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17
ABR
2020

El genoma de la crisis, ¿dónde está?

Muchas preguntas sin respuesta, pero que hay que formular. ¿Se trata de sólo un accidente genético? ¿O hubo intencionalidad en su gestación? Y, sobre todo, ¿qué viene luego?

Es imposible escapar a la gigantesca burbuja informativa que nos agobia con noticias sobre el Covid 19. Su presión es tan sofocante como la del enclaustramiento obligatorio de la cuarentena. Un sinnúmero de opinadores salen a diestra y siniestra hablando sin cesar acerca de lo que no saben. El eco de sus palabras es multiplicado por el auge de las redes sociales. El impacto psicológico conjugado de estas dos dimensiones y el trastorno de la economía, de las relaciones personales enfriadas por la distancia o exacerbadas por el aislamiento; la súbita irrupción de la necesidad de un conocimiento informático elaborado a toda prisa, pero inalcanzable o al menos irritantemente molesta para los más ancianos (¿cómo pagar las cuentas?), someten a la psiquis colectiva a dura prueba. A esto se suma la angustia que produce el agigantamiento de la nube negra que se cierne en el futuro con las perspectivas de una megadepresión, y de los sombríos pronósticos que se tejen en torno al desempleo y al cambio climático.

De pronto, casi sin darse cuenta, la humanidad se ha venido a encontrar frente a un cuadro apocalíptico. Ahora bien, aunque las opiniones en torno a este desbarajuste tienen que ser, en el mejor de los casos, aventuradas, y aún a riesgo de equipararnos a los voceadores del vacío que tanto criticamos, es inevitable preguntarse si es todo es obra de un dato casual, de un cruce genético entre un murciélago y un humano culturalmente propenso a las dietas del hambre, o si se trata de un acontecimiento previsto, que estaba latente desde hace varios años y frente al cual no se tomaron las precauciones adecuadas como consecuencia, precisamente, de que se trataba de un fenómeno, además de previsto, deseable.

Pero, ¿quién puede desear esta calamidad? Algunos dicen que los chinos, que habrían liberado al virus desde sus laboratorios de guerra bacteriológica para terminar de hundir al “capitalismo”. Pero a los chinos les va demasiado bien con su propio capitalismo de Estado como para poner en práctica políticas tan riesgosas. Más les conviene dejar a su principal rival global cocinarse en su propia salsa.

 ¿Entonces, qué? Hay un hecho registrable. Por obra y gracia de la pandemia el grueso del mundo está siendo sometido a estado de sitio. Las consecuencias van de la suspensión del tráfico comercial y turístico, a un brutal incremento del desempleo. Las Bolsas del mundo crujen, la inflación sube, las clases medias pueden ver confiscados sus ahorros y la mortalidad crece sobre todo entre los ancianos. Apenas dos semanas después de iniciada la cuarentena en Estados Unidos se registraban, según Al Jazeera, 10 millones de nuevos desempleados. En los próximos días y semanas las quiebras de las empresas pequeñas y medianas, e incluso las de las grandes como las compañías de aviación, se desplomarían como hiladas de ladrillos. La burbuja inmobiliaria explotaría una vez más y bancos y prestamistas se lanzarían otra vez a la ejecución de las hipotecas y a la caza de enormes ganancias. Las empresas devaluadas serían fácil presa del capital hiperconcentrado. Podría ser la hora de Amazon, de Google, de los grandes bancos, de Bill Gates… Se podrían producir megafusiones de monopolios, inéditas por su magnitud. Los expertos hablan también de cómo la irrupción de la tecnología de quinta generación (5G) incrementará la expansión de la interconectividad y la velocidad de la misma en el campo de las comunicaciones, lo que favorecería ese tipo de procesos. Pero la difusión masiva de esa tecnología podría causar consecuencias negativas para la salud del planeta por la proliferación de antenas y satélites, y sus radiaciones…

Por otra parte, en condiciones como las reseñadas, y habida cuenta de que un sector sustancial de la población mundial no tiene trabajo o milita en el sector informal de la economía, la quiebra del sistema de suministros y del ordenamiento económico provocaría hambre y saqueos, y un estado de revuelta que requeriría de la fuerza bruta para ser controlado. ¿Se pronunciaría así el matiz orwelliano de nuestras sociedades?

Como se pregunta Peter Koenig en Mondialisation: “ ¿es este el objetivo buscado? ¿Hacer que todo el mundo tenga miedo? Las gentes presas del pánico son fácilmente manipulables”.

Claro que puede haber otra lectura para todo este tejido de fatalidades que se cierne sobre la civilización a partir de una pandemia que no sabemos si es producto de una fatalidad biológica o el fruto de un artilugio estratégico. Esa lectura deviene de la comprensión de que si un sistema económico es capaz, sea de implementar este caos, sea de revelarse inútil para preverlo y combatirlo, ese sistema debe ser suplantado. Habría que recuperar las convicciones de antaño y naturalizar nuevamente la certeza de que los pueblos no son derelictos a la deriva, manejados por unos pocos que explotan a los muchos, sino cuerpos políticos pensantes, provistos de voluntad y decididos a hacer valer sus derechos.

Todavía no se ha ingresado a ese diapasón. En Argentina, por ejemplo, la propuesta del gobierno de lanzar -¡por una sola vez!- un impuesto a las grandes fortunas para paliar los efectos del corona virus, ha provocado una marejada de manifestaciones en contra. Que es expropiatorio, que es contraproducente, que es anticonstitucional, etc. De parte de los afectados por la medida, la reacción es lógica, aunque por supuesto mezquina. Pero ocurre que la disposición es insuficiente, no ya para atenuar los efectos de la epidemia, sino en el marco de una necesaria reforma fiscal de carácter progresivo, que es el primero y principal deber de todo gobierno que se precie de empezar a organizar al país. Alberto Fernández tiene la justificación para no hacerlo todavía por los enormes problemas que tiene entre manos, y que van de la difícil negociación de la monstruosa deuda externa dejada por el gobierno anterior, al tema del corona virus. Pero no por esto el problema va dejar de seguir vigente. En realidad el debate que se producirá en torno al impuesto a las grandes fortunas (¡por una única vez!) podría y debería convertirse en un campo de ensayo para la necesaria batalla que ha de acaecer más tarde.

 Mientras tanto la lucha contra la peste sigue su marcha. En Buenos Aires, Rodríguez Larreta acaba de decretar que los mayores de 70 años no podrán salir a la calle sin un permiso de circulación, renovable cada vez que se quiera volver abandonar la cuarentena. ¿No se estará exagerando?                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                      

 

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