Creo que el asunto de este trabajo va a provocar cierto asombro entre los lectores habituados a la interpretación corriente de la historia contemporánea, fundada en presunciones de largo tiempo establecidas. ¿Cómo comparar, en efecto, a quien es considerado como el adalid de la democracia, con el déspota que fue el principal factótum de la segunda guerra mundial? ¿Cómo asimilar al extrovertido y aristocrático líder inglés, con el jefe de orígenes provincianos, resentido e iracundo que encaminó a su país al abismo? ¿Cómo conciliar al estratega global y político conservador que promocionó la Gran Alianza ruso-británico-norteamericana y luego inauguró públicamente la guerra fría, con el revolucionario poseso por una idea fija que exterminó a la judería europea y que se lanzó a una aventura mundial en la cual se jugaba el todo por el todo? Las conexiones existen, sin embargo. Quizá menos que en el caso de la comparación Hitler-Stalin, recurrente en muchos historiadores a partir del magnífico estudio de Alan Bullock, pero los vínculos –ideológicos y psicológicos- entre el premier británico y el Führer alemán están allí para quienes estén dispuestos a no cerrar los ojos ante ellos...
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