En la noche del 13 al 14 de febrero de 1945 –hace 75 años- tuvo lugar el bombardeo de Dresde, uno de los muchos actos de terror consumados contra la población civil durante la segunda guerra mundial. Lo que lo distinguió de otros fue el momento en que se realizó, su extrema crueldad y el carácter gratuito que tuvo, pues se efectuó contra una Alemania que estaba virtualmente vencida y porque la ciudad atacada no sólo no representaba un blanco militar útil, sino que era una joya de la arquitectura barroca. El ataque procedió en dos oleadas sucesivas de bombarderos británicos que, según los procedimientos bien establecidos durante los dos años previos de campaña aérea, descargaron primero una carga de bombas explosivas sobre las cisternas y las centrales eléctricas y luego enormes cantidades de bombas incendiarias, lo que desencadenó un huracán de fuego que arrasó la ciudad. A la mañana siguiente 300 bombarderos de la fuerza aérea norteamericana remataron el castigo, en tanto que los aviones de caza se dedicaban a ametrallar a los sobrevivientes. Entre 25 y 35.000 personas perecieron durante las tres oleadas que compusieron el ataque, mientras que los bombarderos no tuvieron prácticamente bajas, dado que las defensas antiaéreas eran casi inexistentes.
Estos son meses de aniversarios luctuosos. El lapso final de la segunda gran guerra en efecto sobreabundó en episodios espantosos, donde se dieron cita todos los horrores acumulados en los años anteriores del conflicto. Es por esto que Israel y los judíos del mundo entero han conmemorado por estos días el Holocausto, en el aniversario de la liberación de Auschwitz; que en los primeros días de mayo se celebrará la caída de Berlín y que en agosto se va evocar la destrucción nuclear de Hiroshima y Nagasaki. Es notable que de todos los episodios nombrados ninguno, salvo la caída de la capital alemana, haya revestido un carácter necesario. La caída de Berlín obviamente significó el fin de un capítulo de la historia contemporánea, el ciclo de las dos guerras mundiales, y era requerida para dar por finalizada la etapa de la lucha por el equilibrio europeo. Y, en efecto, desde ese momento no hubo necesidad de equilibrio continental alguno, pues Europa perdió su función de fuerza preeminente en el globo y el eje de gravitación del poder mundial se desplazó a Estados Unidos y Rusia, en un primer momento, y luego a una ecuación multipolar que suma ahora a China como potencia emergente de primer nivel.
Todos los otros sucesos mencionados -el exterminio de la judería europea, los bombardeos “en alfombra” de las ciudades alemanas y japonesas, y el apocalipsis nuclear que cerró el conflicto-, tuvieron un rasgo de ensañamiento irracional que no dejó otro saldo que el de los resentimientos permanentes y, si se quiere, un temor que puede haber funcionado como un elemento disuasivo para no volver a repetirlos. El más obvio y peor de todos estos desatinos fue la matanza sistemática de los judíos y de los elementos “socialmente indeseables” llevada a cabo por el nazismo. El pretexto que se brindó a posteriori (pues en ese momento se buscó ocultar la operación) fue la necesidad de asegurar la retaguardia alemana eliminando a los factores potencialmente riesgosos. Era un argumento falaz, por supuesto, dado que la persecución había sido originada por el antisemitismo transmitido y organizado por un vector político, el NSDAP. No hay casi explicación posible para fundamentar el rapto de demencia que supuso la operación. No sólo el antisemitismo militante ya había privado a Alemania de numerosos intelectuales y sobre todo de físicos nucleares que tendrían una parte determinante en el invento de la bomba atómica por Estados Unidos, sino que el traslado de millones de personas de una punta a otra de Europa para su exterminio durante la guerra, significó una considerable complicación para las vías férreas del Reich, atosigadas como estaban por la necesidad de abastecer al frente ruso.[i]
En lo referido al “bombardeo en alfombra” o por zonas practicado sobre todo por la RAF en toda Alemania, su función era puramente terrorista. Se trataba de reducir a la población alemana a la última extremidad y, de esa manera, se suponía, empujarla a sublevarse contra Hitler. El procedimiento provocó horrorosos sufrimientos y una devastación enorme, pero más bien confirmó a los civiles germanos en su voluntad de resistencia, enfrentados como estaban a la cláusula de la “rendición incondicional” y a la posibilidad de ser arrollados por los rusos. En cuanto al bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki se produjo cuando el gobierno japonés intentaba negociar su rendición y cuando las derrotas, los bombardeos y el bloqueo marítimo lo tornaban impotente para tomar cualquier tipo de iniciativa militar. Se trató más que nada de una demostración de fuerza frente a Rusia (y frente al mundo, de paso), y del deseo de probar un arma en la que se habían gastado miles de millones de dólares y se había realizado un ingente esfuerzo industrial.
Nada demuestra que esta proclividad a la locura destructiva ilustrada por los casos mencionados haya decrecido en el mundo actual. No se trata sólo de episodios como las matanzas en Ruanda y en muchos rincones de África, o del experimento de ingeniería social de Pol Pot en Camboya, que costó millones de vidas. Ni de los muchos episodios en menor escala que afectan a víctimas demasiado débiles para reaccionar o que se verifican en áreas que no importan demasiado a los poderes centrales. Las estrategias político-militares que el sistema imperialista pone en práctica para consolidar el poder del capitalismo financiarizado que desde los años 70 u 80 del pasado siglo intenta hegemonizar al globo, no tienen mejor carácter.
El pacto de uno solo
Hay en la política mundial una perversidad deliberada, cuyo rédito a la larga es más que dudoso, pero que se practica con una consecuencia digna de mejor causa. El cinismo con que se ponen en uso estos procedimientos es parte de una estrategia del caos que sólo promete problemas para el futuro. Ejemplo de lo que decimos es “el pacto del siglo” anunciado por estos días entre el presidente norteamericano Donald Trump y el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu, que los palestinos rechazan y cuyo detalle será presentado el próximo martes. Por lo que se ha conocido a partir de las declaraciones de Mike Pompeo y de Jared Kushner –secretario de Estado el primero, y yerno y asesor de Trump, el segundo- el plan propone el reconocimiento por los palestinos de Jerusalén como capital del estado de Israel, la anexión a Israel de los asentamientos judíos en Cisjordania –un 30 por ciento de la superficie de ese territorio-, la creación de un estado palestino segmentado por los reductos israelíes enclavados en su suelo, la presencia de un gobierno palestino en la localidad de Abu Dis y un paquete de ayuda económica por 50.000 millones de dólares a distribuir entre las autoridades de Palestina, Líbano y Jordania para desarrollar la región.
El carácter de Trump se ha formado en torno a los negocios. Sobre el cálculo de los márgenes de riesgo y sobre la mensura de pérdidas y ganancias. El arreglo que propone para el problema palestino lleva esa marca. 50.000 o 60.000 millones y todo andará. Al diablo con las complejidades culturales, los antecedentes históricos, los rencores raciales y los derechos de los más débiles –los palestinos- a recuperar al menos una parte de sus tierras y de su dignidad conculcada.
La invención del estado de Israel fue una de las operaciones políticas más polémicas y posiblemente más negativas del siglo XX. Fue fomentada inicialmente por el imperialismo británico para clavar una pica en el costado de una revolución nacional árabe que se estaba gestando durante la guerra del 14. El experimento cobró pronto autonomía, revirtiendo la tendencia preponderante hasta entonces, que mostraba que la población judía de los países más evolucionados estaba inserta en un rápido proceso de asimilación. El agravamiento del antisemitismo en Europa oriental y la irrupción del pogromo nazi suministraron al sionismo una razón de ser que atrajo a una muchedumbre de voluntades, desesperadas por escapar del caldero europeo. Para agravar la cosa los sionistas estaban (y están) imbuidos por el racismo propio de la arrogancia colonialista del siglo XIX, creyéndose con derecho a retornar a un místico (o mítico) hogar judío imponiendo su voluntad y expulsando a gentes evaluadas como primitivas, que pueblan ese territorio desde tiempos inmemoriales, aunque su islamización date de unos 1.300 años atrás. Este es uno de los temas más eludidos por los medios occidentales y por la opinión bienpensante, pero que pesa como una roca en el fondo del problema palestino.
La operación, desde el punto de vista del imperialismo, tuvo éxito. Los árabes se hicieron añicos contra Israel y los palestinos se han visto reducidos a la condición de parias del planeta. También pareció tener suerte Israel, cuyos dirigentes en su mayor parte propulsaron tenazmente la expansión territorial sobre sus vecinos, acumulando una victoria tras otra sobre ellos gracias a la bravura, la superioridad tecnológica y el apoyo norteamericano. Pero la suya es una tenacidad obtusa. Porque si hoy Israel es un dato de la realidad que no puede ser suprimido, ha dejado pasar las oportunidades que tuvo para arribar a un arreglo sincero de su problema existencial, en particular después de la caída del Muro de Berlín, cuando Yasser Arafat e Itzaak Rabin se dieron la mano en los jardines de la Casa Blanca, tras los acuerdos de Oslo. No fue casual que ambos terminaran asesinados.
Desde entonces las nubes no han dejado de amontonarse. La multiplicación de los asentamientos de colonos judíos, las represalias israelíes contra Hamas en Gaza, que multiplican por mil los daños sufridos a causa de las actividades guerrilleras; el rol de los gobiernos israelíes en el acompañamiento de las iniciativas agresivas de Estados Unidos en Irak o Siria, el goteo de sangre que genera la represión de las diversas Intifadas que se vienen sucediendo para protestar por la presencia judía en Cisjordania, han cavado un abismo que la iniciativa de Trump no va precisamente a colmar sino, por el contrario, con toda probabilidad va a profundizar.
La historia sin fin de la persistencia en el error seguirá así rodando. Como en Dresde, la locura tiene el timón.
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[i] Por qué los aliados, una vez informados de la naturaleza de los campos de concentración, no bombardearon las vías férreas que llevaban a ellos a fin de trabar el envío de ganado humano al matadero, es una incógnita no esclarecida todavía.