A partir de mañana Rusia y Turquía sostendrán conversaciones direccionadas a controlar la escalada bélica que se está produciendo en Idlib, provincia siria colindante con Turquía donde se agrupan los remanentes del Estado Islámico. Los terroristas que intentaron construir un califato destinado sumir en el caos y la regresión al entero medio oriente, están acorralados y no tendrían otra esperanza que ser sacados de allí por sus mandantes occidentales, vía Turquía. Pero hete aquí que Recip Erdogan, el presidente de este último país, en vez de extraerlos de allí, parece preferir asegurarles un espacio permanente en ese lugar. Para ello ha hecho intervenir a sus tropas y ha ingresado a un choque directo con el ejército árabe sirio y con los efectivos rusos que lo complementan. Tras una serie de movimientos turcos que interferían en las operaciones sirio-rusas, un ataque aéreo sirio dio muerte a 34 militares turcos. A esto siguieron las correspondientes represalias turcas y la situación se tensó hasta el extremo de decidir a Erdogan a amenazar a la OTAN –de la que forma parte mientras espera el siempre postergado ingreso de Turquía a la Unión Europea- con abrir la frontera con Grecia al flujo del enorme número de refugiados sirios que aloja en su territorio, a menos que el conglomerado atlantista acuda en su auxilio. Ese auxilio debería asumir la forma de ayuda militar y respaldo diplomático para crear un paraguas aéreo sobre la región región de Idlib, vedando el vuelo a los aviones sirios y… rusos, y presuntamente para arreglarle las cuentas en forma definitiva a Bashar al Assad. Ello por supuesto acarrearía un riesgo portentoso: Rusia está comprometida directamente en el sostén del mandatario sirio y de precipitarse un conflicto en gran escala habría una alta probabilidad de que interviniese con todo su peso sobre la larga frontera que tiene con Turquía.
Las idas y venidas de Erdogan son un tanto incomprensibles para nosotros, que estamos muy lejos del lugar donde los acontecimientos se producen; pero, a juzgar por la historia reciente y la opinión de muchos, estaríamos ante un revival del espíritu imperialista otomano encarnado en la figura del presidente turco. Es decir, ante la voluntad de un segmento de la dirigencia turca de usar al islamismo como un factor de base que permita a Turquía reasumir su antiguo rol dominante sobre un vasto espacio que alberga a muchas etnias y culturas. Estas comparten un mismo crisol confesional, pero hace mucho tiempo asumieron una radical diferenciación respecto a las que las caracterizaba durante sultanato otomano. Este controló hasta la segunda década del siglo pasado gran parte de la zona, que lo sufría sordamente, hasta que esa supremacía naufragó junto a la monarquía tras la derrota de 1918, a manos de los aliados occidentales.
Recip de Arabia
La ambición de los “nuevos otomanos” y de Erdogan parecería ser invertir el curso de la historia inaugurado por Lawrence de Arabia cuando remodeló el medio oriente de acuerdo a los intereses británicos, durante y después de la primera guerra mundial. Pero Lawrence era un aventurero genial, que servía a la que por entonces era la primera potencia mundial. El curso de la política de Erdogan también puede ser definido como aventurero, para decir lo menos. Pero no cuenta con el poder ni la diplomacia que sustentaban a la empresa de Lawrence.
Desde un primer momento el mandatario turco quiso comprar su boleto de entrada a la Unión Europea proponiéndose como garante de la política del Gran Medio Oriente propugnada por Estados Unidos, lo que le permitiría lograr un lugar de prominencia en el Nuevo Orden Mundial. Este, como se sabe, se ha revelado dificilísimo de construir; de hecho, parece estar condenado por la emergencia de actores globales –China, Rusia, Irán, India- que no lo soportan. Sin embargo, a falta de otra cosa que implique una alternativa racional a la globalización asimétrica propugnada por occidente, dicho principio sigue animando, cada vez de una manera más contradictoria y espasmódica, los designios de Washington.
Turquía, o mejor dicho Erdogan, jugó sobre esta plancha resbaladiza durante años. La llamada guerra civil siria, que de civil tuvo muy poco y fue esencialmente un proceso de agresión externa contra un gobierno que no estaba dispuesto a seguir las directivas de Washington, fue alimentada e impulsada por Ankara a través de una corriente de equipamiento militar, soporte económico y flujo de combatientes mercenarios y voluntarios fundamentalistas que permitió al “califato” desparramarse sobre vastas extensiones de Siria e Irak, y orquestar el sinfín de barbaridades que realizó para imponer la ley de la sharia.
Este curso de acción fue resueltamente asumido por Erdogan, hasta que, a fines del 2015, el derribamiento de un caza bombardero ruso por la fuerza aérea turca lo devolvió bruscamente a la realidad. Enfrentado a la posibilidad de una represalia rusa, el presidente turco pidió disculpas. A partir de este paso comenzó a modificar su política y a rediseñarla hacia una aproximación a Rusia e Irán, mientras el apoyo ruso e iraní a Bashar al Assad modificaba las tornas sobre el campo de batalla sirio y empezaba a producirse la desintegración de Al Qaeda, Al Nusra y la variedad cambiante de siglas tras las que se escudan los sempiternos “combatientes de la libertad” que Estados Unidos encuentra o fabrica cuando la ocasión es propicia. Washington replicó a esa muestra de independencia de los turcos montando un golpe militar contra Erdogan que estuvo a punto de costarle el gobierno y quizás la vida. Esto determinó que el mandatario profundizase sus lazos con Rusia e Irán. Pero no por demasiado tiempo: la necesidad de frenar la experiencia independentista kurda (que requiere de la tolerancia de EE.UU.) y el deseo de no perder presencia en Siria si quiere continuar con su sueño de “otomanizar” a los árabes y ponerlos otra vez bajo una influencia más o menos parecida a la ejercida en el tiempo de los sultanes, volvieron a dinamizar su política exterior hacia el sur.
Parece evidente que las pretensiones geopolíticas de Erdogan superan en mucho las capacidades de Turquía para hacerse cargo de ellas. No sólo por el peso de sus contendientes sino también por el escaso interés de la Unión Europea tiene en meterse en camisa de once varas para secundar las miras de un aliado sin duda estratégico, pero inserto en una zona donde las peores erupciones de violencia son posibles. Además, y fundamentalmente, existe la cuestión de la Iniciativa del Cinturón y la Ruta de la Seda. Este enorme emprendimiento, promovido por China y asimismo por Rusia y que interesa a los países de Asia y Europa, está llamado a modificar de modo suave el equilibrio global, pero requiere de la estabilización del Medio Oriente para tener la vía expedita. Este es probablemente el trasfondo de la permanente intervención norteamericana y de su fomento de la estrategia del caos. Sin embargo, aún para los recursos de la superpotencia, esta clase de acciones involucran el peligro del desgaste económico y del desinterés de la opinión pública, cuando no su repulsa si de ellas se derivasen pérdidas humanas y materiales a gran escala. De modo que es difícil que nada vaya a detener la acción de Siria, Rusia e Irán por reconquistar para Damasco el control de la integridad del territorio de ese país.
De cualquier manera, la posibilidad de concretar políticas como las de Recip Erdogan debería traer a la consideración periodística uno de los rasgos más repulsivos del presente: el regreso a las ideologías confesionales y a la propensión a abroquelarse en ellas para evadir cualquier evaluación racional de los hechos. Lo decimos pensando en la decisión de Benjamín Netanyahu de limitar los derechos políticos de los palestinos de nacionalidad israelí que viven en ese territorio; pero también y ante todo en la reciente resolución del primer ministro indio, Narendra Modi, de exigir la conversión al hinduismo a los 119 millones de musulmanes que habitan el país, como único recurso para retener la nacionalidad india y no convertirse en ciudadanos de segunda clase en su tierra natal. Quizá no sea casual que Modi sea un autócrata en política y un neoliberal en economía: el desprecio por la calidad humana es parte inevitable de los procesos de ingeniería social, que concentran la riqueza y consideran a quienes no pertenecen al círculo áulico como abstracciones numéricas: como infrahumanos antes que como personas. El siglo pasado abundó en ejemplos de esta laya, y todos sabemos en qué terminaron.