Tras la cortina del corona virus, un proceso drástico de cambio se está produciendo en la sociedad global. A poco que se reflexione es evidente que nada volverá a ser como era, aunque la conciencia de esto no se haya hecho carne todavía entre la generalidad del público y ni siquiera en los gobiernos que tienen entre sus manos controlar la crisis. La economía ha sufrido golpes de los que se recuperará, pero difícilmente lo haga en las condiciones en que se encontraba antes de la pandemia. Muchas industrias –como la aeronáutica, por ejemplo, el turismo, la automotriz, la energía- perderán peso y se encontrarán a merced de los grandes oligopolios de servicios, de los fondos de inversión y de los lugares donde se refugie el capital concentrado; las pequeñas y medianas empresas sobrenadarán apenas o naufragarán en el turbión, los gobiernos habrán de potenciar el rol del Estado para introducir un cierto grado de equilibrio en el caos que producirá esa situación; proliferará el teletrabajo, facilitando la flexibilización laboral tan temida; cundirá el desempleo y en consecuencia la inseguridad, la angustia y la plaga del narcotráfico y de la criminalización a él asociada crecerán exponencialmente.
Esto no se producirá de un día para otro: la crisis tendrá altibajos, se amesetará y subirá o bajará según las circunstancias, pero la tendencia general será esa, a menos que algo grande suceda en el camino: que las élites recuperen cierto sentido de autopreservación o que las masas se reconecten, a través de nuevas formas, con el rechazo a la decadencia y con la afirmación de la utopía revolucionaria que sobrevoló el mundo desde fines del siglo XVIII hasta casi terminar el XX. El control mediático que ejercen los poderes fácticos que hoy controlan el mundo hace en este momento difícil creer que esta última eventualidad sea posible, pero hay una brecha abierta en el sistema gracias a la misma naturaleza de la revolución digital que atraviesa al planeta, generando la posibilidad de una guerrilla comunicacional capaz de disputar el patrimonio de la verdad a las grandes potencias del sistema. De cualquier modo, las incógnitas son muchas más que las certezas.
Mientras tanto las tendencias de la geopolítica que marcan las coordenadas por las que discurre la actualidad van a seguir activas. No hay porqué suponer otra cosa. Representan un factor constante, que puede variar en la superficie de acuerdo a la evolución social, pero que en el fondo mantienen una direccionalidad casi inmutable. No es casual que el escenario de una de las grandes disputas por el poder que se plantean hoy en día sea el mismo en el cual se dirimieron choques de cultura y de armas a partir de la Edad Media: la Ruta de la Seda y su largo recorrido a través del Asia Central y el Medio Oriente. Tampoco que sean Ucrania y el Cáucaso -los lugares donde se dirimieron algunas de las más grandes batallas de la segunda guerra mundial- los escenarios que hoy se perfilan como potencialmente más peligrosos.
En un plano más inmediato, parece evidente que tras una época en la cual predominó la ilusión de que se podría vivir en estabilidad gracias al sufragio democrático, hemos vuelto al gobierno de las minorías irresponsables, cuya desorientación prepara la catástrofe. La política tiende a vaciarse: las empresas transnacionalizadas y la gran finanza anónima tiran de los hilos que mueven al corpus político que conforma los gobiernos; el capital pierde todo arraigo geográfico y deriva, fantasmal, por un cielo cibernético; el narcotráfico se convierte en el elemento dinamizador de la economía por los grandes flujos de dinero que mueve; las mafias a él vinculadas campan por sus fueros y una violencia asesina inspirada en pulsiones pánicas o en una crueldad en cuyo núcleo se detecta la voluntad de imponerse por el terror, ocupan el panorama.
El terrorismo se ha convertido en el arma principal de todos los conflictos que se están dirimiendo. El terrorismo brutal que se percibe en los fundamentalistas religiosos más extremos o en el salvajismo de los sicarios del narco, se corresponde con el terrorismo anónimo y a distancia que practican los operadores de los drones: un oficinista uniformado puede volar en pedazos a quienquiera que sea en cualquier lugar del mundo desde su sede en Nevada (o donde fuere) y volver tranquilamente en auto a casa a cenar con su mujer y los niños.
Fatalismo
Frente a este panorama no se advierte una predisposición social para prepararse a afrontarlo. Al menos en nuestro país, pero no creo que en el resto del mundo las cosas sean muy distintas. Hay una preocupación difusa, incluso hay angustia, pero no se percibe una pulsión enérgica para poner las cosas en claro y para actuar en consecuencia. La crisis del capitalismo es evidente, pero se persiste en las mismas fórmulas y poco más que retoques cosméticos o recomendaciones abstractas se advierten para enfrentar al temporal. Es cierto, la Unión Europea ha aprobado un plan de rescate de 750.000 millones de euros para la recuperación económica, de los cuales 390.000 son transferencias a fondo perdido. Algunos no vacilan en denominar al programa, que fue motorizado esencialmente por Alemania y Francia (por Ángela Merkel y Emanuel Macron para ser más precisos) como un nuevo plan Marshall. Pero es difícil que en las condiciones en que se encuentran los países del sur de Europa –los Pigs, como despectivamente los describe el acrónimo inglés que acopla a Portugal, Italia, Grecia y España (Spain)- las cosas vayan a resultar igual.
La analogía resulta un poco forzada porque la Europa destrozada de 1945 debía ser reconstruida para enfrentar al riesgo del contagio comunista que provenía de una Unión Soviética exhausta, desangrada, pero victoriosa. La reparación del aparato productivo europeo y de las condiciones de vida del viejo mundo implicó el momento de gloria del keynesianismo, aportando la satisfacción del esfuerzo compartido, el pleno empleo, la conquista del confort y la creación de riqueza para todos, mientras las revoluciones coloniales suministraban esperanza a los países del tercer mundo. Fue un período donde no escasearon los problemas: se vivió bajo el paraguas de la Bomba, con toda la presión que ello significaba, y las luchas coloniales implicaron grandes o enormes sacrificios a los pueblos que las libraron. Pero el saldo era esperanzador. Fueron los “30 gloriosos” de que habla Eric Hobsbawm.
Hoy en día todo eso se ha agotado. Tras el asalto neoliberal a la economía a principios de los 80 y la disolución de la URSS a comienzos de los 90, los disfraces ideológicos han caído y lo que priva es una desfachatez en las relaciones internacionales que no puede ser mitigada por la información falseada o al menos no por demasiado tiempo. De aquí deriva un cinismo proclive al nihilismo que no es precisamente el instrumento más adecuado para actuar sobre la realidad global.
Por otra parte, para complicar ese nuevo plan Marshall para Europa, está la presencia desestabilizadora de la inmigración. Los países ex coloniales del África y el Medio Oriente ya no se acunan en esperanzas de progreso, sino que están siendo devastados por la re-colonización que cobró auge tras la caída de la URSS y por el intento imperialista de remodelar el área mediterránea para acordarla a sus necesidades estratégicas; direccionadas, entre otras cosas, a interferir la nueva Ruta de la Seda y a impedir el surgimiento de cualquier potencia local que pueda hegemonizar el área. Lo cual ha traído como consecuencia una serie de guerras que han provocado inmensos sufrimientos y han desalojado a grandes masas de gente en busca de un nuevo espacio, que vienen a sumarse a los siempre presentes inmigrantes del área subsahariana también expulsados por la guerra y la miseria, y que buscan un reparo en Europa.
Una perversidad idiota
Entre nosotros el impasse contemporáneo resulta en un tipo de argumentación que se especializa en confundir los tantos y que, más que ir al nudo de los problemas, prefiere usarlos para montar un debate en el cual la irritación reemplaza a la razón. Es la especialidad del sistema oligárquico, que la ejerce a través de sus personeros políticos más caraduras y del oligopolio mediático que mejor lo representa. En el juego de masacre instrumentado por el sector más extremo de la oposición para desgastar al actual gobierno todo vale. La cuarentena, la pandemia, la crisis económica y la inseguridad se mezclan en una mezcla indiscernible y carente de coherencia lógica. Con supremo descaro los oligopolios mediáticos y la runfla de comunicadores a su servicio ergotizan, se quejan del sofocamiento que produce a “la gente” la necesidad respetar el confinamiento, se mofan porque, pese a las precauciones, el número de contagios sube no bien se alivia el aislamiento, sin reparar en la contradicción que supone protestar contra este y protestar después por las consecuencias de su levantamiento; pegan alaridos por la situación económica, se asombran de la falta de planes para enfrentarla y no pierden oportunidad para incidir sobre el tema de la inseguridad y la violencia, con una inclinación marcada a favorecer o excusar los procedimientos de mano dura para reprimirlas. Hablan siempre en tiempo presente sin indagar hacia atrás. Parecen selenitas, individuos recién desembarcados de la luna, extraterrestres provenientes de otra galaxia, pues no se les ocurre preguntarse quiénes fueron los responsables del naufragio económico y social que estamos viviendo, siendo que estos son sus propios mandantes. En cuatro años de insania gubernamental nos atornillaron al servicio de una deuda infame, contraída sin otro motivo que el de multiplicar sus fortunas agravando la enfermedad endémica que padece la Argentina y que no es otra que la “distracción” de los fondos que deberían servir para construirla, fugándolos hacia los paraísos fiscales.
Se trata de una corrupción de baja estofa, desde luego, propia de las “burguesías compradoras”, que no se conciben como constructoras de un dominio propio sino como intermediarias entre un amo externo y un pueblo de siervos. Pero en nuestro caso el tema reviste contornos especialmente repugnantes porque a ese robo descarado se suma la afectación de un discurso ético por el cual los saqueadores se proclaman como “guardianes de la moralidad de la República…”
Frente a esto, ¿qué decir? Dan ganas de recurrir a la interjección soez, pero no ayuda. Por ahora lo único que puede hacerse es construir conciencia sobre la realidad y sobre la naturaleza de nuestra historia, viendo como esta se conecta a una corriente que nos pone en “el mundo”, como les gusta decir a los gurús del mercado, pero en un mundo que es mucho vasto que el de la Bolsa y en el que será posible tender puentes con el pasado que nos habiliten para diseñar los que se dirijan hacia el futuro.