Como era de esperar en una sociedad donde la corrección política se confunde con la hipocresía y ambas forman parte de un ancho discurso sistémico, la muerte de Carlos Saúl Menem ha desatado un torrente de alabanzas o de meditadas evaluaciones generalmente respetuosas. Se ponen de manifiesto su “realismo”, su habilidad política, su presunta simpatía, su don de gentes y hasta su ignorancia en materia de cultura general como dato cierto de la “frescura” desfachatada que caracterizaba su personalidad. Pocos –en los medios oligopólicos, pero también a veces en los que no lo son tanto- plantean el verdadero tema que rodeó a su figura y a sus dos períodos presidenciales. Que no fue otro que la traición a los principios del frente nacional más o menos aglutinado por el peronismo. Enancado en su estampa de caudillo folklórico, con sus gruesas patillas a lo Facundo festoneándole la cara, con su acento riojano, con un discurso de encendido nacionalismo y con su componenda con la “patota sindical”, se las arregló para ganarle la interna a Antonio Cafiero y luego para imponerse en las elecciones generales a un oponente radical, Eduardo César Angeloz, que se postulaba como el candidato del liberalismo económico en las elecciones de 1989.
No bien asumió el poder dio un vuelco drástico a su discurso y procedió, con velocidad inusitada, a liquidar la herencia ideológica del primer peronismo y lo que restaba de sus aportes concretos al desarrollo. “Nada que deba pertenecer al Estado seguirá perteneciendo al Estado”, sentenció en un lapsus (¿o no fue un lapsus?) su ministro de Obras y Servicios Públicos, Roberto Dromi –el ministro de Privatizaciones, como le gustaba autodefinirse. En un santiamén, con un rápido pase de manos, que contó con la inapreciable ayuda de Domingo Cavallo, su ministro de Economía, Menem privatizó Aerolíneas Argentinas, las rutas nacionales, las empresas de energía, las comunicaciones, los ferrocarriles, lo que quedaba de la flota mercante; YPF, y todo cuánto podía computarse como “las joyas de la abuela”. Todo pasó, a precio vil y en medio de una trama de sobornos y corrupción de dimensiones ingentes, a revistar en los haberes de las empresas transnacionales. Y sobre llovido, mojado: una política internacional desastrosa, que hacía del seguidismo a Estados Unidos el único principio rector de conducta, llevaba al país a sufrir un par de ataques terroristas de uno de los cuales pudo no estar ausente una venganza por la traición consumada por Menem al desentenderse de los apoyos que se le habrían prodigado desde Siria durante su ascenso al poder. Envueltos en el misterio, estos asuntos no han podido ser dilucidados todavía y son objeto de especulaciones especiosas que confunden y envenenan a la opinión pública.
En lo que no hay misterio alguno es en lo acontecido con la voladura de la fábrica militar de municiones de Río Tercero, generada por una conspiración que tenía por objetivo disimular un contrabando de armas a Croacia y también a Ecuador durante la breve guerra que tuvo lugar entre ese país y Perú por una cuestión de límites. Argentina era nada menos que uno de los garantes del protocolo de paz de Río que en 1942 había sellado un conflicto anterior entre los dos países latinoamericanos por el mismo asunto, lo que dejó en una posición más que desairada a nuestra nación.
Este breve recuento no alcanza a definir los alcances del daño que la gestión Menem infligió al país. Profundizó la desmoralización y el desprecio a la política que ya venía creciendo desde tiempo atrás. A medida que corregía su perfil político decantándolo hacia la derecha, las famosas patillas montoneras se reducían hasta convertirse en un elegante aditamento. La política económica piloteada por su mentor Cavallo ataba al peso al dólar con el “uno a uno” y creaba una ficticia estabilidad que le permitiría al riojano conseguir un segundo mandato. El expediente pronto se convertiría en un salvavidas de plomo. El Banco Central se convirtió de hecho en una caja de conversión cuyo único fin era respaldar la moneda local para que esta pudiera ser cambiada por la estadounidense. Por lo tanto estaba inhibido para emitir dinero, lo que limitaba la circulación en perjuicio de los sectores productivos y del empleo, complicando la situación de la industria. Era el camino que se precipitaría en el abismo de diciembre del 2001, cuando el gobierno de Fernando de La Rúa, que sucediera al de Menem y que proseguía sin imaginación su rumbo económico , se despeñó ante la pueblada que determinó la fijación del “corralito” para los ahorros de la clase media, que hasta entonces había sostenido al modelo.
La gestión menemista y su coda radical fueron un desastre tras el cual el kirchnerismo vino a corregir algunos errores, pero sin conseguir cambiar la matriz exitista a la que había quedado adherida la mentalidad de los especuladores y de gran parte del público. El remate de ese rulo político fue el exiguo triunfo electoral de Mauricio Macri, que le fue suficiente sin embargo para reconectarse a su manera con los presupuestos económicos, psicológicos y carentes de escrúpulos del “Turco”.
En los motivos con los que se busca explicar la pirueta que Menem hizo dar al movimiento nacional figura en primer plano lo que podríamos llamar dialéctica de lo posible, que encanta a los oportunistas. Cuando una oleada mundial va en una dirección que claramente nos perjudica, se dice que no hay más remedio que plegarse a ella para no ser aplastado. Los ’90 fueron los años de la caída de la URSS, del consenso de Washington, de la convicción del establishment occidental en el triunfo definitivo del capitalismo; del “fin de la historia” proclamado por Francis Fukuyama y de la certidumbre de Washington de estar listo para comandar un nuevo orden mundial. Se venía la “pax americana”. Era evidente, incluso en esos momentos, que se trataba de una ilusión pasajera, pero la masa de la gente mordió el mensaje y se lo tragó sin la menor reflexión crítica, que por otra parte no suele atraer a la mayoría de los mortales salvo cuando la realidad comprime a su humanidad más allá del límite de lo soportable.
Es obvio que ante una corriente arrolladora no es cuestión de plantarle cara y afrontarla para que nos deshaga. Pero tampoco es asunto de asumir servilmente los presupuestos que el centro del mundo marca para los que entiende son sus súbditos. Sobre todo si se tiene el suficiente conocimiento de cuáles son los verdaderos factores que están en juego, de las debilidades intrínsecas del sistema al que se enfrenta, de los imponderables que lo trabajan y del carácter complejo y de ninguna manera unívoco de la realidad. Está la realidad que se palpa y está la realidad potencial que se encuentra contenida en ella y desde la cual es posible seguir creando.
Desde luego que este tipo de reflexiones, si las tuvo, el riojano las asumió empíricamente, viendo las cosas de acuerdo al diagrama cortoplacista del oportunismo. Y la verdad es que no había otra forma de hacerlo si se quería seguir adelante con el programa nugatorio con que asoló al país y a la tradición combatiente que había significado a su movimiento. La foto que encabeza esta nota es quizá el mejor resumen del significado del paso de Menem por la presidencia: el jefe del partido de las víctimas en 1955 y 1956, se saluda afectuosamente con el principal de sus verdugos.
Trump absuelto
El “impeachment” que los demócratas plantearan contra Trump fracasó, como era previsible. Aparte de lo pintoresco de la pretensión de destituir a un presidente de su cargo cuando este ya había visto expirar su mandato y había retirado sus cosas de su despacho, era imposible que los republicanos inmolaran a su jefe en una pira, por mucho que no pocos de ellos no lo ven con buenos ojos. El futuro político de Donald no está claro, pues es evidente que la plana mayor del GOP no simpatiza con él –“demasiado populista, demasiado imprevisible”-, pero es posible que el ahora ex presidente siga atrayendo a una importante masa de su fuerza electoral. Lo cual implica que seguirá molestando el arreglo bipartidario que gobierna a Estados Unidos desde los tiempos posteriores a la guerra de Secesión.
Más allá de Trump, sin embargo, lo que resulta una incógnita es el futuro político de Estados Unidos. La ruptura de la cohesión interna es el signo más claro dejado por el último ejercicio presidencial. Hay una masa de derechas profundamente disconforme con el estado de cosas. No menos malhumor parece haber en los sectores de izquierda, con la diferencia de que estos no parecen estar claramente organizados ni tan predispuestos a la acción directa como lo está su contraparte. Pero el núcleo decisivo de la marcha de la gran potencia pasa esencialmente por el curso de su proyecto imperial. Cabeza del sistema imperialista mundial, la estabilidad interna de Estados Unidos también depende de la marcha de sus relaciones y sus fricciones o choques con las potencias a las que ha designado como sus enemigos objetivos, China y Rusia. Los choques se preanuncian como probables, si no inexorables. De ahí en más, quién viva, verá.