La inconsistencia de la conciencia política en estos tiempos está asociada al extravío de la memoria histórica. Sólo así puede entenderse que haya vuelto a emerger a la superficie el tema de las responsabilidades en el desencadenamiento de la segunda guerra mundial a propósito de la invasión de Polonia por Alemania primero y por la Unión Soviética días después, que está contenida en la polémica entre Mateusz Morawiecki, primer ministro polaco, y Vladimir Putin, cabeza del estado ruso. El asunto hace meses que se arrastra y si bien volvió a encenderse por un documental de Netflix titulado “The devil next door” (“El diablo de al lado”), en realidad cobró cuerpo cuando el parlamento europeo, en setiembre del año pasado, coincidiendo con el 75 aniversario del comienzo del conflicto, decidió culpar solidariamente a Alemania y a la Unión Soviética por la invasión a Polonia y el estallido de la guerra.
Los mecanismos del desencadenamiento de la segunda gran guerra han sido estudiados y expuestos miles de veces en un sinnúmero de libros y artículos periodísticos. Por lo tanto sólo quienes quieren aferrarse a una mirada sesgada y predispuesta a sentenciar sin crítica un asunto que tiene múltiples facetas, pueden emitir una opinión como la del parlamento de la Unión Europea. Claro está que el maniqueísmo es más fácil, en especial cuando las potencias del neoimperialismo occidental, a remolque de los intereses de la globalización asimétrica, quieren disfrazar su miedo al competidor ruso con el verso de los remanentes dictatoriales que alberga el Kremlin y con la “natural” predisposición eslava a someterse a los gobiernos fuertes. Valga, dictaduras.
Este retorno a los esquemas propagandísticos de la guerra fría e incluso hasta anteriores a esta, cuando la URSS se erigía todavía como una amenaza subversiva capaz de alborotar a las masas europeas, solo es factible desde la ignorancia. La mentira, como se sabe, no consiste solamente en afirmar falsedades, sino también –y a veces principalmente- en suprimir información crítica a un público al cual la saturación de noticias y de estímulos que van de lo grosero a lo horrendo, o de lo meramente divertido a los datos de una realidad en constante cambio, torna en una masa incapaz de reaccionar de manera oportuna y coherente. A esta opinión, que oscila entre la indiferencia y la predisposición a dejarse llevar por lo que resulta aparente, es fácil engañarla. Al menos durante un tiempo, el que a veces hace falta para consumar una jugada maestra en el campo de la política o la economía.
Para la óptica “democrática” del sistema que rige actualmente en el mundo, resulta ideal descargar la culpa del estallido de la guerra en los dos regímenes totalitarios que en ese momento se erigían como referentes de la agitación anti estatus quo: el nazismo y el comunismo en su versión estalinista. No eran iguales ni compartían la misma filosofía, y los mayores crímenes que cometería el primero todavía estaban por venir; pero no hay duda de que proponían una alteración de las coordenadas sociales, en el caso del comunismo, y del equilibrio de fuerzas internacionales en el del nazismo, que conllevaban la perspectiva de un trastorno mundial a gran escala. En este último caso sobre todo debido a la desmesura de las aspiraciones de Adolf Hitler, mientras que el comunismo soviético en cambio ya había sacrificado, en gran medida debido a la ferocidad con que Stalin suprimió cualquier vestigio de oposición interna en las Purgas, los objetivos de revolución internacional propuesta por Lenin y la vieja guardia. En su lugar puso esas aspiraciones al servicio de las necesidades de la política exterior rusa, trámite los PC locales.
“Realpolitik”
Esta “realpolitik” movía a Stalin a buscar la alianza con las potencias “democráticas” de occidente para enfrentar a la amenaza que intuía mortal representada por la Alemania nazi. Hitler nunca había hecho un misterio de sus aspiraciones a un “Lebensraum” o Espacio Vital para Alemania en el este. Ya desde “Mein Kampf” había expuesto unas aspiraciones que por otra parte coincidían con las elaboradas por el Estado Mayor alemán durante la primera guerra y que incluían la apropiación de Ucrania y una indeterminada expansión hacia el oriente. En los años ’30 la marcha a paso redoblado de Alemania hacia el control de Europa central y sudoriental –el Anschluss, los sudetes y Checoslovaquia- había hecho subir la temperatura hasta el borde del estallido, evitado provisoriamente en la conferencia de Munich en septiembre de 1938, cuando Gran Bretaña y Francia cedieron Checoslovaquia a cambio de nada. Stalin, que hacía tiempo venía propulsando un frente común con las potencias burguesas en contra de Alemania, quedó absolutamente desengañado respecto a esta posibilidad al ver la forma en que los aliados abandonaban su mejor carta y sacó las lógicas conclusiones: era evidente que Francia y Gran Bretaña no querían enfrentarse a Alemania y que era probable que estuvieran meditando pactar con Hitler y propulsarlo contra la URSS.
Esto no era exactamente así, pero no carecía de verdad. Aunque deseaban que Alemania jugase el papel de muro de contención contra Rusia, los jefes occidentales no estaban dispuestos (o al menos no lo estaba una parte de ellos, en especial en Inglaterra) a consentir una expansión alemana que la convirtiese en “primus inter pares” en Europa. Su renuencia a enfrentarla nacía de la convicción (que a la larga se reveló justificada) de que sus países no estaban en condiciones de mantener sus economías en pie y a sus respectivos imperios intactos si se llegaba a una guerra general. Este era el fondo de la política de “apaciguamiento” que sustentaban el primer ministro británico Neville Chamberlain y su ministro de relaciones exteriores, Lord Halifax. A esto podía sobrenadar una simpatía en los dirigentes conservadores por el antibolchevismo de Hitler y eventualmente el deseo de propulsarlo contra la que se consideraba la amenaza en el Este, pero esa inclinación tenía sus límites, conscientes como eran del poderío alemán y del riesgo que supondría su expansión ilimitada.
Cuando Hitler se movilizó para dar el siguiente paso, miraba decididamente hacia la consecución de su objetivo mayor, la destrucción de la Unión Soviética y la conquista del espacio vital que permitiría convertir a Alemania en una nación-continente similar a Estados Unidos y a la misma URSS; capaz en consecuencia de plantar al capitalismo alemán en condiciones de disputar o de repartirse el mundo con Estados Unidos. A esto se sumaba, sin embargo, el batiburrillo de ideas impregnadas de nacionalismo biológico y de superioridad aria, que sus competidores occidentales disimulaban mejor, y que suscitaban resistencias difíciles de vencer en los pueblos que eran objeto de ese desprecio. Eso no se comprendía claramente en ese momento, sin embargo. La enormidad de la apuesta hitleriana hasta cierto punto la tornaba inverosímil para sus adversarios, y fue probablemente esto lo que le permitió al Führer avanzar hasta el punto al que llegó. Esa desmedida voluntad de poder quedó explicitada, con más claridad que en “Mein Kampf”, en el “memorándum Hossbach”, la minuta en la que el que compiló las conclusiones de la exposición de Hitler su ayudante militar, el coronel Friedrich Hossbach, durante una reunión con los jefes de la Wehrmacht y del ministerio de Relaciones Exteriores en la cancillería del Reich, en noviembre de 1937. Dijo Hitler que la cuestión del espacio vital tenía que ser resuelta en Europa y no en otra parte. “El problema alemán sólo puede ser resuelto por la fuerza, y esto no sucede nunca sin correr riesgos… Si estoy aún vivo mi voluntad inalterable es resolver el problema del espacio alemán a más tardar entre 1943-1945… La fecha está fijada por el progreso del rearme alemán en relación al de otras naciones. Después de esas fechas la relativa ventaja adquirida por Alemania empezará a decrecer, y el armamento alemán será superado por el de otras naciones que habrán empezado más tarde su proceso de rearme”.[i]
La voluntad de guerra del jefe del gobierno alemán está aquí claramente explicitada y todos los acontecimientos que siguieron a esa reunión así lo confirmaron. En agosto de 1939, fracasado el intento germano de asociar a los polacos al propósito hostilizar a la URSS y rehusándose Varsovia a resolver el contencioso de Danzig a favor de los alemanes, Hitler decidió un súbito cambio de frentes e hizo sondear a los rusos sobre la posibilidad de un pacto de no agresión y colaboración mutua, lo que le permitiría acabar con el colchón polaco y mejor aproximarse a su objetivo final, que era la URSS. Tales son las paradojas de la política. Stalin estaba dispuesto al acuerdo, aunque no lo traslucía pues mantenía simultáneamente conversaciones con los franceses y británicos para formar una coalición antialemana. Pero el escaso interés que demostraban estos y la sospecha, casi la certeza, que tenía en el sentido de que en el fondo estos deseaban que se les sacase las castañas del fuego y evitar así un choque en gran escala en el frente occidental, lo persuadía de la bondad de la oferta alemana. Esta era doblemente interesante porque le permitiría participar de un nuevo reparto de Polonia y de asegurarse, allí y en los países bálticos, un glacis, un colchón de seguridad que daría a la URSS el espacio suficiente para absorber el impacto del primer choque con los alemanes cuando este, como era de prever, se produjese. Mientras tanto devolvía la atención a los aliados occidentales y podía sentarse a ver como estos y los nazis se desgastaban mutuamente en el frente francés. El pacto Ribbentrop-Molotov se firmó el 23 de agosto de 1939, exactamente nueve días antes de que Alemania invadiese Polonia. Dos semanas más tarde el ejército soviético se unió a la invasión y a finales de setiembre Polonia estaba repartida entre las dos potencias.
La “realpolitik” es maquiavélica, pero por eso mismo está llena de rebotes irónicos. Porque el deseo anglofrancés de dejar que rusos y alemanes se matasen entre sí, quedó frustrado por el pacto y hubieron de recibir el choque de la blitzkrieg de lleno de mayo de 1940, de resultas del cual Francia fue derrotada y los británicos hubieron de huir del continente. Pero la misma magnitud de su éxito determinó a los alemanes volverse contra los rusos cuando se hizo evidente que no podían derrotar a Inglaterra de inmediato. Se volvió así a la ecuación primera, con los occidentales, en este caso Gran Bretaña y Estados Unidos en vez de Francia, dándose tiempo para formar el segundo frente contra el Reich, mientras Rusia se desangraba.
Las peripecias –a veces dan gana de llamarlas piruetas- de la historia hicieron que todos los contrincantes jugaran doble en las vísperas del segundo conflicto mundial. Es evidente, sin embargo, que la voluntad agresora estaba primer lugar en Berlín; que los soviéticos hicieron, de la necesidad, virtud, para escapar de la trampa en que los aliados occidentales los estaban dejando en 1939, y que estos extrajeron fortuitamente de su derrota en Francia en 1940, el beneficio de la espera y la posibilidad de enfrentar finalmente a una Alemania exangüe. Todo esto sería cosa juzgada si no fuera porque la interpretación de esos hechos sigue suscitando polémicas políticamente intencionadas.
Siempre es posible regocijarse con las ironías de la historia. Lástima que a menudo estas se traman alrededor de sufrimientos inauditos y de monstruosidades sin fin.
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[i] Alan Bullock, “Hitler and Stalin, parallel lives”, Fontana Press, 1993.