En el artículo anterior, dedicado a analizar al asesinato del general iraní Quassam Suleimani por el gobierno norteamericano, decíamos que, con toda probabilidad, se trataba de una provocación dirigida a incentivar una respuesta de Irán que, eventualmente, consintiera a Estados Unidos descargar un golpe fulminante contra ese estado, que se ha constituido desde unos 40 años a esta parte en el gran obstáculo para la imposición de la hegemonía de Washington en medio oriente. Viendo el desarrollo posterior de los acontecimientos, sin embargo, uno se siente predispuesto a atemperar ese punto de vista y a adecuarlo atendiendo a los parámetros extremadamente complejos que tiene la política de poder entre las potencias hoy en día. Aunque todavía no cabe descartar nada en materia de represalias, después de las expresiones del presidente iraní Hasán Rohaní en el sentido que la “venganza” iraní se descargaría sólo contra objetivos militares y del hecho de que, en efecto, los cohetes iraníes disparados en respuesta al atentado golpearon sin mayores efectos a bases norteamericanas ubicadas en la periferia de Bagdad, se tiene la sensación de que Teherán no pisará el palito. Asimismo se intuye que el objetivo de la salvajada estadounidense no es llegar a una guerra abierta con el estado teocrático iraní, sino proseguir con las tácticas de la destrucción por desgaste y fragmentación que ha venido manejando desde el lanzamiento de la doctrina Rumsfeld-Cebrowski en 2001. Esta doctrina es fruto de la percepción de Washington acerca de la única forma de que dispone para intentar mantener su predominio global.
Si se observan todas las aventuras militares en las Estados Unidos se involucró, en forma directa o por interpósitos agentes, en los últimos 20 años, se tiene la engañosa sensación de que ninguna fue exitosa. Lo único que produjeron fue caos y destrucción. Ahora bien, si el caos y la destrucción eran precisamente el objetivo buscado por tales emprendimientos, no puede negarse que esas operaciones, contrariamente a lo que parece, tuvieron –y tienen- éxito.
Estados Unidos lidia con una crisis de sobre-extensión imperial. A pesar de sus inmensos recursos no está en condiciones de mantener su predominio cuando este se ve amenazado por la emergencia de potencias asimismo gigantescas, capaces de competirle en sus propios mercados. Para los planificadores e ideólogos del “excepcionalismo” norteamericano esto es una amenaza intolerable. Ocurre sin embargo que el reto no puede ser afrontado con un desafío militar directo, al estilo del practicado en las dos guerras mundiales, dado el carácter suicida que tendría tal enfrentamiento en la era nuclear. Se trata entonces de elaborar una estrategia alternativa que imposibilite la creación de cualquier contrapoder que pueda sobreponerse al propio. Para ello lo que mejor conviene es determinar una estrategia del caos con el propósito de sembrar el desorden por el desorden mismo. Se trata de una política como de tierra arrasada, que niegue tanto a los adversarios globales como a los pueblos que viven en las regiones donde tienen lugar las batallas, la posibilidad de sembrar en ese yermo y por consiguiente la de hacerse un lugar bajo el sol. Es gangsterismo puro y simple, que instituye la guerra permanente en el seno de una paz ficticia y permite asimismo mantener la productividad y los réditos de una descomunal industria de guerra, necesaria tanto para la economía del sistema capitalista en su fase actual, como para atender a los compromisos bélicos menores que surgen a consecuencia de este propósito de predominio imperial.
La muerte de Quassem Soleimani se insertó en esta geometría a la perfección, y no solamente por la importancia de la significación personal de ese líder en tanto experto militar y político, sino también por el papel preciso que se encontraba desempeñando en el momento de su asesinato. Según lo reveló el primer ministro iraquí Adil Abdul Mahdi, el general Soleimani arribaba a Bagdad con el propósito de buscar una mediación con Arabia Saudita con miras a obtener una distensión en la región. Todo dentro del marco de un trabajo entre bastidores entre la diplomacia rusa e iraní para conseguir un pacto de no agresión entre los actores regionales.[i]
Con el asesinato de Soleiman, entonces, Estados Unidos (e Israel, en su estela) ha conspirado contra ese posible acuerdo entre las monarquías del golfo y, al mismo tiempo, se ha permitido asegurar las cuantiosas ventas de armamento a esos países. La jugada hasta aquí ha salido aparentemente redonda, aunque haya supuesto una violación descarada de las normas internacionales, como la que implica el asesinato de un dirigente de un país con el que no se está en guerra, violación agravada por la jactancia con que se admite el hecho; y de un par de cientos de vidas más segadas por “daños colaterales” (como lo fue el abatimiento por error de un avión de pasajeros ucraniano por las defensas antiaéreas iraníes en extrema alerta). Todo esto ha pasado sin que al mundo se le mueva un pelo. El asesinato como expediente de parte de la superpotencia ha sido naturalizado hace tiempo por una opinión pública podrida por el mensaje mediático, pendiente de cualquier cosa menos de lo que realmente debería interesarle. Esto es diabólicamente peligroso. Pues cuando se juega una partida mortal al filo del abismo, cualquier error de cálculo puede poner las cosas más allá del límite de no retorno.
El combustible que permite la andadura de la estrategia Rumsfeld-Cebrowski es la existencia de las divisiones confesionales, étnicas, tribales o incluso culturales que dan origen a resquemores que arraigan en el tiempo y que se han convertido en callos, en durezas siempre prestas a sensibilizarse ante cualquier ofensa, real o supuesta, a su originalidad y autonomía. Cuando vienen mezclados con fanatismos confesionales o provienen de un desarraigo cultural derivado de las migraciones y de las transformaciones de la vida moderna, pueden transformarse en elementos explosivos susceptibles de cualquier tipo de manipulación, como lo demostraron los acontecimientos sucedidos en la ex-Yugoslavia, en Libia, en el Líbano, en Irak y tantos otros lugares del planeta, hasta culminar en la venenosa floración del DAESH, que combina lo peor de ambos mundos: el pistolerismo de los “contratistas” con el frenesí de una legión de combatientes que buscan desahogar su frustración y darle un sentido a su vida enarbolando la bandera negra de un fanatismo que no se propone construir nada duradero, como no sea unas configuraciones de poder pasajeras, pues son hijas de la fuerza bruta y van contra todos los parámetros que hacen a la vida digna de ser vivida. Su emergencia periódica y su no menos periódica destrucción, sin embargo, vienen a satisfacer esa necesidad del conflicto siempre reiniciado que tan bien cuadra a la estrategia del caos y a la política del divide y vencerás.
La carencia de utopías valederas, que se propongan la marcha hacia el futuro, es lo que alienta la manifestación y explotación de las distopías al estilo de la profesada por el ISIS. En un nivel menos radical la emergencia de los pequeños nacionalismos o nacionalismos de campanario viene a cumplir un papel similar. Y todo esto se combina con los cálculos políticos a corto plazo que tienen que ver con la campaña electoral norteamericana, donde Donald Trump parece que se beneficiará del giro positivo que ha sabido imprimir a la economía norteamericana y del asesinato que ordenó cometer en la persona del jefe iraní. Claro que esto último se le puede volver en contra si llega a dar lugar a un compromiso mayor y el número de bajas norteamericanas se acrecienta. E incluso puede servir de inatacable coartada a su propio asesinato cometido por sus enemigos internos, pues, ¿quién no va a echar la culpa de un eventual magnicidio a una represalia cometida por un tenebroso islamita?
Así estamos en el mundo moderno, que cada día se parece más al cine. La vida imita al arte, y permite invertir el sentido del epígrafe clásico: ahora cualquier parecido entre la realidad y la ficción no es ninguna casualidad.
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[i] “L’assassinio di Soleymani e le accuse all’Iran”, de Daniele Perra, Eurasia, 9 de enero.