A días de finalizar su mandato, Donald Trump tiene que enfrentar la posibilidad de un juicio político. Es la segunda vez que esto le sucede en su ejercicio. Si el senado ratifica la decisión de la cámara de representantes en ese sentido, el actual jefe del estado saliente tendrá que afrontar cargos por haber incitado a la insurrección contra el Congreso. Es difícil que el juicio, de realizarse, pueda evacuarse durante la duración del actual período, que finaliza el próximo miércoles 20 de enero. Lo que significa que los primeros meses del gobierno de Joe Biden van a estar ocupados por la gestión de este intríngulis judicial, que podría inhabilitar a Trump para aspirar otra vez a la presidencia o incluso mandarlo a la cárcel por los delitos que cabrían imputarle.
Es una noticia sensacional, que hace eco a otras no menos impactantes que ha producido la superpotencia del Norte en estos días. El asalto de las turbas al congreso, estimulado solapadamente por la oratoria incendiaria del presidente; el caos, las víctimas y unas imágenes que casi todos describen como propias de las “repúblicas bananeras” –sin reflexionar casi nunca que “Banania” fue la consecuencia de la constante intromisión estadounidense en América central-, han llenado las pantallas de la TV, acompañadas de un discurso entre fúnebre y burlón acerca de cómo se socavan los pilares de la democracia en la potencia que, supuestamente, la encarnaba.
Ya lo señalamos en el artículo anterior: esto es confundir la ficción con la realidad. Estados Unidos nunca fue una democracia en el sentido pleno del término (cabe dudar que lo haya sido en el semipleno también) sino una oligarquía estupendamente regimentada, que consintió los márgenes necesarios a la expresión popular para que esta sintiera que participaba en el manejo de la cosa pública. Cosa que era verdad en muchísimos sectores y de ahí la eficacia persuasiva del mensaje, pero que no lo era en los más altos niveles de decisión. Es decir, en el económico, el judicial, el geoestratégico y el militar. Se dirá que en todo el mundo las elites dirigentes juegan el mismo juego, pero en Estados Unidos ese artificio alcanzó un refinamiento que solo Gran Bretaña podría igualar.[i]
Este delicado artilugio empezó a deteriorarse hace ya varios años: en primer lugar hubo la crisis de la burbuja inmobiliaria en 2008, que descalabró al sistema financiero, finalmente rescatado por una masiva intervención federal a favor de los bancos, que equilibró al capital concentrado, pero que dejó a millones de afectados entre la clase media y la clase baja. Luego vino el rebote de la fuga de las grandes empresas manufactureras hacia mercados de trabajo más baratos en el exterior, China y México incluidos, que produjo una gran baja en el empleo. Hubo también la constante erosión producida por un gasto militar que se consumía en emprendimientos bélicos costosísimos y que no arrojaban ningún resultado decisivo. Y, finalmente, acaeció la irrupción de China como un competidor desde todos los ángulos, desde el comercial, el tecnológico, el militar y el político hasta el geoestratégico, pues con la aparición del programa de la Ruta de la Seda y la estrecha asociación chino-rusa, el establishment pudo percibir que se levantaba un obstáculo insalvable para su sueño de instalar el predominio estadounidense a escala global. Esta esplendorosa perspectiva –para USA y sus asociados más íntimos- hoy se disipa o se torna infinitamente problemática pues China y Rusia van a atraer a una miríada de estados, grandes o pequeños, que forman parte de aquellos que se resisten a seguir dócilmente el camino que les marca Washington. Irán, Pakistán, quién sabe si la misma India, rechazan o desconfían de la influencia norteamericana. Aunque, desde luego, están también cruzados por contradicciones y antagonismos –internos y externos- que hacen su curso difícil de prever.
El detonante
La crisis estaba madurando lentamente hasta que Trump vino a precipitar las cosas. Con su oportunismo, su estilo de choque, su apelación al nacionalismo más elemental y la asociación que estableció entre el empobrecimiento creciente y un arco genérico de responsabilidades en el que involucró a la intelectualidad progresista, a los demócratas y a los inmigrantes de piel oscura (preferiblemente mexicanos), exaltó las pasiones y el espíritu de revancha que bullen en los entresijos de la sociedad “wasp” norteamericana. Sintiéndose, con razón, engañados por el sistema, el proletariado blanco y los sectores que componen “la mayoría silenciosa” creyeron haber reencontrado la palabra a través del discurso tremendista de Trump. Se engañaban, por supuesto, pues más que palabras lo que emiten es hoy un gruñido, pero la realidad es que su irrupción turbulenta en la escena ha supuesto el primer síntoma verdadero de un descontento raigal, que viene de lejos pero que se reformula en los tiempos modernos junto a la crisis del sistema-mundo del que Estados Unidos es la cabeza. Ocurre que, cuando el proyecto neoliberal pierde fuerza o tropieza con resistencias muy duras, el hecho impacta en la estabilidad del tinglado metropolitano. El frente interno empieza a gravitar fuertemente en la proyección del proyecto exterior del grupo dominante, y tiende a convertirse en el factor preponderante de la escena. La vieja grieta norteamericana, que fue cauterizada a sangre y fuego en la guerra civil, vuelve a rezumar pus. Factores que deberían estar sepultados en el olvido recobran fuerza y se manifiestan en el discurso supremacista blanco, en el paramilitarismo y en una inquietud que a veces se resuelve en actos como el ataque al Congreso o en esos accesos de locura protagonizados por desequilibrados que descargan sus armas contra una multitud indefensa o arrasan las aulas de una escuela secundaria.
Son prácticas de corte terrorista, pero que no brindan ninguna formulación ideológica que las explique o pretenda justificarlas. El presidente Trump ha tenido un discurso ambivalente a su respecto. Las condena, desde luego, pero al mismo tiempo exalta la segunda enmienda, que permite a los norteamericanos armarse en defensa propia y portar armas cuando lo entiendan conveniente. Asimismo reacciona contra el movimiento “Black lives matter”, pero no lo hace o lo hace en forma atemperada contra los supremacistas blancos que provocaron los desórdenes de Charlottesville, Virginia, y quiere condenar como terroristas a los componentes del grupo de extrema izquierda Antifá. El resentimiento contra la intelectualidad “masónica” o presunta tal de la costa Este o de la costa Oeste (en Hollywood en especial) que existe en los sectores conservadores y en buena parte del proletariado blanco o incluso no tanto, aflora con furor.
Parece que la presidencia de Joe Biden deberá enfrentarse, más que a los grandes desafíos de política exterior que el Pentágono y el Departamento de Estado manejan desde hace años, a una inquietud en el frente interno que va a superar los límites y el resultado del” impeachment” contra Trump, desbordándose hacia el futuro. Lo que era una sensación de desazón y descontento que tendía a manifestarse sobre todo en el “Sur profundo”, con la presidencia de Trump ha evolucionado a un militantismo a escala nacional, como lo demuestra el hecho de que una de las víctimas fatales del ataque al Capitolio haya sido una ex militar que se trasladó desde California hasta Washington para estar presente en las protestas contra el supuesto fraude electoral que birlaba el sillón presidencial al candidato republicano. Esa muchedumbre, masa, horda o “mob”, o como quiera llamársela, tiene capacidades paramilitares, acumula bronca y ha cobrado conciencia de sí misma durante la gestión de Trump, configurándose como un bloque capaz de complicar perdurablemente el escenario, además de fracturar –quizá definitivamente- al partido Republicano.
Como guinda que corona el postre, la actual crisis norteamericana puso de manifiesto, en su momento más álgido, el hecho inédito y ominoso de la irrupción de las grandes plataformas comunicacionales –las redes sociales Twitter, Facebook, Instagram, etc.- no como espacios de libre expresión sino como mallas donde, de pronto, por un ukase empresario, se puede ahogar la voz de uno de los principales protagonistas de lo que está ocurriendo. Por muy repelente que pueda resultar el discurso de Trump a gran parte del público, tiene derecho a decirlo y no es una empresa privada la que, por sí y ante sí, la que esté autorizada a taparle la boca. Porque si el presidente de Estados Unidos es silenciado por un particular como Marc Zuckerberg, ¿qué nos queda al común de los mortales?
Joe Biden parece estar muy consciente de lo crítico de la hora y de lo vasto de su repercusión. De ahí que, incluso antes de asumir el poder, haya lanzado el anuncio de un paquete multimillonario de ayuda para combatir la pandemia, inicialmente descuidada por Trump con resultados calamitosos. Pero esto es solo una parte de su problema: la retirada gradual de tropas de los escenarios más conflictivos del medio oriente y el Asia menor iniciada por su predecesor –parcial y no bien definida del todo- y el probable replanteo de la estrategia global del Pentágono, que tendería no ya a controlar directamente las áreas que pretende dominar, pues ello significa un desgaste inútil, sino a reperfilar las fuerzas armadas con vistas a medirse con las potencias “revisionistas” del orden global, van a suponer una prueba que pondrá en tensión a todas las articulaciones de la administración norteamericana. ¿De qué modo se arreglarán las relaciones con la Europa del Brexit? ¿Qué pasará con el acuerdo con Irán que Trump tiró a la basura? ¿Qué puede significar medirse con las potencias “revisionistas” a cara de perro?
La gran estrategia del Pentágono y del complejo militar-industrial parece estar más allá de las determinaciones de cualquier administración, sea republicana o demócrata. Este es un hecho que conviene tomar en cuenta en un momento en que las instituciones crujen. No es que estemos en camino a un golpe militar en Estados Unidos, pero de pronto la presencia de los soldados acampados en los corredores del Capitolio y el pronunciamiento de los siete generales y el almirante que integran el Estado Mayor Conjunto en el sentido de que las fuerzas armadas apoyan al orden constitucional y respetan a su comandante en jefe electo, Joe Biden, suenan, aunque no quieran serlo, como una advertencia: “Aquí estamos nosotros”.
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[i] Como ejemplo se puede poner el caso de la política exterior de Franklin Delano Roosevelt para llevar a su país, renuente a participar en la segunda guerra mundial, a ingresar con decisión en ella, trámite la puesta en práctica de una larga y deliberada provocación hacia Japón que acabó en Pearl Harbor. Ese ejercicio de alta política y fría determinación conspirativa será, si es posible, motivo de un próximo artículo en esta página.