Finalmente, el Brexit parece estar entrando a su recta final. El resultado de las elecciones que le dieron el triunfo a Boris Johnson hace un par de semanas fue de una contundencia inapelable. Sin embargo, como suele ocurrir en las elecciones en las que se plantean diferencias drásticas, los problemas comienzan con el triunfo. Gran Bretaña se irá de la Unión Europea; pero, ¿se irá unida?
Por otra parte, la derrota de Jeremy Corbyn significa que el Labour ha fracasado en su trabajo por reformarse y darse un nuevo rostro que hiciera olvidar la orientación neoliberal que le habían impreso Tony Blair y otros como él, al seguir la estela del naufragio ético e ideológico de las socialdemocracias del continente europeo, comprometidas en el curso de la globalización asimétrica y de la acumulación salvaje de la ganancia, al igual que los partidos alineados a la derecha del espectro político.
Porque esta es la primera cosa que salta a la vista cuando se echa la mirada a los cómputos electorales. Johnson ha engrosado su capital justamente en los distritos que fueron más acendradamente laboristas en el pasado. El norte y el centro de Inglaterra y Gales, el corazón industrial de la Gran Bretaña, votaron masivamente por el candidato tory. A la clase obrera inglesa –o a lo que resta de ella- parece preocuparla más el problema de la inmigración y de la competencia por el empleo que esta plantea, que las garantías de seguridad social que siempre les brindaron los gobiernos laboristas y que, por su linaje y proveniencia social, los tories nunca han avalado de corazón. ¿Acaso no fue la conservadora Margaret Thatcher quien dio el golpe de gracia a la poderosa rebelión de los mineros, en la primera de las grandes batallas que signaron la ofensiva neoliberal en los países de norte desarrollado? Estos datos no parecen haber influido en una decisión que estaría aconsejada no tanto por convicciones ideológicas como por un difuso hartazgo, generalizado en las masas, acerca de la hipocresía de los capitostes de la política.
La victoria de Johnson es asimismo un triunfo personal, derivado de su carisma y de su carencia de empaque. El desorden de su pelo rivaliza con el jopo de Donald Trump: revuelto el uno, rígidamente peinado el otro, dan a ambos un aire de excéntricos que cae muy bien entre un público saturado de personajes entrenados en el decir y el parecer políticamente correctos.[i] Conviene observar, empero, que estas similitudes no se limitan al plano vestimentario, e invaden terrenos más problemáticos. Trump y Johnson están atrayendo el voto de clase obrera y de clase media que tradicionalmente se habían orientado hacia los demócratas en Estados Unidos y hacia el centro izquierda en Europa. El mismo fenómeno se está produciendo en Francia, con el Frente Nacional de Marine Le Pen, y en general en muchos países europeos, hayan o no pertenecido al fenecido bloque del Este en tiempos de la URSS. El caso más relevante es el de la Lega en Italia, aunque su progresión se haya provisoriamente detenido con la ruptura de la alianza de ese partido con el movimiento Cinque Stelle.
Para los parámetros de la ideología política convencional en boga después de la segunda guerra mundial, que quiso dar por adquirido el progreso de la civilidad y la democracia formal en un marco de prosperidad económica, esta evolución es extraña y poco menos que aberrante. Sin embargo, es lógica en el cuadro del repliegue de la socialdemocracia hacia un igualamiento con las miras del capitalismo globalizador. Puede decirse en última instancia que con esto no hace sino replicar el comportamiento de la socialdemocracia europea casi desde sus orígenes, cuando su parte más “seria” y asentada, que dominaba el aparato, servía de ala izquierda al imperialismo europeo y, lejos de oponerse a los emprendimientos coloniales los aceptaba de buen grado; aderezándolos en todo caso con unos granos de protesta moral. La implosión del comunismo, que había venido a corregir esa vía transaccional y reformista, y la propia y a veces terrible ejecutoria de este, vaciaron a las masas de una firme convicción de izquierda y originaron esa deriva hacia la derecha a la que no conviene empero asimilar de manera simplista con el fascismo. El desconcierto es mayor a causa de la propaganda que baja de un cielo mediático controlado por los gerentes del sistema. Comunicadores a sueldo y servicios de inteligencia suministran un menú de noticias, entretenimiento y desinformación que transforma al pueblo en público y contra cuyo dominio se rebelan confusamente los votantes de los movimientos a los que se suele denominar despectivamente como populistas. Para ellos no se trata de una cuestión de nombres, sino de expresar un descontento y en algunos casos una rabia que no sabe muy bien a qué santo encomendarse.
Escocia e Irlanda en el problema del Brexit
Mientras los pueblos europeos se buscan en la tarea de conformar una nueva identidad política, los problemas geopolíticos y nacionales suscitados por el Brexit cobran una dimensión que es imposible de ignorar. Boris Johnson no parece padecer de la inseguridad psicológica de sus antecesores James Cameron o Theresa May, pero los problemas que habrá de enfrentar con la salida de la Unión Europea están lejos de ser pequeños y podrían anticipar otros mayores. En primer término se plantea el asunto de Escocia. El partido nacional escocés recabó un número de sufragios en las recientes elecciones tan apabullante como los que Johnson obtuvo en Inglaterra. La pulsión separatista en Escocia es muy fuerte. Aunque el referéndum sobre la separación de Inglaterra en 2014 había suscitado al principio un susto mayúsculo en Londres, su resultado al final fue favorable a la continuidad de la unión (55,3 por ciento por el no a la secesión, y 44,7 por el sí), y pareció relegar a las calendas griegas la salida de Escocia del Reino Unido. El Brexit arriesga cambiar el panorama. El grueso de la población escocesa es decididamente europeísta y no quiere perder las ventajas económicas que el vínculo con la UE supone. Esto plantea una vez más la opción independentista a través del requerimiento de un nuevo referéndum, y lo mismo ocurre en Irlanda con el Ulster, donde el problema se complica aún más por las tensiones entre católicos y protestantes, pues un norte irlandés que ya opta por la Unión Europea probablemente sería absorbido por la república de Irlanda, que forma parte de aquella y que reivindica la unidad de la isla desde hace un siglo, no bien terminó la guerra de independencia con Gran Bretaña. El período de salvaguarda por el Brexit entre Londres y Bruselas establece que después de la actual transición, que culmina en diciembre del año próximo, si no se ha establecido un acuerdo comercial entre las partes, Irlanda del Norte quedaría sujeta las normas de la Unión Europea. El Ulster, arrastrado por su importante minoría católica, podría pendular hacia la república irlandesa. Las refriegas entre las dos facciones que rivalizan allí podrían así reencenderse.
Otro de los inconvenientes mayores que podrían verificarse en el caso de una separación de Escocia sería el del destino de las bases militares, aéreas y navales distribuidas en su espacio. Scapa Flow, el principal apostadero de la Armada británica durante las dos guerras mundiales, hace tiempo que es un museo, pero la base de Clyde es una de las tres principales instalaciones navales del Reino Unido y alberga a los submarinos de la Fuerza de Disuasión Nuclear Británica. El importante número de bases aéreas y navales dispersas por su geografía incluso dio lugar la denominación “Fortaleza Escocia”.
¿Qué pasaría si ese territorio se escindiera de Gran Bretaña? No es probable que vaya a ocurrir eso ahora, pues el premier Boris Johnson ha dejado en claro que no tiene ninguna intención de reeditar la aventura de 2014 y volver a permitir un referéndum por la independencia; pero la brecha está abierta y el tema de la consulta popular ha vuelto a tomar estado público. Ahora bien, lo que sí es seguro es que tanto el Brexit como un eventual reforzamiento del independentismo escocés van a avivar los fuegos de los otros separatismos activos en el continente. El catalán, en un principio; y luego el vasco, y eventualmente el lombardo-véneto-piamontés, en Italia. Y así sucesivamente.
Piezas revueltas sobre un tablero
Los movimientos tectónicos que afectan a la UE no pueden disociarse, por otra parte, de los crujidos que se perciben en su estructura militar y que testimonian las diferencias de objetivos que existen entre los miembros de la alianza atlántica, diferencias que la recorren por debajo y que no se expresan claramente en la superficie. La declaración de Emmanuel Macron en el sentido de que la OTAN “se encuentra en estado de muerte cerebral” tiene un carácter detonante, dirigido a precisamente a mover el avispero y a clarificar las cosas, pues entiende que la organización no tiene una política común. La réplica de Donald Trump en el sentido de que Europa no cumple con sus compromisos económicos y deja el grueso de la carga del gasto que genera la OTAN a Estados Unidos, subraya otro factor de incomodidad en el seno de la alianza. La cuestión pasa empero por el hecho de que todo el mundo tiene objetivos divergentes. Hasta ahora la OTAN había sido una fiel, si no servil, seguidora de los objetivos de la geoestrategia norteamericana. Se satisfacía así la necesidad de protección que Europa tenía en relación al bloque comunista. Pero esa necesidad hace tiempo que desapareció y si bien la dirigencia de la UE comparte los objetivos hegemónicos de la globalización preconizada en su hora por Paul Wolfowitz, por Zbygniew Brzezinski, por el complejo industrial-militar y por los grandes organismos financieros internacionales, la llegada de Trump y su adopción de vías heterodoxas en materia de política exterior han trastornado el panorama. El presidente hace y deshace sin cuidarse mucho de sus aliados. Se amiga y se embrolla con Kim Jong un, se aleja de Turquía y luego la respalda, dejando a sus aliados kurdos en la estacada; rompe el pacto de desnuclearización con Irán, lo que complica a los europeos que lo sostenían y que aspiraban a restablecer unas relaciones comerciales mutuamente favorables con el país de los ayatolas; enfrenta a China en una guerra comercial que sobreentiende una agresividad militar en el área del Pacífico, y finalmente desarrolla una política ambigua respecto a Rusia en torno al tema de Ucrania, en la que alternan las buenas palabras con el mantenimiento de las sanciones.
Son estas últimas las que molestan sobremanera a Europa, pues vedan un intercambio comercial fructuoso para ambas partes. El caso de los gasoductos Nord Stream 2, Turk Stream y South Stream, que Estados Unidos ha bloqueado o se esfuerza por bloquear, son indicativos de esta puja sorda y despiadada. A Washington le preocupa que, al multiplicarse la capacidad exportadora de gas proveniente de Rusia, también aumente la dependencia europea de ese combustible, que EE.UU. prefiere proveer por sí mismo a través de su floreciente industria del “fracking”. Pero lo que lo inquieta sobre todo al establishment norteamericano son las implicancias estratégicas de ese sistema. Pues al pasar por el Mar Báltico, el Nord Stream evita a los países del Grupo de Visegrado (Chequia, Eslovaquia, Polonia y Hungría) y a los países bálticos y a Ucrania, o sea a los países europeos más vinculados a Washington. Las sanciones contra las empresas europeas que construyan el Nord Stream 2 junto a los rusos (dos porque sucede al primer acuerdo y duplica la cantidad de gas a transportar que estaba contemplada allí) están incluidas en la ley de defensa que asigna al Pentágono la rumbosa suma de 738.000 millones de dólares para el ejercicio 2020.[ii] Pero lo más significativo es que casi la totalidad de los legisladores (demócratas y republicanos) de ambas cámaras del congreso respaldaron esas sanciones contra las firmas europeas. Más allá de las riñas intestinas en torno a si cabe o no respaldar el “impeachment” a Trump y también más allá de las originalidades de este, es evidente que las grandes líneas de la política exterior norteamericana siguen siendo dictadas por el “estado profundo”.
Estamos frente a un proceso global largo y complejo, donde no hay orientaciones claras. Los colosos van a la deriva, preocupados ante todo por la política de poder. En este escenario tan variable pensar políticas de estado a partir de nosotros mismos y de nuestra conveniencia regional debería ser de práctica. Esperemos que en nuestra clase política se produzca esta maduración, más pronto que tarde.
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[i] Aunque se debe señalar que formación de ambos políticos difiere notablemente. Johnson es un intelectual formado en Oxford, periodista y escritor, y Trump es un heredero habituado al aventurerismo empresarial y mediático. Ambos sin embargo comparten un instinto seguro para comunicarse con su público y parecen nutrir –en especial Trump- un fuerte desprecio hacia la cohorte de personeros de los lobbies e intereses financieros que colonizan la política.
[ii] Manlio Dinucci, en Red Voltaire.