Diego Maradona era ya en vida uno de los mitos indelebles de la Argentina. El Pelusa nos brindó alegrías inolvidables, como ese gol a los ingleses que le valió la victoria a la selección nacional en el Mundial del 86, cuando todavía estaban abiertas las heridas de la guerra de Malvinas. Esa “apilada” que sorteó a toda la defensa inglesa, arquero incluido, e incluso el gol pícaro de “la mano de Dios” unos minutos antes, fueron sentidos por todos como una venganza por la derrota bélica sufrida, revancha lograda sin armas y en combate igualado.
Antes y después de ese episodio nuestros ojos se llenaron con la magia de un sinfín de jugadas hilvanadas por un mago del fútbol. Pero también hubo que contemplar la decadencia del astro, extraviado por las adicciones, engordando y perdiendo la prestancia física. No fue un proceso que se cumpliera de un día para otro, pero tal vez el momento de inflexión fue el instante en que una asistente lo tomó de la mano para acompañarlo a un control antidoping en el mundial de Estados Unidos. La seguridad (¿falsa?) del jugador en marcha hacia el matadero velaba la realidad de las cosas: en un sistema regido por el interés y la maximización del beneficio no había lugar para los heterodoxos, para los que se atrevían a vocear su disentimiento y se proclamaban leales a sus orígenes humildes y, eventualmente, a las fuerzas políticas que mejor creían los expresaban. El pibe de Villa Fiorito se codeaba con los grandes y decía lo que le parecía. Era demasiado para el sistema, en particular para las autoridades de la FIFA, a las que Diego enrostró siempre su explotación del deporte como un mercado. Sus ofensas sociales iban acompañadas por fallas de carácter –las drogas, el alcohol, una vida desordenada- que ofrecían múltiples brechas para atacarlo. Y la fuerza sistémica aprovechó el momento más conspicuo para demolerlo: un Mundial de fútbol.
“Me cortaron las piernas” dijo Maradona después de su suspensión. Cuánta razón tenía. Volvió a brillar esporádicamente, pero el acoso de los medios, las tentaciones de la llamada “vida fácil” y la sombra de una conspiración que se cernía sobre su cabeza, hecha de envidias, de mala fe y de la decisión de vulnerar aún más los brotes de un orgullo nacional que en él buscaba expresarse, llevaron a tenderle una cama como la ignominiosa incursión que efectivos policiales, los medios y los servicios de inteligencia le hicieron y que llevó a su arresto –drogado, con el rostro despavorido y en paños menores- en el domicilio de un amigo.
Lo salvó la afección popular, que, al menos entre nosotros, no es amiga de la moralina y que sabe distinguir entre lo auténtico y lo falso. Me acuerdo de un viaje en bondi, de la Boca al centro, a la salida de un partido. En el ómnibus repleto la hinchada gritaba: “Maradoona, Maradoona: qué importa la droga, si Carlos Menem también la toma…”, mientras aporreaba el techo del colectivo con los puños. Los mitos populares argentinos siempre han tenido mucho de imperfecto. Como Gatica, a quien Leonardo Favio rindió un hermoso tributo fílmico en la película homónima.
Maradona era supremamente imperfecto, y su despedida también lo fue. La ceremonia del funeral fue caótica y podemos agradecer que la cosa no pasara a mayores. Las responsabilidades están muy distribuidas, pero quizá fue el gobierno nacional el mayor culpable, pues dejó en manos de los parientes inmediatos, o no supo imponerse a ellos, la duración de un homenaje que podía descontarse que implicaría al menos a un millón de personas y que por lo tanto debía extenderse al menos por dos jornadas. Los allegados al crack fueron los siguientes responsables: ¿a quién se le ocurre que un ídolo nacional es propiedad exclusiva de la familia?
Los vándalos de siempre, los barras bravas que treparon las verjas de la Rosada e irrumpieron en el patio de las palmeras en un remedo inconsciente del asalto a Versalles, fueron responsables en grado menor, pues se sabe que estos muchachos se caracterizan precisamente por carecer de esa virtud, la de ser responsables. Y a la policía metropolitana le cupo el dudoso honor de ocupar el último rango de la culpa. Ya que tampoco puede esperarse mucha prudencia de un cuerpo policial en cuyos genes se encuentra la vocación represiva que le fuera inyectada por el gobierno de Mauricio Macri.
De la parafernalia sensacionalista que se ha tejido en torno a la muerte del ídolo, mejor ni hablar. Son temas del “caranchismo” de la prensa amarilla. Televisiva o impresa; pero de la primera, sobre todo. Más significativo resulta el debate que se ha abierto en torno a la cuestión de Los Pumas y a la cuestión de clase que se ha agitado en torno a ella. Hay mucho de falso en esa discusión. Parece a una parte de la opinión progre el rugby le cae mal, o que le cae mal el hecho de que a ese deporte lo practiquen jóvenes provenientes del sector medio más acomodado de la sociedad. Es una aserción falsa, pues hay muchos chicos y muchachos que juegan sin pertenecer a los sectores de la gente pudiente. No es tan caro jugar al rugby como jugar al polo. De hecho, no es más caro que jugar al fútbol. La cuestión, claro, es la pertenencia. Pero los objetores progresistas de ese deporte no suelen ser proletarios, tampoco. Y en países como Sudáfrica, Nueva Zelanda, Australia, Inglaterra, Escocia, Gales, Irlanda y Francia el rugby es un deporte tanto o más popular que el fútbol, jugado por todas las clases sociales y usado como elemento formador del carácter en lo referido a la pertenencia solidaria a un equipo y al sacrificio como medida de la fuerza del espíritu.
El problema pasa, a nuestro entender, por el desmanejo que parecería existir en muchos instructores y en su incapacidad para inyectar, a los jóvenes que dirigen, la aversión por el patoterismo, la violencia gratuita y el “bullyng”. Y por el exclusivismo social que, según los entendidos, se suele poner de manifiesto en los dirigentes de la UAR. Esto se conecta a su vez con la naturaleza de gran parte de nuestra clase alta y media alta, que ha introyectado el patrón histórico de “la civilización y la barbarie”, desempeñando el papel del bárbaros con sus actos, mientras reivindican de labios para afuera su calidad de civilizados. Pero no vamos a combatir esta propensión ventilando tuits de jugadores de los Pumas escritos hace diez años, por adolescentes que estaban en la edad del pavo. Revisten esos “textos”, sin duda, un carácter misógino y racista imperdonable. Pero no pueden ser trasladados, mecánicamente, a adultos que pueden haberse modificado, conformado de otra manera con el correr de los años. Suena a un desquite, a una forma oportunista y rastrera de aprovechar una oportunidad para desfogar rencores que parecerían fundarse en motivos psicológicos o psicopolíticos antes que sociales.
El Diego se ha ido. Imperfecto, desfachatado, genial, seguía habitándolo la chispa de inocencia del pibe de Villa Fiorito que quería vestir la camiseta de la selección argentina en un mundial de fútbol y llevar a su país al triunfo. Esa vocación irreverente por la plenitud de la victoria es la misma que habita a la inmensa mayoría del pueblo argentino, que sin embargo no encuentra el camino para formularla porque no tiene en quien encarnarla. Es una vocación estentórea, un poco ridícula porque suele darse de patadas con una realidad que no terminamos nunca de representarnos con un poco de objetividad, pero es lo suficientemente poderosa como para engendrar desconfianza en los poderes que rigen al sistema mundo. Dicen ellos: Hay un apéndice (un pedúnculo, vamos) en el extremo sur del mundo que suele tener ocurrencias desaforadas. Como desmarcarse del orden global en varias ocasiones en su historia. Afortunadamente su clase poseyente no tiene una vocación dirigente en el sentido pleno del término, y no se reconoce en el pueblo que podría encuadrar para dirigirlo en el sentido de las aspiraciones de este. Prefirió siempre sumergirlo en el complejo de inferioridad que resulta de medirlo con las sociedades idealizadas del primer mundo. De hecho, esa clase alta, habiente pero no dirigente, procuró siempre confundir las cosas y engañarse a sí misma revistiéndose con las galas de la cultura europea (que no posee) en contraposición al supuesto mal gusto del pueblo, para mejor disimularse el hecho de que en realidad viven de succionar la riqueza que extraen de este para emplazarla en refugios fiscales foráneos o invertirla en gastos suntuarios.
Y bien sí, hay mal gusto (en gran medida insuflado en estos momentos por la comunicación de masas que manejan los intereses corporativos de dentro y de afuera), hay un patetismo propenso a la lágrima fácil, hay falta de disciplina y hay amores desbocados que pueden disculpar demasiado, pero todo eso forma parte de un substrato psicológico que ha ido formándose con el correr de la historia. El tema para un núcleo dirigente reside en saber organizar ese flujo de sentimiento reconociendo la identidad del sujeto a hacer madurar. Y para ello hay que amarlo y sentirlo como propio. No es este el rasgo que ha distinguido a la oligarquía que tan pesadamente ha gravitado sobre nuestra evolución. No olvidemos la frase de Sarmiento en una carta a Mitre: "No ahorre sangre de gauchos. Es lo único que tienen de humanos".
Diego Maradona habló en nombre de los desposeídos. No abjuró de su pasado de chico pobre y se vinculó políticamente a quienes expresaban a los sumergidos. Se hizo rico sin darse cuenta, y murió casi abandonado. Las sombras de su historia personal no anulan lo consecuente de su trayectoria de fondo, ni el brillo imperecedero de sus genialidades en la cancha. Ni las alegrías que nos brindó al desplegar su magia de “barrilete cósmico” en partidos donde se ponía en juego algo más que un resultado.
Por todo esto, gracias, Diego.