El escenario internacional a partir de la caída de la URSS ha estado inficionado por la prepotencia del globalismo neoliberal y por el motivo central que moviliza su estrategia: la conformación de un mundo hegemonizado por el capitalismo financiero capitaneado por Estados Unidos. A casi treinta años de desencadenado ese movimiento en toda su fuerza, se puede aventurar que ha fracasado. En efecto, el mundo unipolar que pareció inevitable a mediados de la década de los 90 se ha fracturado: la historia, lejos de haber finalizado como profetizaba Francis Fukuyama, se ha convertido en una dimensión incontrolable. El predominio de Estados Unidos se ve amenazado por una multipolarización que tiene varios referentes, pero de los cuales dos, China y Rusia, campan por sus fueros, compiten con la “nación indispensable” y se han transformado en unos objetivos elusivos e imposibles de atacar a menos que se arriesgue a una confrontación aún más mortífera que la que prometía la guerra fría.
Dentro del escenario posterior a 1992 y en el marco de las ofensivas del capitalismo neoliberal capitaneado por Washington, las llamadas revoluciones de colores se constituyeron en un instrumento favorito del sistema. Cualquier pretexto fue útil para desencadenarlas: rivalidades tribales, singularidades étnicas, insurgencia de minorías oprimidas o pura y simplemente reclamo de libertades sociales e ideológicas comprimidas por regímenes real o presuntamente autoritarios. La singularidad de estos estallidos fue que, detrás de las reivindicaciones que en muchos casos podían ser legítimas, había la voluntad de agitarlas, agigantarlas y dotarlas de respaldos mediáticos y de armas con que podían enfrentar a un poder central. En el fondo lo que existía y sigue existiendo es, de parte de los poderes hegemónicos, el deseo de quebrar las estructuras de los estados a los que le interesa demoler como parte de su propósito de control global. En esa línea de acción cabe incluir a lo acontecido en la ex Yugoslavia, en Ucrania, en los países bálticos, en el Cáucaso, Irak, Afganistán, Libia, Siria y en gran parte del continente africano. Para citar tan solo a los que recordamos y sin mencionar a las guerrillas de los nacionalismos de campanario, afortunadamente hasta ahora incruentas, que afloran en los países desarrollados de la vieja Europa, donde hay los reaseguros institucionales, culturales y psicológicos que impiden que la unidad estatal se quiebre y la sangre llegue al río. En cuanto a Latinoamérica, para comprender la naturaleza del problema bastaría citar el caso de la injerencia estadounidense en Venezuela, que ha fabricado a un presidente títere a la vista y paciencia del presidente real, no escatimando ni el bloqueo económico ni la tentativa al magnicidio para tener libre acceso a los recursos de ese país y para disciplinar al resto del subcontinente, que hasta hace unas pocas semanas creía haber sometido perdurablemente a su férula.
La incitación extranjera en los casos mencionados fue manifiesta. Uno de los más evidentes fue el de Ucrania, donde se vio a la subsecretaria de Estado norteamericana Victoria Nuland en plena plaza Maidan, en Kiev, alentando a las bandas neonazis que pugnaban por derrocar al presidente legítimo Víktor Yanukovich. Y no olvidemos la risita -¿histérica o cínica?- de Hillary Clinton al comentar el linchamiento de Muammar Khadaffi durante una entrevista: “Fuimos, vimos y murió”, dijo.
“Denme una palanca y un punto de apoyo y moveré al mundo”
En su incansable actividad el capitalismo salvaje en su encarnación más perfecta, la del complejo militar-industrial-comunicacional, siempre está buscando un flanco débil para inferir contra el enemigo. Ahora parece tocarle el turno a Hong Kong. Desde hace meses manifestaciones juveniles se expresan contra el gobierno chino. Han llegado al extremo de cantar frente al consulado británico el “Dios salve a la Reina” y a solicitar que “Gran Bretaña salve a Hong Kong”, lo que ha llevado a 130 parlamentarios del Reino Unido a solicitar que se conceda la nacionalidad británica a los habitantes de la isla… Típico recurso de propaganda que permitirá una vez más al Reino Unido aparecer ante la opinión pública mundial como garante de la legalidad y de los derechos humanos. Este equívoco, paso de comedia o de tragicomedia -pues los protagonistas de esta manipulación son jóvenes que no saben historia- debería quedar aclarado con un simple resumen de los orígenes de la presencia británica en la isla.
A mediados del siglo XIX China era un mercado cerrado y Gran Bretaña quería abrirlo para hacerle comprar sus productos. Esto era parte de la dinámica de la economía capitalista e imperialista europea, que objetivamente arrastraba al cambio y a la revolución de las costumbres, pero que en sí misma se desinteresaba del progreso y no se proponía civilizar a nadie, sino hacer buenos negocios. Para ello la Compañía de Indias recurrió a la provisión de opio, de cuya explotación poseía el monopolio, para inundar el mercado chino. El consumo de la droga se expandió rápidamente y provocó graves daños económicos, físicos, morales y sociales, lo que determinó la reacción de las autoridades chinas. Pero cuando estas confiscaron en Cantón el opio almacenado y lo quemaron, las tropas británicas ocuparon Hong Kong y otras ciudades costeras, dando lugar a la primera de las guerras del opio, que culminaría el Tratado de Nankín, el primero de los Tratados Desiguales que a través expediciones punitivas terminarían reduciendo al Celeste Imperio a una piltrafa, con sus puertos ocupados y concesiones territoriales a todas las potencias occidentales y también a Rusia y Japón, todo lo cual llevó a la imposibilidad de legislar en favor de sus propios intereses. Desde entonces la dinastía Qing se limitó a agonizar y corromperse. En su lugar una burguesía “compradora” hizo sus negocios y el pueblo se consumió de hambre. Todo en nombre del libre comercio. Contra esta situación se produjeron sangrientas rebeliones, hasta que, en pleno siglo XX, tras guerras civiles y extranjeras atroces, el estado chino pudo reedificarse bajo la égida de un partido comunista en continua evolución y cuya orientación definitiva no se adivina todavía.
Este terrible pasado no parece preocupar a los actuales manifestantes de la vieja perla del Mar de la China. ¿Los medios los habrán descerebrado? ¿O su protesta no es más que la expresión de su ignorancia de que su descontento deviene del eclipse del papel que Hong Kong había jugado en su época de esplendor? El ascenso y la riqueza y el bienestar de Hong Kong en el último medio siglo derivaron de su carácter de puerto franco para el capital extranjero, de su rol de emporio productivo y de puerta comercial para la enorme y clausurada China de Mao, que estaba bloqueada desde el exterior y que hacía de la necesidad virtud para crecer desde dentro. Esta situación se mantuvo hasta el año 2000, aproximadamente, cuando las reformas del posmaoísmo empezaron a liberar toda la potencia acumulada y cuando en las cercanías de Hong Kong el enorme polo tecnológico de Shenzhen y la gigantesca Guangzhu (antes Cantón) la superaron en potencial productivo y en el PIB. ¿Y a quién le interesa su rol como plaza financiera si es abrumadoramente superado por el de Shanghai y por el de Singapur, y si su valor como puerta al comercio ha dejado de ser relevante, pues toda China está abierta?
Estos parecen ser los datos reales que alimentan el desasosiego de los jóvenes de Hong Kong, que los subliman en un reclamo de mayor democracia. Es un reclamo inviable porque su problema ya no tiene solución: el PIB de la región autónoma especial que a mediados de los 90 sumaba el 27 por ciento del PIB chino, hoy aporta apenas el 2,7 por ciento. Pero esto suministra a los servicios de inteligencia anglonorteamericanos un foco de tensión susceptible de ser aprovechado contra Pekín, dándoles una materia con la que trabajar en pro de la carcoma de ese temible poder. Los enemigos de China saben que la gigantesca potencia tiene más de un talón de Aquiles. Taiwán, Tibet y Sinkiang son los más evidentes. El primero está de alguna manera naturalizado desde la guerra de Corea: Norteamérica no va a ceder esa pieza a menos que medie un problema de envergadura muy grave y se vea obligado a negociarla. Pero Tibet y Sinkiang (en especial esta última región, con una población mayoritariamente musulmana) son terrenos minados por la diversidad étnica y religiosa, y una eventual crisis del poder central podría empujar a esas regiones a los intentos separatistas, tras lo cual también las desigualdades entre la China del litoral y la China interior podrían agravarse.
Para muchos estas especulaciones pueden sonar a política-ficción. Pero el mundo y la misma China han conocido cosas peores. Podemos estar seguros que todos los servicios de inteligencia de occidente deben estar desarrollando estos temas y estudiando las variantes que pueden producirse a partir de ellos, mientras preparan múltiples programas de acción si en algún momento llega la ocasión de aplicarlos.
(Fuentes: Manlio Dinucci: “Torna il trattato di Nanchino”, Il Manifesto; Rafael Poch Feliú: “Un Maidan para China”, Rebelión.)