El conteo de las elecciones en Estados Unidos se arrastra todavía al abordar esta nota. El resultado final de las mismas puede demorar unas horas o tal vez unos días, a lo que habría que sumar, posiblemente, un período de indefinición aún más largo si al presidente Donald Trump se le ocurre efectivizar su amenaza de concurrir a la Justicia para objetar el resultado si este le resulta adverso. Sea como fuere, algunas cosas emergen a la vista tras el acto electoral. La primera es la obsolescencia del sistema electoral, concebido para complicar la expresión de la voluntad popular más que para verterla: no gana necesariamente el candidato que recoge la mayoría en los votos, sino el que recolecta la mayor parte de los votos electorales. Por otra parte, el partido que vence en un estado arrambla con la totalidad de los votos electorales de ese estado, lo que distorsiona aún más la relación entre el voto popular y el electoral a la hora de designar mandatario.
Otro elemento que se hace palpablemente evidente en estos comicios es el hecho de que la aparición de Donald Trump en la arena política ha sacudido la mecánica bien aceitada de la oligarquía gobernante a través de sus alas demócrata y republicana. Gane o pierda, ha provocado un remolino que vino para quedarse y que supone una incógnita para el futuro. Aunque es hombre del sistema, experto en las triquiñuelas mediáticas, empresario multimillonario e imperialista confeso, su apelación a la repatriación de capitales, al aumento del empleo y su utilización de un lenguaje directo, que se salta la intermediación de los órganos de prensa para comunicarse directamente con su público a través de la utilización de Twitter y las redes sociales, en ocasiones apelando a descalificaciones de lo más vulgares, le ha valido un éxito de proporciones en el seno de una población harta del discurso “políticamente correcto”, insegura y henchida de prejuicios expresa o subliminalmente racistas. Este último matiz no le ha impedido a Trump crecer en el llamado voto latino, que si bien en términos generales ha seguido favoreciendo a los demócratas, ha ostentado un ascenso en la votación pro-Trump en relación a la que se produjo en la elección de 2016, cuando se volcó masivamente hacia Hillary Clinton.
¿Qué explicación tiene esto? En lo referido a los “latinos”, hay que advertir que se trata de un mosaico complejo, formado por ciudadanos norteamericanos descendientes en su mayoría de mexicanos, portorriqueños o cubanos, que se sienten integrados a su nacionalidad estadounidense pero también desfavorecidos por las políticas neoliberales aplicadas durante varias décadas. Es de observar que los rangos de las fuerzas armadas, entre ellos el cuerpo de infantería de Marina, fuerza de choque en todas las guerras sostenidas por el Imperio, cuentan con una elevada proporción de voluntarios proporcionada por ese estrato social, lo que habla de una identificación básica con los símbolos patrios, más allá de los datos que atañen al enrolamiento como expediente para acceder una educación básica, a la ciudadanía o a una carrera. Este fenómeno no se produce en el caso de los afroamericanos, que tienen ya el estatus de “americanos” y que conservan un mal recuerdo de su experiencia en Vietnam, cuando se los reclutaba a la fuerza para servir de carne de cañón en el sudeste asiático.
El caso es que Trump, al que se lo daba por perdidoso en todas las encuestas, termina arañando la victoria. Es evidente que su personalidad y su carisma ayudan, pero la cuestión es que un hábil demagogo se ha convertido en el primer desafío a los andares tan ordenados del establishment. Ronald Reagan tuvo algo de esto, pero a una escala mucho más reducida, sin el alcance y la resonancia que alcanza Trump. El modelo de capitalismo establecido por occidente tiende, por lo tanto y no solo en Estados Unidos, a romperse por la derecha en vez de hacerlo por la izquierda, lo que augura más de lo mismo, sólo que envuelto en términos más beligerantes y con la posibilidad de la emergencia de líder convocante que si no es Trump podrá ser otro, que sirva para distraer la rabia y el encono que una frustración no elaborada de manera consciente produce en el seno de una masa no preparada políticamente.
Ahora bien, no habrá ninguna razón para extasiarse si, como lo indican las cifras que se conocen en este momento, Joe Biden toca finalmente el mágico umbral de los 270 votos electorales y es proclamado el nuevo presidente de Estados Unidos. Los demócratas –o al menos el sector dominante de ese partido- son sostenedores del modelo especulativo y transnacional de la globalización asimétrica. Han encabezado todas las empresas bélicas en que se embarcó su nación desde la segunda guerra mundial en adelante. Son voceros de una retórica progresista y humanista que hace la guerra en nombre de la paz y que ya no engaña a nadie. Quizá en el plano interno se reanuden las políticas de salud de la administración Obama y se intente poner paños fríos en una cuestión racial que está que arde, pero no hay motivos para esperar mucho más. En el plano exterior se intentará recomponer las relaciones con la Unión Europea, que Trump desdeña; pero en el resto –la política respecto a China, a África, a Medio Oriente o a América latina- las cosas seguirán igual o peor, con el aditamento de que la hostilidad hacia Rusia se verá incrementada pues la presión sobre sus fronteras es parte del plan maestro concebido hace ya tres décadas por Zbygniew Brzezinski y los” think tank” que asesoran al Pentágono y al Departamento de Estado. En este plano Trump había remado contra la corriente: eso le valió ser objeto de una insidiosa campaña que lo presentaba poco menos que como un agente ruso…
Respecto a lo que más nos atañe, las relaciones con esta parte del mundo, habrá que ver. No es probable que la actitud hacia Venezuela se modifique; no olvidemos que Juan Guaidó, presidente trucho de ese país, fue recibido en el Congreso de Washington en una reunión conjunta de ambas cámaras que lo aclamaron como un adalid de la libertad.
Lo que queda como saldo más evidente de estas elecciones es la confirmación de que la sociedad norteamericana está trabajada por tensiones que tienden a incrementarse a medida que pasa el tiempo. No sólo por la profundidad de la brecha que se ha cavado entre la minoría muy rica y las empobrecidas clases medias y pobres, sino por la persistencia de una cuestión racial que supura constantemente y que día a día se hace más insoportable. A lo que hay que añadir la imposibilidad aparente de articular una alternativa de izquierda que sea capaz de captar el difundido inconformismo que late en la sociedad y de organizarlo con miras a conquistar el gobierno trámite una renovación del partido demócrata. Bernie Sanders fracasó en su última tentativa y ya es demasiado viejo para intentarlo de nuevo. La vejez también acecha a Joe Biden (77), a quien Trump, cuatro años menor, trató de senil. Lo que instala una pregunta para el caso de que muera o quede inhabilitado durante su mandato: ¿será Kamala Harris la primera presidenta afroamericana de Estados Unidos?