“El Irlandés”, la última película de Martin Scorsese, dispone de todas las cartas para convertirse en uno de sus mayores éxitos. Conecta a su autor con una temática que le es familiar –y querida-, acaricia el morbo del público que lo prefiere en su veta de narrador de historias violentas; ha sido lanzada por Netflix como un gran negocio; tiene un guión a la vez ceñido y previsible, y dispone de un póker de ases en materia actoral que se devora la película, conducido como está por alguien que en el plano laboral conoce a sus integrantes de toda la vida. Con excepción de uno, Al Pacino, que realiza en esta película su primera colaboración con el director de “Taxi driver”, pero que en esta colección de luminarias descuella como la más brillante de todas.
La película era un proyecto que Scorsese acariciaba desde hacía años, pero que desalentaba a los productores por su extensión -tres horas y media de duración- y supongo que también por el costo del “cast” al que había que forrarle los bolsillos. Se dice que a solo regañadientes Scorsese se decidió a aceptar la oferta de la plataforma en línea especializada en “streaming”, pensando que era preferible filmarla para TV que no filmar nada. No sé si será cierto, pero a la verdad que me parece una elección atinada no sólo por este motivo, pues tragarse esta producción en una sala de espectáculos supone un ejercicio de aguante al que difícilmente se lo alivie con un mero intervalo, sino porque “El irlandés” –desde mi punto de vista- se ve mucho mejor desde el living, la antecocina o la cama, donde es posible interrumpir el visionado para atender a los reclamos de la fisiología o para comentar tal o cual lance de la trama. En especial los pasajes en los que los actores se sacan chispas.
Por otra parte la película se propone un poco como un ejercicio de cámara: no hay grandes escenarios ni despliegues de masas que requieran de una pantalla grande o un sonido envolvente: los tiros de un 38 Special no son lo mismo que una andanada de artillería. No hay demasiada violencia explícita en el film, además; aunque existe, no llega al nivel del gran guiñol al que nos ha acostumbrado Tarantino. Su presencia es sobre todo tácita, y funciona como una sensación opresiva más que como un desborde. Está muy presente, sin embargo, no se sabe bien si por la presencia de los elementos activos de la trama o como memoria inconsciente, derivada del recuerdo de tantas otras películas donde la ferocidad se liberaba como un resorte.
El costado estético, el placer de narrar y de corporizar caracteres que cabe percibir tanto en el director como en los actores, es evidentemente uno de los grandes méritos de la película. Contrariamente a lo que se ha comentado en otros lados, a mí no me parece que “El irlandés” se cuente entre los títulos “top” del director norteamericano. Para mí ese lugar corresponde a películas como “Taxi driver”, “Toro salvaje” y, curiosamente, a una película que admiro y que se encuentra en las antípodas del universo patibulario de gran parte de su producción: me refiero a “La Edad de la Inocencia”, la maravillosa y sensibilísima transcripción que Scorsese hizo de la novela de Edith Wharton. Como quiera que sea, es evidente sin embargo que, salvo en esta digresión, a Scorsese le atrae esencialmente la descripción de la faz cruda y violenta del universo norteamericano.
Aquí, en “El irlandés”, el hilo conductor del relato es un viaje en auto que el sicario de la mafia Frank Sheeran (Robert de Niro) realiza camino de una boda. Es una jornada en la que se enhebran los recuerdos y se cruzan con el cometido que Frank tiene que asumir al final del viaje que realiza con su amigo y protector Russell Buffalino (Joe Pesci) y sus respectivas esposas. Frank es una mosca blanca: un “hit man” de origen irlandés que ha encontrado acomodo y promoción en seno de mafia italiana, convirtiéndose de paso en escudero, por no decir guardaespaldas, de Jimmy Hoffa (encarnado por Al Pacino), el famoso líder sindical de los camioneros que convirtió a ese gremio, desde la década de 1950, en la unión más poderosa de los Estados Unidos, valiéndose de su habilidad política, de sus vínculos con el hampa y del valor estratégico que suponían los servicios de transporte servidos por sus sindicados. En 1975 Hoffa desapareció misteriosamente y nunca se volvió a saber de él.
“El irlandés” usa una vez más el escenario dicotómico de una familia de gangsters donde la fría ejecutividad de los arreglos de cuentas y el implacable ejercicio de la competencia, ejercida de forma expeditiva y en ocasiones cruelísima, contrastan con los cuidados caseros, el amor filial y la preocupación por el curso de la vida de la prole, en una italianísima y poco anglosajona domesticidad que otorga a los por otra parte brutales pistoleros y hampones de un aura que a veces hace entrañables y en otras los transforma en doblemente siniestros. Es el mundo de “Los Soprano”, de “El Padrino” y de “Buenos muchachos”, al que podríamos sumar “Érase una vez en América”, ambientado en la mafia judía.
En todas estas películas hay un telón de fondo que discurre por detrás del escenario: el universo de la política. Es en este ámbito donde cabe buscar uno de los créditos del género: su valor testimonial, su capacidad de denuncia –por lo general indirecta- de un sistema de poder que se refleja en los procedimientos del hampa que lo replica. Uno de los méritos de “El irlandés” es el de abordar este tema con una franqueza más marcada que en otras ocasiones. El involucramiento de la mafia con la CIA en la aventura de Bahía de Cochinos, dirigido, en el caso del hampa, a recuperar el manejo de los casinos y de los negocios que Fidel Castro les había expropiado en Cuba; el resentimiento mortal que les causó el fracaso de la expedición y la negativa de Kennedy a proseguir abiertamente con la acción hasta derrocar a Castro, son sindicados con cierta claridad como una de las causas del posterior asesinato del presidente, aunque desde luego no puede resultar creíble que la mafia sola haya resuelto cumplir atentado. Pero las pésimas relaciones que a partir de entonces hubo entre “Camelot” (el idealizado entorno presidencial) y el hampa, así como el resentimiento del hermano del presidente, Robert Kennedy, contra Hoffa por la contribución de este a la campaña de Richard Nixon, induciéndolo a una cruzada moral espuria contra el líder camionero que la película expone sin complejos, implican un retrato de los tenebrosos entramados que se mueven debajo de los pasillos del poder en Washington y que dejan chiquitas (dado el peso y el poder letal que detenta la superpotencia) a todas las otras corrupciones que deambulan por el globo.
En el plano del relato Scorsese se ha preocupado de imprimirle una melancolía que, a mi modo de ver, está lograda en cuanto a atmósfera, pero que difícilmente alcance a la sensibilidad que eventualmente pretende o pretendería tocar. En cierto modo, a través de la descripción de los estragos de la edad, la película está diciendo adiós a los “goodfellas”, a los buenos muchachos de otras épocas. Difíclmente se pueda sentir simpatía por estos asesinos que han escogido su oficio no a pesar de sí mismos sino casi como una orientación profesional. La fotografía se ocupa de sugerir ese clima, así como la tal vez sensacional innovación técnica del envejecimiento y rejuvenecimiento digital que se practica a los personajes a través de la imagen; sin embargo, en lo referido a esto, uno se queda afuera.
Con todo, no hay duda que el mayor placer que se puede deducir del visionado de “El irlandés” es la galería de retratos que ofrece y la ductilidad y capacidad de convicción de que los actores disponen para llevarlos a cabo, bajo la sabia conducción de Scorsese. Pacino, como ya dijimos, sobresale del conjunto de grandes actores que lo rodean. Quizá por el peso mismo del carácter que encarna. Los otros se mueven con una solvencia sin grietas. Sólo quizá De Niro, en los momentos iniciales de la película, incurre en ese rictus entre despectivo e indiferente que ha convertido en su marca de fábrica y que se parece, me temo, a la mueca con que Sylvester Stallone acompaña a sus roles de hombre duro. Pero no pesa demasiado y en general De Niro está plenamente en forma. Joe Pesci, rescatado de su retiro por Scorsese, está muy bien como el compuesto y reservado Russell Buffalino (¡qué contraste con el energúmeno siniestro de “Buenos muchachos”!); Harvey Keitel también comparece por ahí, en un papel menor y uno tiene la sensación de que le ha sido asignado para recomponer justamente a la banda de buenos muchachos que acompañaron al director desde el principio de su carrera. Pero no se puede dejar de mencionar a Graham Stone, que cubre la parte de Tony “Pro” Provenzano, un agresivo gangster que tiene la facultad de sacar de quicio a Jimmy Hoffa, con quien protagoniza una riña en el comedor de la prisión en la que Scorsese da la impresión de inspirarse en la sensacional secuencia del estallido de James Cagney en “Alma negra”, de Raoul Walsh, allá por el lejano 1949: una de las piezas maestras del “film noir” norteamericano. Este actor inglés merece atención; difícil olvidar su prestación como Al Capone en “Boardwalk Empire”. Las actrices tienen poco lugar en este film protagonizado por hombres; con todo, es bueno mencionar a Anna Paquin en el rol de Peggy Sheeran, la hija del “killer”, cuyo silencioso y horrorizado seguimiento de las presentidas andanzas de su padre se constituye en el termómetro del fracaso de este en su pretensión (en realidad descabellada) de construirse una vida normal.
“El irlandés” (“The irishman”). Director: Martin Scorsese. Guión: Steven Zaillian, sobre la novela “I heard you paint houses”, de Charles Bandt, inspirada en las presuntas confesiones de Frank Sheeran. Música: Seann Sara Stella. Fotografía: Rodrigo Prieto. Montaje: Thelma Shoonmaker. Intérpretes: Al Pacino, Robert De Niro, Joe Pesci, Graham Stone, Anna Paquin.