De manera casi increíble para quienes estamos acostumbrados a los usos y costumbres de la política imperial en Latinoamérica, el pueblo boliviano superó el golpe a la institucionalidad que la conjura imperialista le propinara en octubre del año pasado. En ese momento una conjunción de mentiras, dinero, intervención del Departamento de Estado e intrigas de la OEA fraguó un golpe de estado que desalojó al gobierno legítimo del poder y estuvo a punto de costarle la vida a Evo Morales, quien sólo fortuitamente consiguió abandonar el Palacio Quemado antes de que una banda de sus enfervorizados enemigos pudiera hacerle repetir la historia del coronel Gualberto Villarroel, asesinado en 1946 en una sede de gobierno a la que habían desamparado sus custodios militares.
La complicidad de las fuerzas armadas en el golpe, a la vez que el papel de la OEA (devenida otra vez en el Ministerio de Colonias de Estados Unidos para su patio trasero) y el papel rastrero desempeñado por su secretario general, el uruguayo Luis Almagro, hacían pensar en que la conjunción oligárquico-imperialista se aprestaba a reeditar una de esas dictaduras que ensangrentaron tantas veces al país del altiplano. Parece sin embargo que las experiencias vividas en el subcontinente, el crecimiento económico y los notables progresos producidos durante los gobiernos de Morales han creado una capa intermedia en esa sociedad que la inmuniza en cierta forma respecto a los extremos en que el racismo de la casta poseyente la hacía caer en circunstancias críticas. Y esto aún en el encuadre reaccionario y virado al conservatismo que se detecta, en este momento, en la mayoría de los países suramericanos.
El caso es que el pueblo boliviano ha rechazado a los candidatos representativos del gobierno de facto de Jeanine Áñez con una contundencia aplastante: Luis Arce y David Choquehuanca vencieron con el 52,4 por ciento de los votos al derechista Carlos Mesa Gisbert (31,2 %) y al ultra derechista Luis Fernando (Macho) Camacho (14,5 %). El sentido profundo de esta votación pone de relieve la falsedad del montaje mediático en que se encaramó el golpe del año pasado, que denunciaba un fraude en el escrutinio de las elecciones que volvían a consagrar como presidente a Evo Morales.
¿Se abre aquí un camino esplendente para la plena restauración de la voluntad popular? No conviene pecar de ingenuos. La masividad de la votación a favor del MAS ha reducido las opciones de la reacción para fabricar un enjuague llamado a oscurecer el triunfo y reeditar la trampa, pero el resentimiento de los sectores económicos que pueden sentirse afectados por las políticas de corte solidario y por las transformaciones llamadas a modernizar a la república, más el racismo de sectores de la sociedad blanca enquistados sobre todo en Santa Cruz de la Sierra, son obstáculos reales, que crecen en importancia en la medida en que tienen un respaldo exterior enconado contra cualquier gobierno que sea recalcitrante al dictado del Departamento de Estado. Desde varios años a esta parte dicho respaldo cobró vigor y en poco más de un quinquenio logró desarticular la ola progresiva que se había engranado a partir de Chávez. Argentina y Brasil fueron víctimas de esa oleada. En nuestro país el desastre causado por la gestión Macri ha sido paliado por la victoria del Frente de Todos, pero la dureza de las condiciones generadas por esa devastación y por la crisis planetaria motorizada por la pandemia siguen provocando una inestabilidad que los exponentes más brutales del neoliberalismo pretenden explotar en su provecho. Su desvergüenza es infinita, pero cuentan con las “fake news” y el monopolio mediático para movilizar a ciertos sectores de la “Argentina blanca” (como la denomina Jorge Asís) y fomentar con ellos el desequilibrio, en busca de una desestabilización con la que cuentan para volver a cosechar apoyos.
En este panorama el triunfo del MAS en Bolivia viene a aportar una ráfaga de aire fresco. De pronto el viento parece haber cambiado. ¿Será este el preanuncio de un viraje en el conjunto del subcontinente? No va a tener un curso fácil, de producirse. Por lo tanto hay que no sólo regocijarse con el triunfo de Luis Arce sino preparar una vigilia de armas que pula los defectos que en Bolivia por ejemplo hicieron posible la irrupción de la reacción el año pasado. Los movimientos populares en América latina siguen vivos, pero no se pueden quedar en las revanchas electorales que consiente a veces la democracia, sino que han de corregir sus defectos, entre los cuales la propensión a la arrogancia y a la despreocupación frente a la naturaleza del compromiso que deben asumir se cuenta entre los más graves.
Pero, mientras tanto, al pueblo boliviano, ¡Salud!