Curioso tiempo el presente. Ocurren cosas enormes, monstruosas; pero, al menos a simple vista, es difícil precisar su origen. Un halo de sospecha se tiende sobre magnicidios, atentados e incluso acerca del origen de la pandemia que actualmente trastorna al planeta. Las incógnitas que rodean a los asesinatos de los Kennedy, de Yasser Arafat, al 9/11 son apenas algunos de los tantos hechos que deambulan por el subconsciente colectivo y dan lugar a teorías que son inmediatamente descalificadas como conspirativas; pero que siguen conservando un peso considerable porque, precisamente, las conspiraciones son una de las maneras con las que se construye la historia en una época en la cual la presencia popular tiende a evaporarse y la democracia se complica y se pierde en el laberinto mediático y en el tramado de los lobbies que dictan la economía e influyen en su aplicación política.
Por ejemplo, ¿quién puede decir a ciencia cierta si el Covid 19 es el resultado de un incidente biológico originado en un mercado o un acto generado por el hombre a causa de una fuga en un laboratorio o de un acto deliberado de guerra bacteriológica? Sea una cosa o la otra, el hecho es que la pandemia ha quebrado la frágil estructura del sistema económico y ha determinado la aceleración de unos procesos que estaban ya en marcha y cuya gravedad requiere de una nueva orientación, probablemente despótica. Hasta aquí lo que se percibe es una tendencia al reforzamiento de las grandes concentraciones de capital, listas para “flexibilizar” el trabajo a través de la desocupación masiva, el tele-empleo desregulado y la captación de las empresas quebradas. Pero subsiste también la hipótesis contraria: esto es que, a causa del caos que este desastre traerá se producirán sublevaciones masivas y que las próximas generaciones serán capaces de enfrentarse al poder de las corporaciones a una escala que las obligue a buscar una salida diferente. Tal vez el futuro –para quienes lleguen a verlo- reserve una nueva colisión entre el “Talón de Hierro”[i] y un nuevo movimiento contestatario organizado.
De todos modos, si nos ceñimos a la realidad concreta, hoy por hoy se ve poco de esto último. A lo que sí nos enfrentamos es a una sucesión de episodios desequilibrantes y a un recrudecimiento del antagonismo entre Estados Unidos y China. El crecimiento de la potencia asiática eriza desde hace tiempo los temores de Washington que ha desencadenado, en especial desde la asunción de Trump y a pesar de algunas morisquetas amistosas a principios de su gestión, una hostilidad manifiesta hacia Pekín. Más allá de las habituales alegaciones en torno a los derechos humanos (que Washington se cuida muy bien de hacer respecto a Arabia Saudita o Israel) lo que realmente preocupa a USA son el enorme crecimiento chino, el potencial a futuro de ese enorme país, sus iniciativas comerciales basadas en el entendimiento mutuo y la diplomacia “soft”; la Ruta de la Seda, la pretensión de ejercer la soberanía en el Mar de la China del Sur, la expansión sobre su hinterland en el continente asiático y sus indiscutibles avances tecnológicos, que están repotenciando las fuerzas armadas chinas hasta el extremo de hacer inconfortable y en última instancia, en algún momento, tornar insostenible la preponderancia y hasta la presencia militar norteamericana en el Asia meridional.
Este abanico de posibilidades no es cosa de poco y pone en juego el rol de potencia hegemónica que por tanto tiempo Estados Unidos ha pretendido para sí y que creyó haber logrado tras la caída de la URSS. Aunque China no represente una amenaza activa al estatus quo como pudo serlo la Alemania guillermina antes de 1914 o la Alemania hitleriana en 1939, la evolución ascendente de esa potencia le otorga la calidad de rival objetivo contra el cual es necesario –a criterio del establishment- adoptar políticas de antagonismo preventivo. La percepción de una declinación relativa del propio poder puede exacerbar las disposiciones reactivas de una potencia hegemónica. Eso se percibió muy bien en la Inglaterra posvictoriana cuando, ante el ascenso alemán, invirtió sus prioridades en política exterior y buscó la alianza con Francia, hasta ese momento su principal contendiente y su rival histórico. Es lógico que en Estados Unidos una lectura similar de la realidad tienda a hacerse respecto a China y Rusia. Un reacomodamiento de este tipo no debe ser leído como el indicio de un repliegue norteamericano sino más bien como una alerta de que está dispuesto a compensar su pérdida de peso relativo con un activismo geopolítico en todas direcciones. Una de ellas es Rusia, a la que en este momento se desearía alejar de la alianza con China. Cosa poco probable, de momento: Putin no es Gorbachov ni Yeltsin, y sabe, como han aprendido los rusos después de 1992, que “el amigo americano” no es confiable y que no hay nada que esperar de él. Como lo demuestran las presiones económicas y las maniobras que Washington y la CIA siguen practicando en Ucrania, Polonia y los países del Cáucaso.
Otras áreas sensibles que importan a la Casa Blanca y al Pentágono son el Mediterráneo y en especial el Medio Oriente, pues este, amén de su valor intrínseco como repositorio energético y enclave geopolítico, es el punto por donde la expansión china se proyecta hacia Europa y puede desarticular la red de conexiones regionales que Estados Unidos intenta mantener. Es en este plano de consideraciones que la terrible explosión acaecida días pasados en el puerto de Beirut se puede ser vista bajo una luz algo diferente de la que suministran los comunicados oficiales del gobierno libanés, muy trabajado por disensiones internas, reflejo a su vez del carácter multiconfesional de esa sociedad y del ajedrez en que se configura con musulmanes chiitas, musulmanes sunitas, cristianos maronitas, drusos y palestinos. Este maremágnum tiene una representación política asimismo caótica, observante de las prácticas de la bicicleta financiera y corrupta hasta el tuétano, que vive a la sombra de la amenaza israelí y de la presencia de Hezbolá, el movimiento pro-iraní mejor armado y más motivado de la región. La explicación oficial de la explosión que el pasado martes 4 de agosto devastó el puerto de Beirut es que 2.700 toneladas de nitrato de amonio almacenadas en el puerto, en deficientes condiciones de seguridad y abandonadas ahí durante siete años, estallaron en razón de un incendio producido en su vecindad, en un almacén de fuegos artificiales. La detonación provocó la muerte de más de 200 personas, un número indeterminado de desaparecidos y unos 5000 heridos. Además el puerto fue arrasado y grandes sectores de la ciudad fueron afectados.
Es posible que las cosas hayan ocurrido así, pero ocurre que poco tiempo atrás una bomba israelí detonó en un blanco en Siria provocando un efecto hongo similar al que se advirtió en la explosión en Beirut, y que dos años atrás Benjamín Netanyahu había denunciado la existencia de un depósito de explosivos de Hezbollah sito en el mismo lugar del puerto de Beirut donde se produjo la explosión. Pero lo más interesante es que, en el acuerdo estratégico entre Irán y China dado a publicidad el mes pasado, se impulsa una integración euroasiática que trastorna los planes norteamericanos. Según palabras de Ali Aqa Mohammadi, consejero del Guía Supremo Ali Khamenei, “la coordinación entre Irán y China puede sacar a la región fuera del alcance de Estados Unidos, rompiendo su tentacular red regional”. [ii] En esta proyección el Líbano y el puerto de Beirut juegan un papel muy importante: China ha elegido el Líbano “para construir un ferrocarril que conecte al puerto libanés con la ciudad siria de Homs, involucrando también a Beirut y a Aleppo, generando un corredor que consentiría reducir el tiempo de transporte de las mercancías y evitar el tránsito por el Canal de Suez, siempre sobrecargado”.[iii]
De todas estas consideraciones nada puede concluirse como prueba de que se trató de un atentado y no de un accidente, pero una vez más las sospechas quedan flotando y por cierto van a durar mucho más tiempo que el humo de la explosión. Y su onda expansiva probablemente termine de resquebrajar el frágil orden civil del Líbano, abriendo las puertas a nuevo período de caos en un país que todavía tiene muy frescas las heridas de su guerra civil.
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[i] En estos días de capitalismo recalentado, es imposible no volver una y otra vez a la mención de la profética novela de Jack London.
[ii] “Colpire il Libano per colpire l’Eurasia”, de Daniele Perra, en Eurasia, del 7 de agosto.
[iii] Ibid.