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12
SEP
2020
Presidente Fernández e intendente Rodríguez Larreta.
Presidente Fernández e intendente Rodríguez Larreta.
Los acontecimientos de estos días han removido viejas diferencias que arraigan en el pasado de la Argentina, y que siguen siendo muy importantes para su presente.

La historia argentina ha estado signada por la división; por eso que, desde hace un tiempo, se ha dado en llamar “la grieta”. Las raíces de esa separación fueron dilucidadas ya por el revisionismo histórico: se trató y se trata de la diferencia entre la Nación y el Puerto. Esta oposición, desde luego, no puede ser comprendida mecánicamente, como una cesura física que dividiera al país en dos y que se arrastrara desde nuestros orígenes independientes, siempre igual a sí misma. Desde entonces ha habido enormes cambios en la composición social y muchas vías divergentes o coincidentes se han abierto en la política. Pero el enfrentamiento original entre la burguesía comercial porteña y un interior siempre a la retranca se ha constituido en un rasgo permanente que ha contribuido a modelar una psicología nacional insegura de sí misma, propensa, en algunos sectores de la clase media más que en otros, a poner la culpa del subdesarrollo en una presunta incapacidad racial de los sectores bajos –por lo general adscriptos por este imaginario a la clientela del peronismo y antes al criollaje- para tener la responsabilidad, la iniciativa y el deseo de superación que imbuiría supuestamente a los sectores “calificados”.

La arrogancia de la burguesía comercial portuaria ocultaba su incapacidad para hacerse cargo del desarrollo integral del país y el deseo de atender sobre todo a sus propios intereses. La cesura original entre Buenos Aires y el interior fue corregida parcialmente a lo largo del desarrollo de la nación, en especial gracias a la nacionalización de la metrópoli por el ejército de línea a las órdenes de Roca en 1880, pero la herida nunca cicatrizó del todo, y hoy es el día en que todavía la gran ciudad farfulla su rencor ante “los trece ranchos” por el hecho de que el gobierno nacional ha decidido reducir en un punto la tajada de la CABA en la coparticipación federal. En realidad se trata de la pura y simple corrección del aporte que el gobierno de Mauricio Macri realizó a favor de la Capital en enero de 2016, cuando modificó el índice de coparticipación de la ciudad de Buenos Aires elevándolo del 1,4 por ciento, al 3,75 por ciento; es decir, en casi tres puntos. Esta transferencia de recursos al gobierno de la ciudad, realizada de motu proprio y sin urgencia alguna, iba teóricamente a solventar los gastos generados por el traslado de la Policía Federal a las cuentas de la Capital.

Esa protesta, que Horacio Rodríguez Larreta formuló en términos educados que contrastan con la agresividad estentórea de los sectores duros de la oposición, tiene la propiedad de investir al jefe de gobierno de Buenos Aires como el jefe visible de esta, aunque Macri haya vuelto de Suiza con el probable propósito de evitar que su socio le quite el suelo bajo los pies. Simultáneamente, una situación social enrarecida por el impacto de la pandemia y recorrida por la inseguridad y por el susto causado por la crisis de la policía de la provincia de Buenos Aires, alienta a esos sectores duros a acentuar el asedio al gobierno desde su baluarte en el oligopolio de prensa y su anclaje en el idiotismo de derechas, que protesta contra la “infectadura”, contra la portación de barbijos y contra cualquier cosa, pero esencialmente contra un gobierno que le irrita la piel y al que desearía ver depuesto tras apenas 10 meses de haber asumido, endosado por una amplia mayoría electoral. La “grieta” se ha convertido de tal manera en un rasgo de la psicología social argentina que lleva a mucha gente a entender la pandemia como una cuestión política: podemos estar seguros que si la situación fuera la inversa protestarían igual, pero por el motivo opuesto.

El caso es que desde hace unas semanas el asedio al gobierno es cada vez más marcado. Luchando en un contexto realmente crítico el presidente Alberto Fernández y su equipo han hecho en diez meses todo lo que han podido y con resultados notables. Han resuelto la parte gruesa del problema de la catastrófica deuda externa que la gestión Macri nos dejó, y han piloteado la doble encerrona que plantean la crisis económica derivada del gobierno anterior y la pandemia que azota al mundo, que por este mismo motivo enfrenta por su lado una recesión sin parangón desde la de 1929. Frente a estos datos que castigan a la sociedad toda, el PRO o al menos sus sectores duros, lejos de colaborar, cultivan el alarmismo, soplan sobre los focos de tensión para alimentar el fuego y se dedican a poner palos en las ruedas, en particular a través de la corporación judicial, que acaba de dar una prueba de su viciosa conexión con el sistema a través de la anulación de los procesamientos a altos funcionarios del macrismo por el escándalo de la renegociación de los peajes. Dos camaristas porteños, Martín Irurzun y Leopoldo Bruglia, invocaron un tecnicismo (que los acusados no habrían tenido pleno acceso a la prueba reunida en su contra) para inhabilitar un proceso que podría haber terminado afectando al propio Macri por su vinculación con la empresa familiar, SOCMA, involucrada en el negociado. Obsérvese que Bruglia fue designado a dedo en la Cámara Federal por el ex presidente y allí confirmó, “como un autómata”, todos los dictámenes contra Cristina Kirchner. En cuanto a Irurzun fue el inventor de la doctrina que lleva su nombre y que sirvió para justificar las prisiones preventivas dictadas a troche y moche y en ocasiones sin fundamentación válida contra ex funcionarios kirchneristas.

La partida está abierta y es de suponer que el bloque obstructor (no vale la pena llamarlo opositor) va a seguir hostigando al ejecutivo. Mucho dependerá de la capacidad negociadora y la aptitud comunicadora que demuestre el presidente, pero asimismo de la firmeza de Alberto Fernández, para que esta ofensiva se vea rechazada por una defensa que deberá ser flexible y eficaz.

El 55

En estas consideraciones sobre “la grieta” se debe recordar que el próximo miércoles 16 se cumple el 65 aniversario de la llamada “Revolución Libertadora”, rebautizada luego más propiamente como “Fusiladora”, que en setiembre de 1955 derrocó al general Perón y rompió con la etapa de relativa paz interna que el país tenía desde el final de la organización nacional. La rompió de manera cruenta, quiero decir; aunque en 1930 ya se había roto la trama institucional al ser derrocado Irigoyen, sólo en 1955 se volvió a apelar a los expedientes de la guerra civil para procurar el derrocamiento de un gobierno democrático. Y se lo hizo de la manera más perversa que fue posible: la contrarrevolución se inauguró con un acto terrorista cuya magnitud no ha sido igualada hasta ahora en el país. La abortada sublevación del 16 de junio de 1955 costó 400 muertos, la mayoría de los cuales fueron civiles abatidos por un bombardeo ejecutado sin previo aviso sobre la Plaza de Mayo, en horas del mediodía, cuando el flujo de tránsito está en su hora pico. Se buscaba el asesinato del Presidente, como punto de partida de la liquidación del experimento social elaborado por los primeros gobiernos del peronismo.

La forma cómo se enhebraron las cosas durante la última etapa del primer peronismo todavía requiere de un análisis en profundidad de parte de los sectores políticos que se le han identificado o se han sentido próximos a él y que nunca han terminado de hacerlo, posiblemente por temor a engrosar los argumentos del bando contrario. Junto a sus grandes méritos, las deficiencias de aquel gobierno eran muchas. Los desfases provocados por el personalismo del primer mandatario eran un factor que trababa la libertad intelectual y ayudaba a convertir al partido y al movimiento sindical en una pesada máquina burocrática propensa a la adulonería, que excitaba el rechazo de una clase media que de por sí ya no le estaba bien predispuesta. El conflicto con la Iglesia –que tenía sus razones, pero que se vio agudizado por los reflejos autoritarios de Perón- vino a proporcionar a la oposición una capacidad de movilización callejera de la que antes no disponía y a brindarle una fuerza de choque. Los nacionalistas católicos, que inicialmente habían apoyado al peronismo, se le pusieron en contra y se dispusieron a servir, una vez más (ya lo habían hecho en el 30 con Uriburu) de “idiotas útiles” a la reacción encarnada en la Sociedad Rural, la Bolsa y la embajada británica. Los partidos tradicionales, de derecha, centro o izquierda, que desesperaban de volver al gobierno por la vía de las elecciones, se traicionaron a sí mismos y pusieron su esperanza en unas fuerzas armadas que a su vez, en ese momento, no eran homogéneas: si la armada y la aviación pendulaban hacia el golpe, en el ejército, que era la fuerza determinante, había sectores que no comulgaban en absoluto con él o que estaban a la expectativa hasta saber de qué lado se inclinaría la balanza.

El 16 de junio sacó a Perón del sueño de autosuficiencia en que se había encerrado. Salió de la burbuja, sin embargo, corriendo el riesgo de un tropiezo mayúsculo. Lejos de castigar con todo el peso de la ley a los mandos de la Armada que habían perpetrado la salvajada del bombardeo a Plaza de Mayo y el intento de magnicidio, prefirió congelar ese capítulo y lanzar una apuesta de reconciliación nacional con la oposición, que esta rechazó sin medios términos. Ello lo devolvió a una actitud de desaforada violencia verbal, tal como la expresó en su discurso en el balcón de la Casa Rosada en el que prometió que “¡por cada uno de los nuestros que caiga, caerán cinco de ellos!”, afirmación que estaba muy lejos de sentir. Incurría así en uno de los peores defectos que Maquiavelo podía atribuir a un príncipe: alarmar a quienes debía combatir sin aplastarlos y sin prever su venganza.

 En setiembre lo que se había estado fraguando estalló y en cuatro días el andamiaje del gobierno se vino abajo, no tanto por la acción subversiva como por la decisión de no oponer una resistencia significativa de parte del poder ejecutivo. Se ahorró al país una dura represión, pero se consintió el acceso al poder de fuerzas que ya habían demostrado su ferocidad y su voluntad de hacer tabla rasa con todo lo construido hasta entonces.[i] Pues, como era de prever, los nacionalistas católicos estilo Lonardi, que podían haber tendido un puente con el bando vencido, fueron desplazados del gobierno en un santiamén, y su lugar fue ocupado por el gorilismo quintaesenciado, personificado por el general Aramburu y, sobre todo, el almirante Isaac Rojas. Los fusilamientos de junio de 1956 terminarían de sellar la derrota de la experiencia del levantamiento popular de octubre de 1945.

Lo que vino después fue una trayectoria nacional oscilante, que dura hasta nuestros días. Costosísima, hasta el punto de hacer pensar si la falta de decisión en reprimir ostentada por Perón en setiembre del 55 no ha costado mil veces más sangre y dinero al país que lo que hubiera costado sofocar el golpe en ese momento. Pues a pesar de las idas y venidas, de los repuntes y recuperaciones parciales que se han producido desde entonces en la gestión de la cosa pública, la realidad es que la continuidad del despegue que se había producido entre 1945 y 1955 se cortó y fue suplantado por una línea oscilante, en la cual han predominado los períodos de regresión y estancamiento, forzados por vía de golpes de estado o –como en el caso del gobierno Macri- por una decisión electoral cuyo exiguo margen de ventaja no impidió a ese gobierno entrar a saco en la economía y devastarla hasta extremos a los que ni siquiera los gobiernos de facto osaron llegar.

De momento nos encontramos viviendo una de las etapas de recuperación. La cuestión es que dure y sobre todo perdure. No se puede pretender que todo siga igual ni circulando por un mismo carril indefinidamente. De lo que se trata, en realidad, es llegar a un nivel de madurez política en el cual la necesaria alternancia en el poder no modifique las pautas básicas del desarrollo social y económico. Si damos por supuesto que siempre existirá la cicatriz o al menos la huella de una grieta en el país, la cuestión es conseguir que los inconciliables que se encuentran a uno u otro lado de la misma vayan esfumándose del mapa, por decantación natural o por erradicación, hasta poder llegar a una serie de coincidencias básicas entre seres que se reconozcan como formando parte de un conjunto social que posee, en un plano superior, intereses y aspiraciones comunes. ¿Es esta una pretensión utópica para los argentinos?

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[i] Por si no bastara con el bombardeo a Plaza de Mayo, el nihilismo, el reaccionarismo y la decisión de volver al pasado de los protagonistas del golpe fueron testimoniados por la destrucción consumada por la flota de mar, sin que existiese necesidad militar alguna, de los tanques de petróleo del puerto de Mar del Plata, y por la amenaza de volar la flamante refinería de La Plata.

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