No hay como los estadounidenses para mirarse el ombligo y creerse el centro del mundo. No les faltan elementos para complacerse en su arrogancia: desde su triunfal carrera que arrancó expulsando a las tribus indias, anexándose a la mitad de México y expandiéndose de océano a océano sobre el “lebensraum” que estimaban necesitar para desarrollar sus capacidades, hasta su desborde global propulsado por su formidable desarrollo industrial, militar y financiero. Esta perspectiva era la de los dueños de la nación: la del establishment que supo depurarse a sí mismo a través de la supresión del predominio político de la aristocracia terrateniente y esclavista del Sur –cosa que solo se logró a través de una feroz guerra civil que costó 600.000 muertos- y que luego fue capaz de establecer un perdurable sistema de equilibrios fundado en el predominio de un capitalismo basado en la burguesía industrial norteña, que primero atendió a consolidar un mercado interno con la conquista del Oeste y luego se derramó por el mundo con fuerza implacable.
Este dinamismo impresionó a las legiones de inmigrantes que afluyeron para colmar el espacio vacío y ayudó mucho a su integración y a su adopción de un nuevo patriotismo, aunque hubo un diverso grado de asimilación en esos sectores, pues fueron recibidos de acuerdo a una bien diferenciada escala de valores que distinguía netamente a los provenientes de Inglaterra, Escocia, los países escandinavos o Alemania, que podían asimilarse fácilmente a la categoría de los Wasp (white, anglosaxon, protestant); y los venidos desde el sur o del oriente de Europa: una abigarrada masa de italianos, polacos, griegos, armenios y judíos ucranianos o rusos. Incluso los irlandeses, que poseían el inglés y tenían la piel clara, padecían de un catolicismo que opacaba sus orígenes celtas y los relegaba a una categoría sólo un poco superior a la de los morenos provenientes de los países del Mediterráneo. En cuanto a los negros, los ex esclavos que tanto habían contribuido a la acumulación primitiva de la riqueza de la nación; a los pocos sobrevivientes de los pueblos originarios y a los “hispanos” que provenían de México o eran elementos residuales de la soberanía que España había ejercido a lo largo de siglos sobre California y los estados del suroeste, su peso social era poco menos que nulo.
Este entrecruzamiento de razas no tuvo mucho del “melting pot” del que los exégetas del desarrollo norteamericano se jactan. Como algunos han señalado, más que a un guiso esa mezcolanza se asemejaba a una ensalada, donde sus componentes no se funden sino que conservan su identidad separada, pegados apenas por un aderezo. Esta contradicción originaria que existe en la configuración de la nación estadounidense explica buena parte de la aspereza que la distingue. La ilusión del ascenso meritocrático a través de la competencia individual, la condena moral explícita que implica un concepto como el de los “perdedores” del sistema como contraposición al de los “ganadores” del mismo, representa una presión cotidiana que, en las condiciones de deterioro económico que existen en el presente, agrava las tendencias agresivas que hay en la sociedad y, naturalmente, exacerba el descontento. Los disturbios raciales, pero también la proliferación de desequilibrados que tirotean al azar y luego se eliminan, dan muestra de esta inestabilidad social y psicológica que por cierto existe en el mundo entero, pero que en Estados Unidos adquiere contornos especialmente chocantes por su masividad y frecuencia.
Arte y cine
Es imposible que esta conjunción de elementos no sea expresada por la cultura. Por la cultura popular en primer término. Hollywood, “fábrica de sueños”, ha suministrado el instrumento ideal para labrar, en términos semiconscientes, la representación “artística” de ese universo colorido y feroz. Las comillas en “artística” sirven para significar el carácter singular de esa producción que se encuadra en el ámbito de los negocios y que respecto al arte se ha interesado sobre todo en su aspecto exterior, de relumbrón. Pero esto no inhibe el valor de la industria cultural como testimonio –tal vez lo resalta aún más si se lo sabe leer entre líneas- de las contradicciones de esa sociedad así como de la hipocresía con que se las intenta disimular.
Aunque el beneficio sea el motor que anima a la industria del filme, la historia social tiene exigencias temáticas que no se pueden eludir y que un modo u otro se infiltran en el producto. El sistema es duro pero flexible, y ha sabido adaptarse a la marcha de la historia con una astucia notable. En pocos lados puede percibirse más agudamente esta ductilidad que en el discurso cinematográfico. Pues este es también el ámbito donde chocan, de la manera más flagrante, las tendencias anárquicas del absolutismo individualista, con la fuerza represiva de la herencia puritana propia de los “padres fundadores”.
Falta todavía la película que consiga restituir en su plenitud la complejidad del problema. Siempre nos encontramos con filmes, en ocasiones estupendos, que sin embargo no terminan de ser plenamente satisfactorios en su descripción de este proceso. Coherente con el individualismo que permea la psicología colectiva, Hollywood privilegia el estudio de los casos singulares, donde más lo determinante no es tanto el trasfondo socioeconómico y las fatalidades de la herencia cultural, como el retorcimiento y las patologías de los individuos en sí mismos, aunque los personajes aparezcan insertos en un escenario en el cual se ofrecen múltiples referencias al respecto. Y cuando los autores (directores, guionistas y productores) promueven un examen circunstanciado y muy fuerte de la peripecia colectiva que envuelve al personaje, como es el caso de las películas de Spike Lee, el motivo central de la trama es tan absorbente que suele dejar fuera la consideración general del proyecto social que determina esa evolución. La cuestión racial es en efecto en los filmes de Lee tan dominante que a veces arriesga convertir a la película en un panfleto racista al revés. El filme que mejor evitó esa emboscada fue “Malcolm X”, quizá porque el personaje había superado en su propia biografía la trampa de la etnicidad pura y dura, y se había abierto a una consideración más amplia del problema norteamericano. Ello le valió ser asesinado por elementos de la Nación del Islam, de la cual él se había diferenciado, en un hecho que ha solido ser atribuido a una conspiración entre elementos de ese partido y el FBI.
El turbión de violencia que recorre a la historia norteamericana contrasta con el declarado propósito de Hollywood en el sentido de ser una fábrica de ilusiones. Pero, como decíamos antes, la realidad se infiltra, deformada, en el torrente de productos que tanto el cine como la televisión fabrican año tras año. Por otra parte, como la historia de Hollywood es, en sí misma, un escenario de elección para montar dramas y comedias que giren sobre la aventura individual y empresaria, sobre grandes esperanzas y grandes decepciones, ese suburbio de Los Ángeles se ha convertido en un tema recurrente y autorreferencial. Hollywood se ha ocupado obsesivamente de sí mismo hasta el punto de que incluso para los expertos resulta difícil enumerar los títulos de las películas o de las series de televisión que se han ambientado en el ámbito de la industria del cine. Los nombres que vienen a la memoria sin acudir a una revisión sistemática de los títulos que han abordado el tema son, por ejemplo, “The big knife”, de Robert Aldrich, de 1955; “The way we were” (“Nuestros años felices”), de Sidney Pollack, 1973; “El testaferro” (1977), de Woody Allen; “Trumbo” (2015), de Jay Roach; “The day of the locust”, “(Como plaga de langosta”), de John Schlesinger, 1975; “El artista”, de Michel Hazanavicius (2011); “El aviador”, de Martin Scorsese, de 2004. Para el final dejamos a dos películas emblemáticas y antipódicas respecto de la manera en que Hollywood se mira a sí mismo, pero que en más de un sentido podrían ubicarse en el tope de la lista: “Sunset Boulevard” (“El ocaso de una vida”), de Billy Wilder, de 1950, y la encantadora “Cantando bajo la lluvia”, de Gene Kelly y Stanley Donen, de 1952. La primera es un drama verista sobre la decadencia de una estrella del cine mudo y la corrupción de un joven guionista, y la segunda un canto a la leyenda dorada de la ciudad del cine. Ambas son magistrales en su registro: Wilder le rebana el cuello a aquella, y Kelly-Donen la reafirman en su legendario esplendor. Y las dos películas son veraces a su modo porque responden con coherencia a su propósito central: desvelar la fatuidad de la fama y la sordidez que hay en el comercio del talento, por un lado, y exaltar, como diría John Ford, la superioridad o al menos la permanencia del mito por encima de la realidad histórica.
Por todo esto me ilusioné con la posibilidad de encontrar un nuevo aporte a esta tradición en una noticia que circuló hace un par de años, y según la cual los creadores de “Los Soprano” o de “The Boardwalk Empire”, no recuerdo bien –David Chase y Terence Winter- estaban por iniciar una serie televisiva dedicada a historiar al Hollywood de los inicios. Imaginé que de semejante asociación podía surgir algo realmente interesante. Los pioneros, los ropavejeros judíos que fundaron el negocio; los primeros y vacilantes pasos de una industria en la que los artesanos empezaban a descubrir las herramientas de un nuevo lenguaje que pronto David W. Griffith forjaría en un formidable instrumento expresivo con el que contaría la historia de su nación, arrastrando consigo al lastre de los prejuicios racistas que la impregnaban; las transacciones entre la infatuación del artista ingenuo y las reglas de hierro del negocio que ya asomaban; el desenfreno en una tierra de nadie que se escapaba de las reglas de la moral puritana y no tardaría en ser reprimido, fogoneando una hipocresía que después la acompañaría siempre…, todo resultaba estimulante. Esa presunta promesa no se materializó, a pesar que de las tendencias al “revivalismo” que de tanto en tanto visitan Hollywood y de la cual la más notable de tiempos recientes fue “Érase una vez en Hollywood”, de Quentin Tarantino. Por esto, cuando vi que en Netflix anunciaban una serie titulada “Hollywood” pensé que podría tratarse de la concreción de aquel supuesto proyecto de Chase o Winter. No hubo tal cosa. El vehículo que firman Ryan Murphy e Ian Brennan propone una rara inversión de tiempos: el Hollywood de la segunda posguerra es descrito no desde la mirada de un decodificador de su historia sino, con una rara torsión de la realidad, desde la óptica de un observador políticamente correcto de la actualidad. Entonces, de pronto, toda la basura moral contenida en la explotación y la degradación de los seres humanos inmolados al apetito del Gran Mogul se convierte en el escenario de una lucha por la liberación de los sentidos y de la audacia creadora. La serie hace “salir del armario” al “gay people” de la Meca del Cine con cincuenta años de antelación, el racismo es derrotado, las prostitutas y los prostitutos son elevados al rubro de trabajadores sexuales; se tolera a las uniones homosexuales hasta incluso su exhibición en la alfombra roja; las parejas interraciales son admitidas y la benevolencia se extiende por todas partes. Por arte de birlibirloque la opresión de ayer se convierte en el conformismo de hoy, insinuando que si se hubiera sido un poco más valiente en el pasado la trasgresión hubiera triunfado y todos habrían sido más libres y felices. Demasiado fácil y demasiado tonto.
Hay una noción muy elástica de la moral que flota sobre la serie. A mí esa desfachatez me resulta molesta, pero admito que esto pueda no importarle a nadie. Desde el punto de vista de la responsabilidad de la crítica, sin embargo, la cuestión es distinta. La laxitud moral sí cuenta como un factor negativo en ciertos casos. En especial en este, porque pone de relieve una contradicción flagrante respecto al proclamado propósito de la serie: condenar el sistema de opresión de los estudios. El proxenetismo –que aquí se alaba- implica justamente la utilización del sexo como herramienta de poder. ¿Entonces? ¿En qué quedamos?
La conciencia de la realidad y su desfiguración como expediente para escapar de la responsabilidad social es un recurso tan viejo como el mundo. El cine de Hollywood es un maestro en la práctica de este escamoteo. Pero aquí reside también su valor como cantera a explorar en busca de las pistas de la historia norteamericana y muy en especial de las conexiones que existen entre los medios, el sistema de inteligencia y el enorme articulado de influencias que se ejercen a través de los grupos de presión, así como con la psiquis profunda del público que acude a ver los espectáculos o los disfruta desde el living de casa. De una manera consciente y a veces semiconsciente, las aristas ideológicas, los prejuicios y resistencias psicológicas que se suscitan en torno al tema de la raza, los vínculos laborales, la vida privada y la política exterior, emergen de la industria cultural que denota también las variantes tácticas del sistema para adecuarse a ellas y controlarlas. Se pueden seguir sus líneas como en un electrocardiograma. De su descubrimiento y su racionalización pueden deducirse muchas cosas. Pero sobre todo, cuando sobre esas realizaciones de la fábrica de sueños sopla el viento de la inspiración, se puede disfrutar de ellas.