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05
AGO
2020
Presidente Alberto Fernández y ministro de Economía Martín Guzmán.
Presidente Alberto Fernández y ministro de Economía Martín Guzmán.
Argentina arregló el pago de parte de su deuda externa. Falta mucho para redondear el panorama, pero comienza a existir una plataforma desde donde será posible planear las acciones que eviten volver a encerrarnos en el círculo vicioso de la deuda sin fin.

El anuncio del acuerdo por el pago de la deuda a los bonistas privados ha venido a descomprimir en forma notable el panorama argentino. No vamos a exagerar y a suponer que a partir de aquí todo va a andar sobre ruedas ni que los obstáculos de que está sembrado el camino se vayan apartar por sí solos. Pero se ha encontrado una plataforma a partir de la cual se podrá trabajar y planificar el desarrollo. Se recortan sustantivamente los intereses de la deuda y por cinco años se despeja el plazo de vencimiento de los bonos. Falta desde luego arreglar la otra cuenta pendiente, la que corresponde al Fondo Monetario Internacional y que obliga a enjugar el pago del pavoroso e inútil empréstito contraído por el gobierno de Mauricio Macri. La dilapidación de esos u$s 44.000 millones en una fuga vertiginosa es una de las vergüenzas del pasado ejercicio ejecutivo, que no le sirvió al anterior gobierno ni siquiera para intentar sostener la ficción de una economía estable que le permitiera llegar a las elecciones con una mínima expectativa de éxito. Aunque hay que reconocer que consintió henchir el bolsillo de los pertenecientes al círculo íntimo del capitalismo de amigos.  

Si bien no hay que esperar demasiado del organismo de crédito, la buena disposición que ostentó durante la negociación con los privados aconsejando moderación a éstos, permite suponer que sus exigencias en esta fase de pre-acuerdo no serán demasiado leoninas. No hay prácticamente lugar para las políticas de ajuste monetario y fiscal, como las que tradicionalmente recomendaba el Fondo, en una situación de pauperización social y de economía en recesión como la actual. Alberto Fernández sabe que la adopción de ese camino implicaría suicidarse y la firme posición de sus negociadores, con el ministro Martín Guzmán a la cabeza, durante la discusión con los bonistas, así lo ha demostrado.        

Complica el panorama la presencia de Covid 19, que ha venido a rematar la destrucción económica perpetrada por el anterior gobierno. Aún si se logra la vacuna en un plazo relativamente breve, pasará más de un año antes de que se la implemente a escala global, con la posibilidad de que el virus evolucione y brinde nuevas sorpresas. Pero este es un problema mundial que debería servirnos al menos para apartarnos definitivamente de las políticas neoliberales de apertura indiscriminada y orientarnos de una vez por todas a robustecer el frente interno. Este desde luego requerirá del aporte de divisas provenientes de la exportación para volver a intentar una construcción autónoma que sitúe al país sobre sus pies y en condiciones de propiciar un reinicio de las políticas de integración regional que señalaron a la década “progresista” de los gobiernos Kirchner. Se hace por lo tanto indispensable acabar con las prácticas que periódicamente vacían al país de sus recursos por la vía de la fuga de capitales y de la evasión impositiva efectuada por los grupos concentrados. Promover una reforma fiscal progresiva y el control del comercio exterior para -como apunta Raúl Dellatorre en Página 12- acabar con el contrabando vía subfacturación de exportaciones y sobrefacturación de importaciones, es uno de los expedientes claves para comenzar a corregir el desgobierno integral al que se había sometido al país y que le vedaba la posibilidad de un desarrollo orgánico.

Una historia de traiciones

Argentina  ha vivido a lo largo de su historia atada a una dependencia de la deuda externa. El asunto tuvo comienzo con el empréstito Baring Brothers contraído por Bernardino Rivadavia en 1824, recién cancelado definitivamente en la segunda presidencia del general Roca, en 1903. Ese empréstito representó la alianza de la burguesía comercial porteña con la Corona británica y fue estipulado como requisito para que esta reconociera la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata. A partir de entonces, con mayores o menores altibajos, el destino del país quedó profundamente influido por los intereses foráneos, a los cuales la burguesía “compradora” se alió siempre para mantener su posición de privilegio como intermediaria entre el país profundo y el mercado mundial. Esta dependencia se tornó más marcada después de 1955, cuando la reacción consiguió suprimir a sangre y fuego el primer intento orgánico por diversificar la matriz de la economía argentina a partir de un esfuerzo industrializador y de una política de integración social que intentaban un desarrollo abarcador de la nación en su totalidad. Esta tendencia se tornó arrolladora a partir de la irrupción del neoliberalismo en el mundo. En ese momento los rasgos envilecedores del sistema se pusieron claramente de manifiesto. El golpe militar de 1976 y los golpes de mercado de fines de los 80 redujeron a la obediencia o indujeron a la traición a parte de los dirigentes de los dos partidos que, a distinta escala, habían representado la tradición popular y nacional en la política argentina. El radicalismo ya venía de renuncio en renuncio incluso antes de la caída de Irigoyen, pero el peronismo conservaba hasta ese momento cierta visceralidad plebeya que lo había preservado de lo peor. Fue sin embargo el que aparentaba ser el más folklórico y pintoresco exponente de esa tradición, Carlos Menem, quien se encargó de torpedear al movimiento desde dentro y conseguir de esa manera que el justicialismo actuara como caballo de Troya, destruyendo las columnas de un estado que todavía, con todas sus fallas, estaba en condiciones de ejercitar ciertos recaudos y de mantener el control de recursos y estructuras que son indispensables para una gestión soberana. “Nada de lo que debe pertenecer al Estado permanecerá en el Estado”, dijo el ministro Dromi, no se sabe si en un lapsus freudiano o con plena conciencia del crimen que estaba cometiendo. El descalabro a que dio lugar esa gestión epilogó en la desastrosa presidencia de Fernando de la Rúa y en la náusea nacional de diciembre de 2001 que vomitó –provisoriamente- a la vieja manera de hacer política. Lo que vino después fueron 12 años de desendeudamiento, reconstrucción económica y perfilamiento de una diplomacia dotada  de proyección geopolítica, como no la había habido desde las presidencias de Perón, aunque lastrada por la falta de decisión de emprender las reformas de fondo que requiere el país y, por cierto, afectada por el curso de una crisis mundial que no da tregua.

Esta interesante experiencia se cortó abruptamente a fines de 2015, en gran medida por errores no forzados cometidos por el kirchnerismo, dando lugar a la catastrófica gestión Macri que, como no podía ser de otra manera, se reconectó de la peor manera posible a la tradición neoliberal y cipaya que ha predominado a lo largo de nuestra historia y cuyo rasgo más visible es su obsesión por usar el país profundo para hacer negocios privados con la cobertura del estado.

Uno quisiera pensar que ese segmento poseyente y egoísta que concentra el grueso de la riqueza nacional, no puede volver a ejercer funciones de gobierno. De lo contrario la historia volverá repetirse y la Argentina se ofrecerá nuevamente como un modelo para el mito de Sísifo. No podemos estar seguros de nada, pero nos resistimos a creer que ello sea posible. La mejor manera de tener un reaseguro de que ello no vaya a ocurrir es el ejercicio de la memoria, que va asociado al aprendizaje de la historia, pero también a la capacidad para desentrañar la propia experiencia y actuar en consecuencia.

 

 

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