La institución del debate obligatorio entre los candidatos a la elección presidencial no tiene, a nuestro entender, una gran importancia. Lo rígido del esquema y lo acotado del tiempo de exposición hacen imposible cualquier debate en profundidad e incluso el debate mismo, pues la discusión se da en un espacio donde casi no hay lugar para la réplica y por consiguiente para el cotejo de ideas. Por otra parte, la evaluación que hacen los medios tiende a reducir el encuentro a una especie de match de boxeo, donde lo que cuenta es el que tira más golpes y da el mejor espectáculo. Es decir, al que es el más elocuente y tiene mejor cintura. A partir de allí habría que verificar quién habría “ganado”. Pero como de lo que se trata no es ganar por puntos ni por nocaut, sino de demostrar la validez de un mensaje, cosa imposible en esas condiciones, todo queda en agua de borrajas. Lo que resta es la pacotilla, donde lo que cuenta son los supuestos errores gestuales de los protagonistas, a los que los comunicadores de los medios se vuelcan para analizar lo atinado o lo errado de un comportamiento respecto a conseguir la adhesión del público. Entre los que capturaron la atención de los observadores en ocasión del encuentro del domingo, lo que les pareció más digno de reflexión fue la tendencia de Alberto Fernández a esgrimir el dedo como una batuta. Pura subjetividad, en una palabra, por no decir onanismo.
Hay sociedades donde se dice que un debate puede hacer ganar una elección. En esta edad de la imagen y del primer plano televisivo, se afirma la sudoración de Richard Nixon le habría hecho perder votos frente a John Fitzgerald Kennedy y habría consentido la victoria de este en las elecciones norteamericanas de 1960. Es posible, pero no parece cosa de la cual haya que regocijarse. En cualquier caso, la primera compulsa que tuvo lugar entre los candidatos a presidente para las elecciones del 27 de octubre en nuestro país no reveló nada de eso. Fue un encuentro pasablemente entretenido, donde lo más relevante fue también lo más inverosímil: la ausencia de la realidad que mostró el presidente Mauricio Macri al pintar a su mandato como ejemplar y asegurar que estemos en el mejor de los mundos, mientras desempolvaba las acusaciones contra el anterior gobierno para justificar las drásticas “correcciones” que hubo de realizar en la economía para devolverla a la normalidad. Los dos expositores más puestos en razón fueron Alberto Fernández y Roberto Lavagna, quienes tuvieron un discurso sensato y señalizaron los puntos que requieren una atención urgente para empezar a salir de la crisis. Los exponentes de los puntos de vista de los sectores más extremos del espectro político –a la derecha Gómez Centurión y Espert, y a la izquierda Nicolás del Caño- se dedicaron a defender posturas que extraen sus posibilidades de un eventual fracaso de la gestión del candidato que triunfe en los comicios. El desatino se paseó como una sombra sobre sus propuestas (total, no tienen posibilidad alguna de llevarlas a la práctica, por ahora), pero algunas cosas que dijeron no pueden dejar de sorprender desagradablemente. Gómez Centurión, con su cerril reivindicación de lo actuado por la dictadura, y Espert, con su manifiesto desprecio a los de derechos humanos. Aunque hay que reconocerle a Gómez Centurión que tuvo el mérito de haber sido el único candidato que puso de relieve el estado de indefensión del país a consecuencia del desguace de sus fuerzas armadas, asunto que excede a cualquier consideración ideológica y que debe ser observado desde la perspectiva de la geopolítica. En cuanto a Espert, con su defensa pura y dura de las reglas del mercado y de la más pura ortodoxia neoliberal, y con su insatisfacción con la forma en que estas se han aplicado reiteradamente en el país y cuya insuficiencia nos habría llevado al estado en que estamos, reiteró la propuesta de más de lo mismo que el sistema oligárquico argentino nos ha brindado ininterrumpidamente desde el principio de los tiempos. Esa panacea no es otra cosa que más ajuste, y da por sentado que quienes han de padecerlo son los menos favorecidos por el estado de cosas.
En el otro polo del espectro el izquierdista del Caño nos dejó boquiabiertos con su ataque a Nicolás Maduro. Si bien reivindicó la lucha del pueblo ecuatoriano contra el plan del FMI instrumentado por Lenín Moreno, la embestida contra el gobierno de Venezuela, sometido a sitio por el imperialismo norteamericano y desestabilizado sin piedad, es una aberración. ¿No se da cuenta del Caño que una postura semejante viene como anillo al dedo al grupo de Lima, inspirado por Estados Unidos y empeñado en desalojar al presidente bolivariano no por sus errores sino por ser la cara visible y posiblemente el factor aglutinante del frente popular antiimperialista? No hay de qué sorprenderse, sin embargo. Los ultras, cualquiera sea el color con que se adornen o la sigla partidaria que invistan, han jugado siempre un papel deletéreo en la política latinoamericana. ¿Hace falta mencionar la hostilidad que desplegaron contra Gualberto Villarroel, Getulio Vargas o Juan Perón?
A este propósito y alejándonos del debate en sí, será oportuno mencionar la decisión del gobierno de Mauricio Macri en el sentido de formalizar la ruptura con el gobierno de Caracas y reconocer a la enviada de Juan Guaidó, Elena Trotta Gamus, como embajadora de la República de Venezuela. Más allá del carácter injerencista de la resolución, en línea con el reconocimiento de Guaidó como “presidente encargado” del país hermano, esa iniciativa está directamente pensada para causarle problemas al casi seguro presidente Alberto Fernández, quien deberá empeñar parte de su tiempo al comienzo de su mandato en deshacer esa medida, cosa que los adalides de la prensa sedicentemente libre y dueños de los grandes medios de comunicación estarán esperando con los brazos abiertos, listos para levantar polvareda y espantar con ella al sector de la clase media sensible a los discursos a lo Pichetto, quien anuncia la expropiación de parte de la propiedad privada si el Frente de Todos llega al gobierno…
Turquía se asoma
Estas pequeñas grandes maldades empalidecen cuando se echa una mirada al resto del mundo. La retirada norteamericana de Siria, que hace unos meses anticipábamos como la indicación de un barajar y dar de nuevo en el medio oriente, está produciendo ya los sacudimientos y desplazamientos que son inherentes a la creación de un vacío de poder en una región sensible. La decisión de Trump de operar una reconversión económica que recupere capitales empresarios fugados al exterior, hacia mercados laborales más baratos, para inducirlos a revertirse en la producción interna, está acompañada por una decisión similar en materia militar. Su intención en este campo es reducir los compromisos de su país y repatriar efectivos que deambulan por el mundo para desmovilizarlos o afectarlos a tareas muy puntuales. Pero sea por astucia táctica, sea por la imposibilidad en que se encuentra de cumplir con esos objetivos por la oposición que encuentra en el “Estado profundo” y el Pentágono, este curso de acción ha sido oscilante y a menudo contradictorio. Ahora se ha jugado en una partida extremadamente peligrosa, pues al decretar el levantamiento de la presencia ilegal de tropas de Estados Unidos en territorios del noreste sirio desampara a los combatientes kurdos que habían sido sólidos aliados de su nación, abriendo el espacio para el choque entre los turcos, los kurdos y los sirios, con los iraquíes, los iraníes y los rusos, expectantes en segundo plano.
Los kurdos son un pueblo indoeuropeo que perteneció al imperio turco y que, a la hora del reparto del medio oriente posterior a la primera guerra mundial, quedó disperso en una diáspora que se desparrama en el territorio de cuatro países: Turquía, Irán, Irak y Siria. Su deseo de constituirse en una nación ha dado lugar a una perdurable organización insurgente, el PKK (Partido de los Trabajadores del Kurdistán) y a su brazo armado, las Fuerzas de Defensa del Kurdistán, que han mantenido una guerrilla larvada o abierta contra el gobierno turco a lo largo de medio siglo. La no oposición de las tropas norteamericanas estacionadas en la región al avance de las tropas turcas ha movilizado a sus similares sirias, que se han movido para ocupar el espacio que los kurdos en retirada están dejando libre, mientras que miles de prisioneros de DAESH retenidos por el PKK, connotados por la ferocidad con que impusieron la autoridad del califato en Siria y en Irak, y que habían sido reducidos por las operaciones conjuntas cumplidas por los sirios, los rusos, los iraquíes y los kurdos sostenidos por los norteamericanos, se están dando a la fuga.
Una reemergencia del califato no sería de descartar, por lo tanto. Aunque fuere a una escala mucho menor. Es verdad que las cartas que se juegan en este momento no son las mismas que cinco años atrás. Pero Turquía, junto a los servicios de inteligencia occidentales, tuvo una parte muy importante en su creación y desarrollo. Para Recyp Erdogan, el ISIS fue una vía para proyectar sus ambiciones en el medio oriente. Hoy, con sus relaciones con Washington muy enredadas por la complicidad de la CIA en el golpe que pretendió derrocarlo, no tendría nada de raro que intentara reanimarlo. En el juego diabólico de alianzas cambiantes, conspiraciones, terrorismo y sabotaje que reina en el área y que ha sido deliberadamente creado y sostenido por las grandes potencias imperiales, el capítulo que se está abriendo puede ser uno de los más dolorosos.