los 70. Su actual afinidad con figuras como José María Aznar, Mauricio Macri o Álvaro Uribe, cofirmantes con él de un “Manifiesto contra el Autoritarismo” a propósito de la vacunación contra el Covid 19, exime, creo, de todo comentario. Su reciente exaltación de Colombia como el ideal democrático latinoamericano y su proclamada admiración por Iván Duque y Álvaro Uribe Vélez han venido a colmar la medida.

Ahora bien,  el caso es que este novelista, agraciado por la corona de España con el título de “marqués de Vargas Llosa”, es un gran escritor y que su obra no ha desmentido esa capacidad ni su compromiso con un decir sincero. Hay veces en que autores de alguna pieza artística de envergadura echan a perder ese logro adoptando por oportunismo las posturas del sistema bajo el cual les toca vivir y se acomodan a lo políticamente correcto con gran velocidad. Un caso típico fue el Mijáil Shólojov, autor de esa gran novela que es “El Don apacible”, y que luego de ella solo produjo material de escasa calidad, sumándose al coro de sicofantes que se encargaban de arremeter contra cualquier escritor que osase salirse del libreto marcado por “la línea general”. Y eso en tiempos cuando esos ataques, en la Rusia estalinista, podían llevar a la víctima al Gulag o a pararse frente a un pelotón de fusilamiento. [i]

En Vargas Llosa no puede detectarse esto. No ha perdido nada de su destreza y la caracterización de los personajes y del contorno social en el que operan es psicológicamente reconocible e históricamente exacto. La novela a que nos estamos refiriendo propone un examen del accionar del imperialismo norteamericano en Centroamérica, así como de la envergadura de alguno de los monstruos que cobijó, y no deja lugar a la duda respecto al lugar donde el autor se para. Sin apelar a recursos de gran guiñol sino a una descripción medida e inteligente de los personajes, el libro deja una sensación de veracidad y familiaridad con los hechos que importa tanto a la historia como a la literatura.

Como dijimos, la alternancia, la velocidad con que se suceden los episodios sin que se pierda la trabazón que existe entre ellos refuerza el ritmo narrativo. Pero no se trata solo de esto. El disgusto que generan muchas de las figuras que deambulan por la trama está mediatizado por cierta compasión, que alcanza incluso al propio Castillo Armas: Mr. Caca, el Cara de Hacha, así apostrofado por sus compañeros antes del golpe militar con el que derrocó a Árbenz. La figura de este último es abordada con simpatía, a la que cabe sumar la que se prodiga a su predecesor Arévalo. Ambos fueron reformadores que se propusieron sacar a su país del atraso fundándolo sobre el concepto de una soberanía que pasaba, en primer término, por obtener de las empresas oligópolicas que lo explotaban el tributo que debían pagar para justificar sus ganancias y ayudar al desarrollo del país del que extraían las riquezas. Viejo dilema latinoamericano ilustrado a lo largo y a lo ancho del subcontinente y que sigue siendo absolutamente válido en el presente, pues el imperialismo funda su principal premisa en seguir obstaculizando este tipo de desarrollo. “Los civilizados cierran el camino a los que quieren civilizarse”, decía Trotsky. Es por esto que los gobiernos nacional-populares siguen siendo, más que la izquierda pura, el primer motivo de inquietud para los responsables del Comando Sur y del Departamento de Estado. Al menos en una  primera etapa, su eventual consolidación implicaría un obstáculo de una escala mucho más difícil de aferrar y destruir que el que ofrecería un gobierno encapsulado en un ideologismo doctrinario, que lo aísle de las masas populares.

La explicación de la aparente contradicción entre este planteo y los puntos de vista neoliberales de Vargas Llosa pasa por cierta inaprensible calidad en el calibre del creador. Hay artistas que pueden plegarse a los dictados de la propaganda o a las imposiciones del mercado. Y hay creadores que, aunque se esfuercen, no pueden mentirse a sí mismos y por algún resquicio les salta, de pronto, el talante cuestionador al que no pueden sofocar porque eso significaría mutilarse a sí mismos. A Mijáil Shólojov se opone Vasili Grossman, y frente a los tantos compositores musicales y cinematográficos que fabricaron la versión acartonada y falsa del llamado “realismo socialista” se yerguen, pese a eventuales renuncios y actos de contrición, figuras como Shostakovich, Prokófiev o Sergio Eisenstein.

Lo de Vargas Llosa no tiene la entidad heroica que supuso la lucha de esos artistas a los que les tocó vivir bajo la dictadura estalinista, desde luego: Vargas vive en una sociedad donde todavía existen  reflejos liberales en el buen sentido del término;  donde, en su nivel social, no existe el riesgo de un balazo en la nuca y donde, sobre todo, sus posiciones políticas ultraneoliberales le garantizan un bill de indemnidad. Pero no por esto deja de ser meritoria su obra de ficción y paradójica su negación literaria de lo que sostiene políticamente como militante del  centro derecha.

En la parte final del libro aflora un punto de vista polémico y atendible. Vargas Llosa describe ahí la peripecia de Crispín Carrasquilla, un cadete despreocupado de la política, pero a quien el  bombardeo de su escuela por los aviones gringos durante la insurrección contra Árbenz lo colma de indignación y le cambia la vida. Después del triunfo del golpe de Castillo Armas pronto aparecen tensiones entre el ejército guatemalteco y la banda de mercenarios llevada por el dictador a la capital del país: una turba desorganizada y violenta, reclutada por los servicios de inteligencia norteamericanos para atacar, sin demasiado éxito, a un ejército regular que, sin embargo, por razones de provecho y de prudencia, agradece que el presidente Árbenz renuncie y se vaya al exilio. Las broncas entre los integrantes de las fuerzas armadas y el “ejército liberacionista” culminan en una insurrección del Colegio Militar, cuyos alumnos atacan a los mercenarios en sus cuarteles. La iniciativa es liderada por Crispín, pero, aunque triunfa en el terreno, es traicionada por los mandos que responden a Castillo Armas y que en última instancia se pliegan, por temor, al dictado de sus mandantes norteamericanos. Crispín no llega a enterarse de la entrega, pues muere de sus heridas poco después de terminado el combate.

Esta irrupción, aparentemente a deshora a esa altura del relato, sirve sin embargo para que Vargas Llosa se interrogue en el epílogo sobre el carácter ambiguo de la institución militar en los países semicoloniales. En cierto modo descubre, tarde, el carácter bifronte de los ejércitos latinoamericanos que mucho antes definiera Jorge Abelardo Ramos en la época del primer peronismo. Las FF.AA.  pueden funcionar como un instrumento del sistema: después de todo son la garantía última del orden social que el ejército garantiza; pero cuando el establishment quiere vaciarlos de su función primera, que es la defensa de la soberanía y las fronteras, el esquema de cuadros, en especial los inferiores, los provenientes de las clases medias, puede asumir por su cuenta una actitud de rebeldía. En las últimas páginas del libro Vargas Llosa habla de la cuestión y pone de relieve como el golpe contra Árbenz, su factura foránea, y sobre todo la defección del ejército, radicalizaron a los todavía potenciales revolucionarios Fidel Castro y Che Guevara, en particular a este último, llevándolos a creer que solo liquidando al ejército una revolución popular podía consolidarse. Ello llevó a la trágica aventura guerrillera que consumió a tres generaciones de jóvenes latinoamericanos y desfiguró la naturaleza de algunas de las fuerzas armadas más prestigiadas del subcontinente,  convirtiéndolas  en referentes de la represión más indiscriminada y salvaje. No es un punto del todo desdeñable, el marcado por el autor peruano.  

Vargas Llosa pone en la cuenta del gobierno norteamericano el “error” de haber propiciado el derrocamiento de Árbenz. De qué error nos habla el autor no está claro, sin embargo: esa ha sido la política del Imperio hacia América latina desde que se tiene memoria; graduada, por supuesto, de acuerdo a la naturaleza del objetivo que se quiere destruir. Es evidente que los países centroamericanos, con sus rémoras feudales y su debilidad intrínseca, consecuencia de su fragmentación, constituían a principios de los 50 unos blancos muy fáciles de barrer. La estupidez de Departamento de Estado no fue un “error”, sino la prosecución de una política bien afirmada en la tradición de la democracia norteamericana, que hacía decir al más eminente de sus exponentes contemporáneos: “Es cierto, Anastasio Somoza es un hijo de puta. Pero es “nuestro” hijo de puta”. Franklin Delano Roosevelt sabía de lo que hablaba.

En los recovecos de la política de poder suelen habitar alimañas feroces, aunque se disimulen con  destreza. Esto, aunado a los rasgos que a veces los hacen familiares, provistos de sentimientos cotidianos, brinda al autor de ficciones un vivero de personajes de grueso calibre, susceptibles de ser modelados como argamasa y de los que se puede extraer retratos fuertemente impactantes y convincentes a la vez. Hay dos que se destacan sobre el conjunto en la novela de Vargas Llosa. Uno es el de obeso Johnny Abbes García, el jefe del servicio de inteligencia y sicario del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo, propulsor del asesinato de Castillo Armas. El otro es el de Martita Borrero Parra, apodada “Miss Guatemala” por su belleza, amante del presidente asesinado: ambigua, elusiva y eventualmente perversa, sobreviviente tenaz en una urdimbre criminosa donde todos terminan mal, y que  envejecida termina su carrera viviendo en una bella mansión en Langley,  a pocas cuadras de la sede de la CIA.

Corrupción, putrefacción y crimen, este es el cuadro que pinta Vargas Llosa, con un tino, una adecuación a la realidad, un sentido de las proporciones y un manejo del suspenso que lo sigue manteniendo entre las figuras literarias más sólidas de las letras iberoamericanas. Por novelas como esta uno se siente tentado a olvidar los despropósitos que profiere cuando su ego lo propulsa a querer convertirse en un estadista. ¿No se dará cuenta de que al hacerlo, al querer evadir su función de artista y codearse con tipos como Aznar, Uribe, Duarte o Macri, se aproxima a las lacras que justamente desnuda en sus novelas?

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[i] Hay una sospecha en torno a la real autoría de “El Don apacible”. Varios autores de fuste, Alexander Solienitsin y Ana Ajmátova entre ellos, afirman que la novela es un plagio, que resulta de la apropiación de los papeles de un oficial blanco, Fiódor Kryúkov, muerto de tifus a finales de la guerra civil. Shólojov habría modificado parcialmente y completado el texto original, hallado en la faltriquera de la montura de Kryúkov. Ciertos desniveles en el texto y sobre todo la pobreza estilística y conceptual de las obras posteriores de Shólojov contribuyen a adensar la duda. Las investigaciones grafológicas más recientes sobre lo que resta del manuscrito –la mayor parte del cual se extravió durante la segunda guerra mundial- atribuyen indubitablemente la autoría a Shólojov, pero, ¿quién podría establecer que este no copió, de su propia mano, el texto original? El problema subsistirá, por lo tanto, como una triste sombra sobre esas páginas que se cuentan entre las más hermosas de la literatura rusa del siglo XX.

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