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17
DIC
2019
El abrazo de Maipú,cuadro de Pedro Subercaseaux.
El abrazo de Maipú,cuadro de Pedro Subercaseaux.
Lo de Bolivia repite una tragedia iberoamericana sólo superable con la reversión de nuestro actual estado de fragmentación, a unidad regional. Mientras eso no suceda, seguiremos siendo presa fácil de la conspiración externa y del caos interno.

América Latina está pasando por un momento de recuperación de la conciencia política. Esta etapa se encuentra marcada por las convulsiones de la crisis. Lo cual es natural: toda acción engendra una reacción. La campaña neoliberal relanzada con furor durante los últimos años en todo el continente y que aparentaba estar hegemonizando al conjunto de estos países bajo el diktat de la globalización asimétrica, como ocurriera en los setenta y los noventa, se quebró con estruendo. Lo cual provocó una contraofensiva inmediata de los poderes fácticos que se enseñorean de las riquezas y de los medios de la comunicación, en colusión con las embajadas de Estados Unidos y con los servicios de inteligencia que actúan a partir de sus directivas en la mayor parte de nuestros países.

Las elecciones argentinas que desbancaron a Cambiemos, los disturbios en Ecuador contra la injerencia del FMI y contra el gobierno del traidor Lenín Moreno; el triunfo de Andrés Manuel López Obrador en México, el huracán de la insurgencia popular que recorrió a Chile durante dos meses a pesar de una represión salvaje, evidenciaron este despertar. El golpe contra Evo Morales en Bolivia fue la inmediata respuesta a ese renacimiento de la voluntad popular.  

Sería un error, me parece, suponer que las luchas que hoy asoman suponen tan sólo una sumatoria de reacciones aisladas, orientadas cuando mucho a restablecer la onda progresista que alumbró con el chavismo a partir del fin de siglo. Creo que el fenómeno es más grande y que, en realidad, está expresando la crisis global del nefasto invento acuñado por los Chicago boys y antes preconizado por la novelista Ayn Rand en su mamotreto literario-filosófico “La rebelión de Atlas”. El neoliberalismo y su procesión de conceptos que exaltan la meritocracia, el poder del dólar, el individualismo desenfrenado, el sacro egoísmo y una especie de darwinismo económico que culmina en la hipótesis de la “teoría del derrame”, está en crisis, no sólo en América latina sino en el mundo entero. Su actual situación se expresa en la creciente resistencia al modelo de parte de la población de las sociedades más o menos desarrolladas, y en la renuncia gradual de Estados Unidos al papel de “hegemon” que se había arrogado frente al mundo y que, se está viendo, le resulta imposible asumir frente a la emergencia de nuevas o viejas potencias capaces de desafiar su liderato.

Se trata desde luego, de parte de USA, de un repliegue parcial o relativo, y que divide incluso a la oligarquía bipartidaria de Washington dentro de sí misma. Una cosa es lo que puede desear Donald Trump, y otra lo que podría querer el conjunto de intereses que responden al “estado profundo”. Pero en cualquier caso de una cosa podemos estar seguros: América latina seguirá siendo considerada por ambos bandos como un coto reservado a Estados Unidos. Lo único que podría cambiar es el nivel de la consideración que se nos asigne: si se nos continuará otorgando el trato despectivo, predatorio e intervencionista con que hasta se nos ha desfavorecido, o si se hará posible que en algún momento estos países alcancen la entidad y consistencia suficientes como para esperar una relación equilibrada con el gigante del norte.

La multipolaridad creciente es en este sentido una opción esperanzadora: ofrece un refugio para los modelos regionales más débiles, que encuentran ahí la posibilidad de construirse un equilibrio. Pero conviene no engañarse: que el modelo neoliberal haya entrado en crisis no significa que esté vencido. Ni que superarlo –eventualmente- por algún modelo mejor, no vaya a exigir un período indeterminado de tiempo, recorrido por muchas incógnitas difíciles o imposibles de discernir. El trámite de este negocio dependerá en gran medida del buen sentido, la resolución y la capacidad para medir las dificultades que tengan los hombres y las fuerzas sociales que se midan con la tarea de ir forjando el futuro. De modo que un buen diagnóstico y una actuación que lo evalúe no sólo a corto, sino a mediano y largo plazo, serán esenciales para empezar a desenredar el ovillo.

El primer problema que se ofrece a la consideración de los estrategas del cambio es la comprensión de las interrelaciones que se establecen entre la ideología y la geopolítica; es decir, entre las aspiraciones ideales y las realidades marcadas por la situación geográfica y también, claro está, por el peso de los grandes protagonistas mundiales de la realidad fáctica. En la era de súper gigantes que se está gestando, los países menos poderosos no tienen otro camino que la formación de unidades regionales capaces de competir y negociar con los otros bloques de poder en términos si no de igualdad, al menos de respeto. Son importantes para lograr este objetivo los factores que abundan en el sentido de la identidad cultural, la comunidad de intereses y la complementariedad económica, más que la ideología.

Ventajas y desventajas

Iberoamérica es, en este orden de cosas, una sección privilegiada del mundo. Tiene los elementos aglutinantes más importantes: tiene una lengua común, si consideramos al portugués como una de las variantes idiomáticas de la península ibérica, cuyo nexo común es el castellano; comulga en general con un mismo credo religioso, el catolicismo; dispone de enormes y complementarias riquezas minerales y agropecuarias, goza de vías fluviales comunicantes y de reservas acuíferas que se encuentran entre las mayores del planeta, y el viejo obstáculo de la extensión puede ser neutralizado por los medios de comunicación modernos. Sus puntos débiles residen en la fragilidad o el carácter acomodaticio de sus burguesías, en general orientadas en un sentido mercantilista a jugar el papel de burguesías “compradoras”; es decir, de intermediarias entre el capital extranjero y las riquezas del país, y que de ese rol extraen el grueso de unas ganancias que no se reinvierten en aplicaciones productivas sino que mayoritariamente se disfrutan parasitariamente o se giran al extranjero. De ahí el monocultivo predominante en la mayoría de nuestros países y también, quizá, el flojo carácter de nuestras burguesías empresarias -que se diferencian de la oligarquía agraria y financiera, pero que no terminan de forjar el espíritu emprendedor que caracteriza a las del norte, con lo que otorgan cierto asidero a los argumentos del sistema pseudoliberal que las tacha de dependientes del estado y de solicitantes de protección aún después del destete.

Se trata, desde luego, de un argumento deshonesto, porque se lo esgrime de forma indiscriminada contra el papel del estado; papel que no es otro, justamente, que el de guiar la actividad económica para protegerla de los contendientes externos cuyo peso nos abruma apenas ingresamos a un choque con él en campo abierto. La protección y la orientación estatal son por lo tanto imperativos, aunque deben ejercerse responsablemente y cuidando que la clase empresaria no se contagie de la propensión suntuaria de las oligarquías del monocultivo ni de que se instale cómodamente en una sobreprotección gubernamental. Aquí entra a tallar el gran dato crítico que estrangula al desarrollo argentino: que está dividido entre un campo que produce divisas y da ganancias, pero que no genera empleo suficiente; y una industria que da trabajo, pero que consume divisas por encima de las que recaba porque aún no está capacitada para proveerse a sí misma de los bienes de capital que necesita para mantener el paso del avance tecnológico y económico, generando así el círculo virtuoso del crecimiento.

Si este es el cuadro de situación –complejo, diversificado, con grupos dirigentes poco propensos a asumir riesgos y con masas populares desencantadas por los repetidos fracasos de las políticas de uno u otro signo-, se hace más fácil comprender que el discurso por el progreso regional debe hacer hincapié predominantemente en los factores que nos unen, y no en los que podrían separarnos. Este es el quid de la cuestión cuando se observan los sedimentos que flotan en el discurso progresista que habla de la unidad latinoamericana y sin embargo exaspera los puntos que pueden suscitar discrepancias entre quienes deben asumir la tarea de ir llevándola a la práctica.

Diversidad, unidad y leyenda negra

El tema de la diversidad étnica se está convirtiendo en el caballito de batalla del relato progresista en la materia. La variedad racial de Latinoamérica es innegable, como también es innegable el hecho de que los pobladores indígenas han constituido, históricamente, la capa más sumergida y explotada de la población. Son, en buena parte de la región, el repositorio de un agravio secular contra la condición humana. Ello ha llevado a muchos a reeditar una suerte de aproximación a la teoría del buen salvaje que preconizaba Jean-Jacques Rousseau. Se especializan en subrayar la diferencia y en enfatizar el derecho de los pueblos originarios a poseer su propia identidad. Lo que es justo; sin embargo, no hay que olvidar lo que Samir Amin decía al respecto: “Es importante ser diferentes, pero mucho más lo es ser iguales”.

Y bien, el fervor por los pueblos originarios con que muchos de los agitadores de izquierda –o presuntamente tales- se aproximan a este fenómeno, suele pecar del simplismo paternalista propio de los redentores autoelegidos que a veces no se dan cuenta de que son manipulados por factores externos a la región, interesados sobre todo en producir divertimentos que distraigan de la tarea fundamental de buscar la cooperación y la consolidación de los factores que mancomunan, en vez de escarbar en los elementos que fomentan la diferencia. En la tarea de crear sendas artificiales y vías de escape falsas para Iberoamérica, pululan los personajes que juegan el juego. Los servicios de inteligencia, los cuerpos de paz o las ONG, con frecuencia servidas por individuos de buena voluntad pero ignaros de política o historia, fomentan la leyenda negra española. Es así que, en base a los agravios reales inferidos a los pueblos de la América colombina, se pasa por alto el enorme e inédito experimento de fusión racial y cultural generado por la conquista y la posterior colonización. Que esa fusión haya sido brutal y se haya cumplido en el marco de la depredación económica, no le quita mérito y habla bien de la virtud intrínseca que residía en el emprendimiento español: su admisión del mestizaje y su indiferencia respecto a los cánones de la pureza racial que estuvo presente en cambio en la colonización de América del Norte. La capacidad de fusión sexual, genética, cultural, del emprendimiento hispánico, que pone en evidencia la hermandad latinoamericana, resulta indisociable, en el fondo, del mestizaje, del credo católico y del papel jugado por la iglesia. En la leyenda negra acuñada por el imperialismo anglosajón y copiada por el marxismo eurocéntrico, el papel de la iglesia es invariablemente nefasto: son torvas figuras encapuchadas que bendicen la actuación de los “señores”, o esqueletos ataviados con atuendos arzobispales. Son inolvidables las magníficas imágenes de Sergio Eisenstein en “¡Qué viva México!”, por ejemplo, y no hay duda de que, tanto en él como en el arte de Diego Rivera y de David Alfaro Siqueiros, se refleja una parte de la realidad; pero el panorama es más vasto. El carácter sincrético del culto en algunos países donde existió una mayor presencia indígena, la enorme riqueza del barroco colonial aportado por espacios arquitectónicos al estilo de El Zócalo en el D.F., por iglesias y por catedrales, y la labor pionera de los jesuitas en los países del Río de la Plata en materia de organización social e industrialización a la medida de la época, son demostrativos de ese papel. Para no hablar de la independencia, que debe ser comprendida como parte de una guerra civil española en el seno de una guerra europea contra el imperio napoleónico. Terminado en Waterloo el ciclo de la revolución francesa, fue la derrota del bando liberal a manos del bando absolutista y de la intervención de la Santa Alianza en España a favor de Fernando VII lo que en definitiva nos arrojó a la independencia, en circunstancias en que no fue posible hacer valer al estado nación y este (o la figuración de este) se deshizo bajo la embestida de las burguesías portuarias aliadas al imperialismo inglés.

Esto hace que el ataque, abierto o subrepticio, contra la hispanidad que está en todos nosotros, sea uno de los elementos más sutilmente nocivos que inficionan a un mensaje progre que no termina de percibir su función anti-integradora, a pesar de que hace de la integración el núcleo de su  prédica.[i] Pero ojo que el fenómeno no es de hoy, aunque ahora haya adquirido una inflexión falsamente trasgresora y se haya puesto de moda entre los inconformistas al uso. Algunos de nuestros próceres, y no de los menores, como Sarmiento, profesaron ese anti-españolismo con el que pretendían diferenciarse de los pobladores de la Europa mediterránea y asimilarse a los rubios portadores de la modernidad de los países del norte. Esa tendencia ha contribuido al menoscabo de la autoconciencia entre los iberoamericanos y al extravío del sentido en el cual deben correr sus intereses. El clasismo teñido de racismo de los grupos dirigentes criollos a lo largo de la historia ha contribuido a afianzar la leyenda negra española. Los sucesos que actualmente sacuden a Bolivia, donde una gran mayoría indígena es atacada, agraviada y masacrada por un ejército asimismo integrado por indios y mestizos, comandado por una clase de propietarios más blancos pero de sangre también mezclada –véanse los rasgos de la autodesignada presidente Jeannine Áñez-, viene a reforzar la ecuación, y es un ejemplo de la alienación de las clases propietarias. Pero se trata de un fenómeno que si se exaspera en Bolivia está también presente en los otros países del subcontinente. Los mantuanos de la Gran Colombia en la época de Bolívar, los momios chilenos, los gorilas argentinos, ¿qué otra cosa eran, o son? Las corrientes inmigratorias posteriores provenientes de Europa agravaron el fenómeno y hoy es el día en que el resentimiento  hacia el pueblo bajo de cierta clase media se agrava en nuestro país al teñirse con un racismo exasperado por el creciente aporte que los inmigrantes de países vecinos pertenecientes al antiguo virreinato del Río de la Plata hacen a la masa poblacional argentina. Esos inmigrantes cobrizos tienen iguales títulos para declararse hijos de esta tierra que los descendientes de un piamontés o un croata.[ii]

Conectarnos o reconectarnos a nuestra realidad fragmentada y compleja es una operación que demandará conocimiento de la historia y percepción de las subjetividades en vigencia, lo cual supone asimismo el combate al discurso hegemónico incrustado en la academia y en los oligopolios de la comunicación. Se trata de una batalla muy difícil y de largo aliento, que seguramente acompañará a varias generaciones, pero que debe ser librada.

Tres magnitudes

Esta lucha fusiona las tres magnitudes que dan título a este artículo: la geopolítica, la ideología y la práctica del poder. Las generaciones jóvenes, que son las que habrán de sostener la batalla, deberán comprender que se trata de dimensiones cuyas coordenadas se cruzan, se combinan y se separan incesantemente, en una danza dialéctica. Lo último que conviene hacer es considerarlas abstractamente como unidades suficientes a sí mismas. Un poco más de sentido tendría preguntarse por las prioridades: ¿cuál va a ser la primera? Una vez más, la respuesta no puede ser unívoca, y toca de lleno al problema del poder. Es decir, ¿cómo podrá ejercérselo en el marco de una realidad dada?

En el caso de la Argentina de hoy, con el gobierno de Alberto Fernández que ha tomado el relevo del neoliberal de Mauricio Macri, la situación, si atendemos solamente a las fuerzas políticas que se distribuyen en el mapa, no puede ser más difícil. Gobiernos conservadores y neoliberales en Chile, Perú, Ecuador, Bolivia, Colombia y Uruguay, y de extrema derecha en Brasil, dejan al experimento del Frente de Todos sin más amigos que la complicada Venezuela y, más allá, Cuba, asimismo riesgosa por el sambenito que hace pender sobre ella el encono norteamericano. Ello nos deja al México del recién advenido presidente Andrés Manuel López Obrador como único amigo útil. Pero México por ahora mira al norte, está inexorablemente asociado a Estados Unidos por razones económicas y no puede ser otra cosa que una presencia amistosa, diplomáticamente confiable y relativamente complementaria en términos económicos.

Ahora bien, la realidad, como hemos visto, es movible. El momento actual en el subcontinente, como señalábamos más arriba, está recorrido por signos de interrogación. Dos son los interrogantes principales. Cómo gestionar nuestra relación con Estados Unidos, por un lado; y cómo articular nuestro vínculo con Brasil y con los países del Plata, por otro. Respecto a Estados Unidos, no es demasiado lo que se puede hacer, fuera de mantener una disposición amistosa a la vez que reservada. EE.UU. es el amo del cotarro y en última instancia es el que va a elegir el registro que tendrán las relaciones. Pero nosotros, a nivel oficial, sin abdicar un ápice de nuestra dignidad, hemos de evitar las provocaciones gratuitas contra USA y ponderar el tono altisonante al estilo del que practica cierto radicalismo de izquierdas cuando se le presenta la ocasión. El asilo brindado a Evo Morales, por ejemplo, cuando se encontraba ya bien instalado en México, es un gesto moralmente irreprochable, pero políticamente delicado. No sabemos de dónde provino el impetuoso ofrecimiento del presidente Alberto Fernández a Evo cuando este se encontraba ya en seguridad en el DF. Seguramente obedeció a un movimiento espontáneo y generoso, del cual él y todos nosotros nos sentimos orgullosos. Pero no dejó de implicar un cierto grado de imprudencia, pues no se trataba ya de salvar la vida del líder boliviano, a buen recaudo bajo el amparo de Andrés Manuel López Obrador, sino de aproximarlo a las puertas de su patria. Lo que puede ser interpretado como un respaldo activo a su eventual retorno a Bolivia. En otras circunstancias ante tal gesto sólo hubiera cabido el aplauso, pero en el momento actual, con la negociación por la deuda con el FMI en curso, la movida puede tener resonancias complicadas. Por suerte la delicadeza de la situación parece haber sido inmediatamente percibida por la cancillería y por el mismo Evo, y un velo de discreción se ha tendido en torno a su estadía en el país; velo que no debe impedirle, sin embargo, ofrecer su opinión razonada sobre el golpe de mano del que ha sido víctima y sobre su futuro político.  

Otro tema a considerar es la evolución del subsuelo social, que hoy se muestra conmovido en casi todos los países de la región. El gobierno de Alberto Fernández no dispone de vecinos políticamente predispuestos, pero esos otros gobiernos tampoco se acuestan en un lecho de rosas. Los disturbios de Chile, Ecuador y Colombia así lo demuestran. El problema consiste, en esta primera instancia, en que se trata de movimientos realmente espontáneos, lo que les otorga una doble característica: una es su novedad, su espontaneidad y su frescura, y otra es que la falta de dirección orgánica puede dejar que su impulso se pierda en el aire. Aunque el hito está fijado, hace falta consolidar esa disposición contestataria en torno a programas y fuerzas que se pongan en condiciones de discutir el poder.

El otro gran interrogante es la relación con Brasil. Esta es una cuestión central que involucra a toda la cuenca del Plata. La vieja rivalidad entre ambos países hace tiempo que quedó atrás y todas las experiencias, desde Raúl Alfonsín para acá, han ido en el sentido de la integración y de la complementariedad. Existen por supuesto mil y un problemas de carácter comercial y económico, pero con el Mercosur se echaron las bases de una integración que se fue manteniendo con los presidentes posteriores y que mejoraron durante los mandatos de Néstor y de Cristina Kirchner, y de Inacio Lula da Silva y de Dilma Rousseff. La oleada neoliberal macrista, el Lavajato, el golpe institucional contra Dilma, el interinato de Michel Temer y por fin el advenimiento de Jair Bolsonaro fueron elementos que embarraron la ruta, hasta casi hacerla indiscernible. Pero incluso Bolsonaro, intemperante y arrebatado como es, ha tenido que refrenar sus ímpetus. La necesidad de colaboración entre los dos países deviene de su carácter complementario, de los intereses de sus estratos empresarios y, por supuesto, de la proyección histórica que la integración regional supondría. Los denuestos del presidente brasileño después del triunfo del FdT en Argentina pueden haber sido todo lo detonantes que se quiera, pero ni siquiera el febricitante neoliberalismo de Bolsonaro puede obviar el consejo de sus asesores económicos y militares. La venida del vicepresidente, general Hamilton Mourao, a Buenos Aires para asistir al traspaso del mando tal vez haya tenido como contrapartida la ausencia de Lula en el mismo acto, pero incluso así es indicativa de que las relaciones entre los dos países, si se cifran en una apreciación realista y racional del contexto, no pueden estar subordinadas a antipatías personales o a diferendos ideológicos. Según el profesor Leonel Itaussu Almeida Mello, catedrático de la Universidad de San Pablo y reputado experto en geopolítica: “algunos datos y estadísticas, relativos al año 1999, demuestran que Brasil y Argentina poseen conjuntamente un área de 11,8 millones de km2 , una población de 200 millones de personas y un producto bruto de US$ 1 trillón, representando, aproximadamente, la mitad del territorio, de la población y del Producto Bruto Interno (PBI) total de América Latina. Ambos países poseen el mayor y más diversificado parque industrial al sur del Río Grande, complementado por inmensas fuentes de energía, hierro, manganeso, uranio, carnes y cereales, además de ocupar una posición geoestratégica esencial para la defensa y la seguridad del Atlántico Sur”.

Este hecho debe determinar la visión del futuro. Las ideologías se acomodan a la evolución de los factores sociales, las entidades nacionales son estables. Por supuesto que la rivalidad entre ambas naciones por su capacidad de influir al resto de América del Sur es un dato de la historia. Aunque más en términos teóricos que reales, pues las oligarquías dominantes de ambos países estaban subordinadas a influencias externas con las que pactaban, en especial en Argentina. Pero la visión de un Brasil expansivo que proseguiría la tradición “bandeirante” y la de una Argentina que nuclearía a la América hispana para enfrentar al dominio lusobrasileño, también toma consistencia desde ese lugar. Es decir, en la medida que se comprenda al subcontinente como un apéndice de una voluntad externa: para el caso, un Brasil que se concibiera como procónsul de Estados Unidos en América latina, practicante de una especie de sub-imperialismo que lo pondría de punta con resto de los países iberoamericanos. Lo que vendría a resultar en la parálisis de cualquier desarrollo regional o sub-regional capaz si no de equipararse, al menos de ser un factor digno de ser tomado en cuenta en el equilibrio global. No sería esa la visión que conviene a la actual evolución del mundo, caracterizado por la crisis del modelo de globalización asimétrica –países ricos dominando o tutelando a los países pobres- que es indisociable del modelo neoliberal.

Este manojo de problemas es enorme y requerirá de comprensión, determinación, aclaraciones y de una interminable labor docente para que comience a ser percibido en sus reales dimensiones,  tornando posible la realización de esa entidad iberoamericana que es, según el parecer de muchos, la única forma de sobrellevar las tormentas que se preanuncian para el futuro. Hay que combinar los factores que apunten a la construcción centrípeta y no a la deconstrucción centrífuga. La comprensión de los factores que hacen la geopolítica será determinante, pero sólo podrá tener vigencia cuando las ideologías no corran el riesgo de extraviarse en el voluntarismo. Y el poder, por fin, debería ser comprendido por los cuadros políticos que pretendan investirlo, no sólo como un fin en sí mismo sino como un vehículo para llevar a cabo una tarea en bien de todos.

¿Utopía? Quizá, pero sólo a partir de la fijación de una meta alta podrán ir construyéndose los tramos de una escalera que nos acerque a la cumbre. 

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1- En esa corriente ideológica que pierde de vista al bosque al mirar los árboles, el conformismo al uso se disfraza de trasgresor y termina, por ejemplo entre nosotros, denostando a Roca, al que se convierte en el emblema del milico exterminador por su conquista del desierto, mientras olvida que fue él quien pudo asegurar las fronteras de la nación y sobre todo salvar su integridad al terminar con el separatismo porteño derrotando a la insurrección portuaria de 1880.

[ii] A modo de digresión convendría señalar que el catalanismo que ha sobrecogido ahora a parte de la izquierda –véanse los servicios de Telesur o los aportes de Pedro Brieger- es de alguna manera una proyección de este sentimiento, y uno se pregunta cómo se puede conciliar la reivindicación de un nacionalismo de campanario, de componente esencialmente gran burgués y con un matiz de arrogancia racial, con la defensa de una unidad nacional latinoamericana que, para ser, debe al menos tomar en cuenta al manantial común del cual procede nuestra cultura presidida por el mestizaje. En todo caso podría decirse que reaccionar contra España en el ámbito de la cuestión catalana debe ser una toma de posición contra los elementos pesadamente conservadores que aún posee esa sociedad, pero no contra la idea de España como madre de una civilización nueva. Si uno ve la estupidez y la torpeza política con que el aparato judicial y estatal de Madrid se maneja en este momento con el tema del catalanismo, resulta evidente la necesidad de una renovación política a fondo de esa sociedad; pero ello no debe suspender el juicio sobre el valor unitario del aporte hispano durante el período colonial, más allá de las mitas, las encomiendas, las brutalidades y las servidumbres que le fueron anejas.

 

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