Semana cargada de presagios y de decisiones importantes es la presente, para el país tanto como para Latinoamérica. Tenemos la elección del próximo domingo, en Argentina; en Bolivia, Evo ha obtenido el triunfo en primera vuelta por una diferencia relativamente estrecha, que ha estimulado a la oposición a denunciar fraude, en un desafío con final abierto; en Chile, la revuelta popular no cesa y, cualquiera sea su definición provisoria, está proclamando la crisis del país enarbolado como modelo por nuestros neoliberales y revelando cómo, después de medio siglo de libre mercado, la sociedad sigue trabajada por la violencia y el descontento que genera un orden ferozmente desigual. Y en Ecuador, por fin, los desórdenes también hacen ostensible la inviabilidad del régimen neoliberal al que la traición de Lenín Moreno había devuelto las palancas del poder. Mientras tanto Nicolás Maduro en Venezuela sigue resistiendo el cerco estadounidense y la sedición opositora y, a pesar de sus múltiples dificultades, no parece estar en vísperas de caer. En Brasil los índices de popularidad de Jair Bolsonaro siguen descendiendo, y en México Manuel López Obrador se enfrenta a un panorama difícil, pero que no tiene pinta de amilanarlo, sostenido como está por un sólido apoyo popular y por el desprestigio de los partidos tradicionales.
En nuestro país este domingo se da una elección decisiva. Venimos de un cuatrienio espantoso. Es hora de sacudirnos de encima la horrible combinación de financistas timberos, de bancos y de representantes de las grandes empresas transnacionales, acoplados a los cultores del inmovilismo agrario, que han vivido a costa del país sin la menor preocupación por su desarrollo integral. Son sin duda una minoría; el problema consiste en que concentran la riqueza, controlan los grandes medios de comunicación y disponen de una masa de maniobra poblacional influenciable, a la que han moldeado a su gusto durante décadas explotando su racismo tácito o explícito, su ignorancia de la historia y su miedo a perder estatus si se ve en riesgo de ser igualada por los de abajo.
La gestión de Mauricio Macri ha respondido a todas las expectativas negativas que teníamos cuando el candidato se postuló a presidente por primera vez. Y lo hizo con creces. El cinismo que desplegó desde el primer momento fue casi una sorpresa. Pretender nombrar jueces de la Corte Suprema a las pocas horas de asumir el gobierno sin el acuerdo del Congreso fue la primera señal de esa desenvoltura, indicativa también del modo irresponsable en que influiría después a la Justicia, con la complicidad de jueces y fiscales venales o claramente jugados por una preferencia política. Pero Macri no es sino el mascarón de proa del sistema reaccionario que desde hace más de un siglo tira pesadamente al país hacia atrás. El proceso arrasador de estos cuatro años de gobierno oligárquico no se detuvo ante nada: orientado a crear las condiciones para devolver a la Argentina a su vieja condición de proveedora de commodities para el mundo desarrollado, se lanzó a desindustrializar por vía de la apertura irrestricta de las importaciones, a devaluar para favorecer las exportaciones y a disminuir o levantar las imposiciones fiscales al campo y a la minería para favorecer a esos sectores y generar, de paso, confianza en el hipotético inversor externo. Que solo se apersonó en la forma del capital especulativo, predispuesto nada más que a la bicicleta financiera. Todo esto provocó un déficit que se palió con la contracción de más y más deuda externa, mientras que el conjunto de esas medidas provocaban una crisis de la economía que llevó al cierre de fábricas, al desempleo, al descenso de la capacidad de compra del grueso de la población y a un empobrecimiento generalizado. La primarización de la economía y la desindustrialización empezaron a generar esa masa de desempleados que es una de las premisas de la ortodoxia, que entiende que la existencia de un ejército de reserva del trabajo permite implantar la dictadura del capital: una mano de obra desempleada y hambrienta consiente la reducción de los salarios, reduce –teóricamente- la conflictividad laboral al obligar al trabajador a preocuparse sólo por la conservación del empleo, y facilita la anulación al menos parcial de las conquistas sociales. Todo ello para potenciar la acumulación del capital, a la espera de que su crecimiento determine que, en algún momento, empiece a producirse el derrame de la riqueza, desde la copa henchida hasta los bordes de los poderosos, hacia la multitud de los postergados que están abajo. Cosa que no se ha visto hasta hoy en el mundo subdesarrollado. Ni se verá, podemos estar seguros.
En el ínterin, la fuga de divisas fruto de la toma de capitales que se retiraban tras haberse empleado en satisfacer las necesidades presupuestarias del estado y de beneficiarse con tasas siderales de interés, provocó una falta de fondos para el repago de la deuda, lo cual equivalió a un default, eludido tan sólo al acudir al prestamista final, el FMI, que con una prodigalidad insólita terminó desembolsando 50.000 millones de dólares para sacarnos del paso. Lo que equivale a decir que nos ató una cuerda al cuello con la cual, teóricamente, estaría en condiciones de dictar todos los pasos que debería recorrer nuestra evolución en las próximas décadas.
Hoy el 38 por ciento de los niños concurre a comedores populares, el 40 por ciento del pueblo es pobre, el diez por ciento indigente, la desocupación toca los dos dígitos y los salarios han reducido un 30 por ciento su valor real en relación al 2015. Tal es el legado del gobierno Macri. ¡Esta sí que de veras es una pesada herencia!
Algunos dirán que es imposible de levantar. Sin desconocer las grandes dificultades que presenta el futuro, se debe afirmar sin embargo que la situación puede modificarse. En realidad, me animaría a decir que los obstáculos no están tanto en el peso de la deuda ni en los estragos que deja detrás de sí el gobierno Macri, sino en la aptitud para articular un frente nacional que sea capaz de encarar de forma coordinada y firme los problemas. El primer paso se ha dado, con el Frente de Todos, pero para que este primer movimiento engrane en un ritmo de marcha regular y provisto de peso hará falta que las fuerzas que en este país conservan el sentido de la identidad nacional y tienen al menos un atisbo de visión geopolítica, sean capaces de moderar sus egoísmos de parte y de percibir la naturaleza del enemigo común. Este no es otro que el poderío del sistema –al que Yrigoyen llamara el “régimen” en su hora- articulado en una organización política, el PRO, que está dominada por los CEO de los negocios y de las empresas; en un poder judicial cebado en el “lawfare”, en unos servicios de inteligencia infiltrados desde el exterior y en unos medios de comunicación oligopólicos abocados al terrorismo comunicacional y a la presión psicológica. Detrás de este montaje está desde luego su inserción en el “mundo” al que dicen querer abrirnos. Pero se trata de un mundo difuso, sin contornos geográficos definidos, pues no se lo visualiza desde una perspectiva geopolítica sino desde la óptica del capital globalizado. Es en este en el que quieren insertarnos. Pero, como se ha visto, en lo esencial para hacer sus propios negocios y no los que importan al país.
El domingo se vota en Argentina. Es una cita obligatoria, no porque lo indique la ley sino porque esa elección será determinante para acabar con la enésima intentona de devolver el país al pasado. Es importante que la votación por la fórmula Fernández-Fernández sea masiva y contundente, pues no hay otra opción viable para acabar rápidamente con el actual estado de cosas. Es la única fórmula donde se percibe un intento de aglutinar voluntades, y donde existen también los recursos políticos y los cuadros económicos capaces de abordar la tarea. Desde luego, habrá que saber cuándo negociar y también cuándo ponerse firmes. El futuro se plantea difícil, pero los sacrificios a consumar por un proyecto de rescate nacional serán válidos y sustentables en la medida en que el pueblo se reconozca en sus metas y perciba que su esfuerzo tiene sentido.