25 años de democracia. ¿Qué quiere decir esto? ¿Cómo cabe evaluarlos? Durante estos días se ha estado batiendo el parche para evocar la fecha en la que Raúl Ricardo Alfonsín obtuvo la victoria en unos comicios que clausuraron la época más nefasta de la reciente historia argentina. Evidentemente, por lo tanto, es un aniversario para celebrar. Pero... no sin tomar en cuenta, sin embargo, los matices de una evolución histórica que es muchísimo más ambigua que lo que se solió admitir a lo largo de su decurso.
En primer lugar porque, aunque por supuesto hubo un alejamiento de las prácticas bárbaras de la dictadura militar de 1976 a 1982, pronto se hizo evidente que el retorno a la democracia tenía mucho de formal y poco de efectivo respecto de los problemas nacionales y que, de hecho, hasta cierto punto venía a refrendar y a imprimir un sello constitucional a lo actuado por la dictadura en materia económica.
En segundo término porque esa victoria fue concedida por los vectores reales del proceso militar más que conquistada por las estructuras partidarias. La derrota nacional en la guerra de Malvinas fue la gota que derramó el vaso, cosa que no favoreció la superación del trauma infligido por la dictadura. Esta caía en efecto no tanto por sus muchos horrores sino por el único error generoso en que había incurrido, a manos de del enemigo externo que hasta ahí lo había patrocinado, y no como consecuencia de una sublevación popular; por mucho que esta se intuyese para una fecha próxima y por más que el deseo de eludirla fuera uno de los motivos que indujeron al gobierno militar a huir a hacia delante, hacia el conflicto austral.
En tercer lugar, porque el precio que hubo de pagarse en sordina por ese retorno a la libertad o al menos a una situación en la cual se pudiera circular por la calle sin miedo a los Ford Falcon o a los grupos de tareas, fue la rendición a las prácticas del mercado financiero y a las presiones del imperialismo, que vinieron a terminar de romper las resistencias, fragilizadas por el vendaval del terrorismo de Estado, respecto de todo lo que tuviese que ver con la justicia social, la autarquía económica y la soberanía nacional.
En la época de Alfonsín hubo una condena explícita a la violación de los derechos humanos de parte de los conductores del proceso, lo que llevó a la consumación de juicios ejemplares a las Juntas, pero no hubo una revisión en profundidad del pasado ni una evaluación de los factores psicológicos, sociológicos e ideológicos que desembocaron en el desastre del ’76; y, lo que es aun más grave, se procedió a un proceso de “desmalvinización” de la cultura que, si no tuvo éxito pleno, contribuyó mucho a sembrar el escepticismo y a desviar cualquier reflexión en torno de un tema que concitaba el interés popular en alto grado y que resultaba expresivo de una aspiración nacional que excedía el fetichismo de manual escolar para expresar, confusamente, una aspiración de grandeza que se daba de patadas con el destino resignado, abúlico y mediocre con el que se conformaba la partidocracia.
En el marco de la expansión mundial del neocapitalismo, esto dio lugar a presiones y golpes de mercado que demolieron primero a las tibias propuestas de revisión de la deuda externa de parte del alfonsinismo. Me acuerdo todavía de la sensación de traición que sentí cuando el primer mandatario recientemente designado se deshizo de su ministro Grinspun y del propósito de revocar la deuda externa, y convocó a la gente a la plaza de Mayo para formular una declaración de guerra económica que se dirigía, con toda evidencia, contra su propio pueblo.
Luego vino el Apocalipsis personificado por Carlos Saúl Menem, maestro de hipócritas, que con su arrastrada bonhomía provinciana infirió al país un genocidio social que nada tuvo que envidiar al consumado por sus predecesores militares. No fusiló, no hizo desaparecer a los detenidos, pero traicionó desde dentro al único movimiento nacional que, en medio de todas sus contradicciones, había expresado una capacidad de resistencia al imperialismo y a sus aliados locales, consiguiendo mantener un grado apreciable de resistencia popular desde el golpe contrarrevolucionario de 1955 hasta la instauración de la dictadura en 1976 . En una orgía de corrupción nunca vista Menem liquidó a su propio movimiento, desguazó al Estado, regaló sus bienes y arrojó a la marginalia social a millones de personas al revertir el perfil industrial de la Argentina para devolver esta a las manos del entramado conformado por la patria financiera, los dueños de la tierra y una burguesía empresarial poseída de terror pánico ante cualquier posibilidad de proyecto nacional que la obligase a enfrentar a la oligarquía y a la fuerza cuyos intereses esta representa, el imperialismo. Una burguesía que siempre prefirió ligarse a este por vía del negocio agroexportador y entrelazada con capitales foráneos; despreocupada del mercado interno, repelida por la posibilidad de una redistribución más equitativa de la renta y ausente de cualquier expectativa de desarrollo endógeno.
Esto fue posible porque el brutal golpe de la dictadura había quebrado el espinazo de la resistencia popular. Y también porque los partidos políticos abandonaron cualquier veleidad de discusión seria para encerrarse en un juego de masacre que tenía por único objeto disputarse las prebendas que puede dar el ejercicio del poder político. La suerte parecía echada: había caído el Muro de Berlín, el comunismo había desaparecido y el fin de la historia nos prometía a un futuro aburrido, miserable y dependiente. La democracia formal en apariencia sólo era capaz de brindarnos muchas variantes de lo mismo. Muchas variaciones sobre un mismo tema.
Pero el círculo vicioso se rompió por el agotamiento de la receta neoliberal: si bien esta consiguió todos sus objetivos, fracasó en someter en forma definitiva a las masas latinoamericanas. Estas se encontraban desarticuladas, con una conciencia semilúcida de los factores que las habían puesto allí, pero propensas a rebelarse contra gobiernos como el de Fernando de la Rúa, que agravaba el modelo al aferrarse desesperadamente a él cuando ya era evidente que sólo podía ser mantenido con un retorno a la fuerza bruta con la que se había estrenado en 1976.
Las jornadas de diciembre de 2001 abrieron el camino hacia el cambio. Un cambio que todavía no ha tenido lugar, o mejor dicho que no lo ha tenido plenamente, pero que se impone como inevitable si no queremos suicidarnos retornando a un pasado que se ha tornado inviable. De manera vacilante, condicionados por sus propios antecedentes y por cierto exitismo que no les consiente todavía hacerse cargo de forma imperativa de los problemas tajantes de la hora, el gobierno de los Kirchner ha empezado a moverse contra los bastiones del privilegio. Con resultados dispares, de momento, pues el rechazo a las retenciones agrarias dice mucho de la inmadurez y falta de conciencia de amplios sectores de la clase media, de buena parte de la burguesía rural menos privilegiada y del escandaloso oportunismo de figuras políticas como el vicepresidente Cobos. Pero los primeros pasos están dados, el alboroto levantado ante la nacionalización del sistema jubilatorio es expresivo de la inquietud del sistema y la ola del tsunami financiero que amenaza a la economía real en todas las partes del mundo no deja más camino que la búsqueda de una autarquía fundada en la cooperación regional con los otros países de América latina para resistir el maremoto.
Decía Rodolfo Walsh, poco antes de ser muerto por la represión, que habían de pasar por lo menos dos generaciones antes de que la lápida del terror impuesta por la dictadura sobre la espontaneidad del pueblo argentino se quebrase. Y bien, esto está sucediendo, y no sólo aquí sino en el resto del continente. La democracia formal que nos encuadró desde 1983 hasta aquí está empezando a ceder el lugar a una democracia efectiva, a la que le falta bastante aun para articularse en una fuerza activa, pero cuya presencia se adivina ya en el corazón de los tiempos revueltos que se vienen.