Se cierra un año horrible, que agrava este carácter por el hecho de que las proyecciones que pueden hacerse a partir de él y de los elementos que en él se recaban no pueden ser, asimismo, otra cosa que sombrías. La pandemia que azota al mundo, sea cual fuere su origen, ha instalado con todo su vigor la premisa de la “doctrina de shock” teorizada por Naomi Klein; esto es, la explotación, por el neoliberalismo, del desastre como expediente para suprimir las resistencias, reorganizar la producción e imponer una regimentación de la vida que atienda primordialmente a los intereses de la elite. No nos animamos a considerar a la pandemia como determinada por un acto deliberado dirigido a realizar el sueño maltusiano de la reducción de la población mundial a través de políticas de intervención activa, sobre todo porque estas estaban centradas en el control de la natalidad y no –o no tanto- en la supresión de la población considerada excedente, como los ancianos, los “indeseables” o los nativos de un mundo colonial cuando resultaban incómodos, díscolos o simplemente superfluos. Sin embargo, desde fines del siglo XIX a esta parte muchos de esos procedimientos tuvieron lugar, de manera deliberada y consciente. Desde la explotación inhumana de los negros del Congo belga por el rey Leopoldo II o la masacre de los hereros en Namibia, consumada por la Alemania guillermina, seguidos por la hecatombe del pueblo judío, de los armenios antes, de los fríos procedimientos con los que se consintió la muerte por hambre de millones de hindúes durante la segunda guerra mundial y de las incontables masacres producidas por las guerras coloniales o por las guerras “civilizadoras” propulsadas por una variedad de actores históricos y que culminan en la doctrina norteamericana de la “guerra humanitaria” para salvar a los pueblos de sus propios dirigentes, los procedimientos de ingeniería social han cobrado una dimensión cada vez más activa.
La planificación es un dato inexorable de la realidad, tenga dicha planificación el signo ideológico que sea. Ese signo, sin embargo, puede hacer la diferencia entre el rescate de la humanidad o su “retorno a las edades oscuras, sólo aclaradas por los relámpagos de una ciencia enferma”, para citar a Winston Churchill. Con la pandemia el sistema ha descubierto un expediente menos ruidoso que las guerras y enormemente persuasivo para resetear al mundo. Aunque no la haya inventado, está preparado para explotarla de acuerdo a sus intereses. El trabajo a distancia, la fragmentación y pulverización de los grandes conglomerados productivos, el alejamiento entre los individuos y el eclipse de la voluntad colectiva por obra de un disciplinamiento externo que para colmo proviene de fuerzas impersonales y se justifica por una necesidad perentoria, constituyen los rasgos del “brave new world” que encaran las generaciones jóvenes. Es difícil encontrar fuerzas para oponérsele, máxime cuando una parte importante de esas generaciones disfrutan del torbellino cibernético y que este, manipulado por las grandes firmas de la comunicación, hace del lavado de cerebro y de la adicción al juego el mecanismo ideal para condicionarlas. Poco espacio queda para la reflexión crítica si uno debe proceder por reflejos instantáneos o abocarse al aprendizaje siempre renovado de variantes –códigos, fuentes, claves, software en continua evolución- que lo atan a una variabilidad permanente. Distinta sería la situación si este movimiento estuviera sostenido por una concepción que evaluara sus inmensas potencialidades con un sentido positivo y las dirigiera racionalmente; por desgracia, no es este el rasgo que preside la dinámica capitalista neoliberal, que prefiere aumentar la confusión para desarmar a quienes se propone controlar.
En este escenario, suponer que una conversión drástica del estado de cosas sea posible es hacerse ilusiones, a menos que la misma dinámica del proceso de conversión brutal de las condiciones de vida no provoque una reacción que haga estallar el sistema y provoque explosiones en cadena contra este. Pero incluso esta reacción podría ser frenada por los reaseguros de control del sistema, en la forma operaciones de inteligencia, vigilancia electrónica y recurso a la represión pura y nuda. Sólo una colisión entre fuerzas globales que más o menos se equiparen podría desbalancear el tablero, abriendo la posibilidad de barajar y dar de nuevo. Pero ello supondría el riesgo de un cataclismo de características imposibles de anticipar.
¿Significa esto que todo está perdido? De ninguna manera. Las tensiones que el actual proceso comporta se están apenas anunciando. Pero el curso de las cosas tal como se viene definiendo no es alentador para los próximos años. De una forma hasta cierto punto inadvertida, y confirmando lo que decimos acerca del incremento de las probabilidades de un choque global, lo actuado por la gestión Trump en materia militar durante los últimos años viene a reforzar la hipótesis de un retorno al choque en gran escala entre las potencias establecidas (el sistema-mundo liderado por Estados Unidos, la Unión Europea, el Japón) y las “potencias revisionistas” (China y Rusia). Pese a que el mandatario saliente no fomentó las guerras locales en la periferia y en general se abstuvo de las iniciativas militares como las puestas en práctica por Clinton, los Bush y Obama, sí realizó cumplidamente su promesa de potenciar el aparato bélico de Estados Unidos con el propósito explícito de convertirlo en el puño blindado de occidente. El presupuesto del Pentágono ha crecido: en la era Trump ha pasado de 580.000 millones anuales a 713.000 millones de dólares. Este cambio se centra en la construcción de más y más sistemas de armas, y en el refinamiento tecnológico del software, la inteligencia artificial, la robótica, las armas hipersónicas y la guerra cibernética. Es definido por los documentos del Pentágono como “estrategia del gran poder” y no significa otra cosa que el abandono del espantajo terrorista como cobertura para intervenir en áreas estratégicas, y la adopción de políticas de contención directa hacia las potencias que compiten con Estados Unidos en esas áreas y que se están revelando, como en el caso de China, capaces de contender económica, política y militarmente a nivel global hasta imponer un nuevo equilibrio de poderes. Lo cual supone la probabilidad de choques militares a gran escala y de impredecibles desarrollos.
Estamos volviendo a la puja por el “balance de poder” distintiva del período de las guerras mundiales entre las potencias “democráticas”: Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, y las naciones denominadas como “proletarias” por Benito Mussolini; esto es, Alemania, Italia y Japón, con Rusia-URSS como tercero en discordia, que combinaba sus propias aspiraciones nacional-imperialistas con el idealismo comunista. Este último pasó, de ser una forma sincera de representar la realidad en la primera década de la revolución bolchevique, a convertirse en el vector de una ideología instrumental que terminó hundiéndose sobre sí misma.
La Argentina oscilante
Argentina está también inmersa en el caos del sistema-mundo, aunque su condición de extrema periferia la proteja hasta cierto punto de sus peores consecuencias. Pero igualmente percibe y sufre las consecuencias de ser parte del mundo subdesarrollado y de no haber encontrado –por obra de factores externos e internos- el camino a su realización como una sociedad cumplida. Comparte este destino con sus hermanas de Latinoamérica, el auténtico encuadre al que deberíamos aspirar a integrarnos, como expediente para darnos un destino al cual podríamos llamar propio.
Al gobierno de Alberto Fernández que vino a reemplazar a la aciaga administración Macri le tocó gestionar la crisis que supuso la catastrófica herencia dejada por el gobierno anterior –una industria derruida, el desempleo consiguiente, el vaciamiento de las arcas nacionales en aras de la timba financiera y de la fuga de capitales al exterior, el estancamiento y una pobreza récord-, y enfrentar la pandemia del Covid 19 que apenas tres meses después de asumido el gobierno golpeó al país. Su impacto provocó el confinamiento, la parálisis comercial y productiva, y un necesario incremento del gasto público que el ejecutivo hubo de implementar para paliar la situación. Se impidió que se produjera un desempleo masivo y se permitió que el país se sostuviera en un precario equilibrio, pero al costo de demorar iniciativas que podrían haber empezado un relativo despegue. A esto se sumó la trabajosa negociación con los tenedores de los bonos de la deuda externa, y la inconcebible hostilidad de la oposición que busca pretextos donde no los hay para calificar al gobierno como una “dictadura” o “infectadura” y sabotear las medidas de prevención contra la pandemia, mientras monta ridículas campañas dando un tinte ideológico a aplicarse o no la vacuna rusa. De los partidos de esa cosa que no sabríamos si denominar el ”régimen” o el establishment, agrupados en Cambiemos, no hay nada que esperar de acuerdo a las experiencias vividas desde 75 años a esta parte. Pero, ¿y del conglomerado llamado el Frente de Todos?
Convengamos en que los conglomerados son difíciles de manejar. Y situaciones como la actual requieren de coherencia para enfrentarlas. El gobierno, nacido de una convergencia de voluntades que hubieron de esforzarse en coincidir para llegar a la Rosada, no termina de definir un perfil firme para encarar el desafío que le plantea una oposición carente de la más mínima justificación histórica, pero que emplea con tosca habilidad el predominio que ejerce en los medios masivos de comunicación para hostigar al ejecutivo. Junto a esta guerra de zapa mediática se define también un desafío que apunta a mantener los privilegios de la casta poseyente y que se articula a través del “lawfare”. Se encolumnan así los fallos que intentan devolver a la cárcel a los perseguidos políticos del gobierno Macri, liberados por sentencias previas en sentido contrario, y se mantienen tras las rejas a personas como Luis D’Elía o Milagro Sala, a quienes no se les puede imputar ningún cargo serio, mientras que la banda de ladrones de guante blanco, agentes de la banca internacional, que vaciaron las reservas con la práctica desenfadada del “capitalismo de amigos” siguen disfrutando de la fresca viruta y se permiten además enrostrarle al gobierno afanes de revancha que no existen, incapacidad en la gestión económica y torpeza en el manejo de la pandemia. Aduce, esta buena gente, que toda restricción a la libre circulación y el tránsito conspira contra la economía, lo cual es muy cierto; pero su argumento para sostener tal posición no es o no puede ser otro que hay que “dejar que se mueran a los que les toca” (esta fue la expresión, palabras más, palabras menos, del expresidente Macri en conversación con Alberto Fernández). La afirmación, si no fuera siniestra, sería grotesca: ¿acaso si se da libre paso al contagio, la plaga no mermaría al ejército del trabajo y la economía no sufriría igualmente? Sin hablar del trasfondo maltusiano que trasluce la fórmula y al que nos referíamos más arriba.
Ahora bien, más allá de la doblez y el cinismo de este juego, hay que preguntarse acerca de la eficacia con la que el gobierno mismo emplea sus cartas. No hay duda que en el tema de la pandemia, aunque actuó bien, erró a menudo en las instancias comunicacionales. Tras un buen arranque, se dejó llevar por cierta ligereza y, como en el reciente caso de la vacuna rusa, dio por cumplidas instancias que no estaban agotadas. De todos modos la culpa no es tanto suya como del sector duro de la oposición: convertir a un tema sanitario global que afecta a todos los sectores del pueblo por igual, en motivo de chicana política, es inmoral y también criminal, en la medida que genera dudas en una población ya bastante desconcertada e insegura, porque erosiona la disposición a autodisciplinarse, en general bastante escasa entre nosotros. Pero nada detiene a un sector que tiene el tupé de acusar al Presidente de impreparación en el manejo de la pandemia, cuando Cambiemos en el gobierno había degradado al ministerio de Salud al rango de Secretaría, había devastado la política sanitaria y había dejado perder millones de dosis de vacunas por desidia burocrática.
Pero el punto en que el actual poder ejecutivo ostenta su flanco más débil es la imposibilidad de establecer si existe o no una voluntad cierta para enfrentar al complejo de factores que eternamente frenan el desarrollo argentino y que se combinan en esa conexión entre la gran propiedad agraria, las finanzas y el poder judicial, con la apoyatura de una prensa oligopólica experta en difamar, instigar al odio o envenenar de manera más o menos sutil al público. Esa gigantesca máquina de impedir ha conseguido a lo largo de este año desarticular medidas de carácter altamente positivo como fue el intento del gobierno de expropiar Vicentin; ha logrado frenar hasta ahora una reforma judicial de carácter imperioso, y pudo generar un falso debate en torno a la cuestión de un impuesto extraordinario a los más ricos que permitió arrastrarlo durante meses antes de obtener su sanción parlamentaria. Cuando en realidad lo que debía y debe debatirse no es una contribución única sino la necesidad de una reforma fiscal progresiva que termine con el régimen de privilegio de que se benefician las grandes fortunas, los agroexportadores y los fugadores seriales de divisas, haciendo de la Argentina, de una buena vez, un país capitalista en serio, donde el capital contribuye responsablemente al desarrollo general de la nación. Gracias, por supuesto, a un control estatal digno de ese nombre.
No es esta, desde luego, la tesitura del neoliberalismo que hace estragos y que parece estar en disposición de tragarse al mundo al cobijo de la pandemia. Ni de la oposición sistémica encastillada en el PRO. Por esto mismo se hace doblemente necesario que el gobierno de Alberto Fernández defina de una vez una línea de acción. Tropieza con el problema –incitado, explotado y agigantado por los órganos de propaganda oligopólicos- de su propia vacilación. Está tironeado entre la actitud más claramente confrontativa con el estado de cosas que enarbola el kirchnerismo, y la actitud más moderada de los sectores que se reconocen más en Alberto que en Cristina. Conviene señalar sin embargo que en ninguno de los dos sectores sopla algo de esa ventolina levantisca y “revolucionaria” que les inventa la oposición, que finge creer en una voluntad socializante de un sector de un frente que, en la persona de la ex presidenta, cuando mucho se desea representante de un capitalismo responsable.
No sabemos si esta rara avis existe, pero es bueno sostener su posibilidad como mascarón de proa en el camino hacia la liberación. No por un cálculo oportunista, sino porque es en efecto la única vía para salir de la crisis de una manera no demasiado traumática. En el otro lado, sin embargo, y no nos estamos refiriendo tan sólo a los partidos de la oposición sino al imperialismo y la burguesía cipaya -es decir, al establishment- no se detectan ni rastros de esa disposición. El requerimiento de una nueva mega-devaluación, caballito de batalla de los gurúes de la city, redundaría en una carestía y en una inflación que probablemente terminaría en una catástrofe social en un país que, como el nuestro, roza el 50 % de pobreza. Me pregunto si quienes preconizan esta salida se dan cuenta de lo que un fenómeno así significaría. Pero es una pregunta retórica: sí saben muy bien cuáles serían las consecuencias y han probado esa fórmula una y otra vez en todo el mundo, confiados en que pueden controlar sus peores excesos con una buena combinación de represión e intoxicación mediática.
Alberto Fernández no acepta la mega-devaluación que le exigen los bancos, pero tampoco se resuelve a imponer disciplina cambiaria, a vaciar las “cuevas” de la city y a empujar las reformas fiscal y judicial. Trata de capear el temporal a la espera de que vengan tiempos mejores una vez que con las vacunas se frene la pandemia y se llegue al rebote económico que muchos prevén para el año próximo. Pero sin los cambios que se requieren en los dos campos que mencionamos –el judicial y el impositivo- no habrá reestructuración que dure ni programa que pueda afrontar los embates de la coyuntura.
Hay una frase de Oswald Spengler en el final de “La decadencia de Occidente” que condensa de forma magnífica, pero también ambigua, el dilema de una historia universal en la cual nuestro país y la región asimismo se encuentran incluidos, a su propia y todavía modesta escala: “No se es libre de querer esto o aquello, sino de hacer lo necesario o no hacer nada”. Es una estupenda síntesis de sabiduría de vida. Sin embargo, ¿qué es lo necesario? ¿Acaso someternos al dictado del poder establecido? ¿O rebelarnos contra él en la medida de nuestras posibilidades de éxito?
Yo tiendo a dar a la segunda acepción por la verdadera. Ojalá que quienes conducen los destinos de la Argentina compartan este criterio y que comiencen a arrancarla del marasmo de dudas, irresoluciones, divisiones, oscilaciones y vacilaciones que han solido distinguir a los momentos en los cuales las fuerzas populares han sido capaces de ocupar el gobierno.
Quizá entonces, por fin, amanezca.