Dice Alain Rouquié que lo más inexplicable de la Argentina no es el peronismo sino el antiperonismo. A estar por las conductas que se han podido observar en días recientes, el aserto del politólogo francés tiene absoluta vigencia. La bofetada que las PASO propinaron al gobierno, lejos de inducir a este y a sus seguidores a un cierto grado de compunción, los han precipitado a una histérica huida hacia adelante, en la cual circulan los despropósitos más desorbitados, que excitan ese resentimiento patológico que algunas capas de la clase media nutren respecto al peronismo. Propalada en un primer momento por Lilita Carrió, muchos manifestantes que concurrieron el sábado 24 a la Plaza de Mayo para respaldar al presidente Macri no hesitaron un momento en recoger y vociferar la consigna que había elaborado la incombustible diputada: según ella, el resultado de las primarias fue fruto del… ¡“narcofraude”!
La afirmación no se entiende, pues cae de su peso que el fraude sólo puede ser cometido por la fuerza política que está en el poder y dispone de los resortes para ponerlo en práctica. Sumarle el vocablo narco es un aditamento para tornarlo aún más infamante, pero que no altera la esencia del despropósito. Ahora bien, los exaltados que lo profirieron como un insulto ante las cámaras de C5N son inimputables, pero la diputada no lo es, aunque juega con parecerlo, creyendo que con ello se hace de un “bill” de indemnidad que la protege de las reacciones que su veneno provoca o puede llegar a provocar.
Pero, ¿de qué nos asombramos? Si los defensores de la democracia entendida “no como el gobierno de las mayorías sino como el gobierno de los democráticos” (Jauretche dixit) vuelven día tras día a la misma rutina… La primera reacción de Mauricio Macri al varapalo de las PASO fue arrojar leña al fuego, no interviniendo ante una vertiginosa escapada del dólar y echando la culpa del alza a los votantes que lo habían rechazado a él y a sus políticas. Si al día siguiente pidió disculpas por el exabrupto, no hay ninguna duda de que el auténtico M.M. fue el primero. Poco le duró esa morigeración que sucedió a la ira, en efecto. Tras algunos signos de distensión que consistieron en énfasis discursivos más que otra cosa, no tardó en perder los estribos cuando percibió que Alberto Fernández no estaba dispuesto a asociarse a su acuerdo con el Fondo Monetario Internacional y hacerse cargo de las mismas políticas que nos han arrastrado a la presente situación. De inmediato los oligopolios de la comunicación salieron a acusar a la oposición de irresponsabilidad, de querer fomentar el caos, etc., mientras el nuevo ministro de Hacienda Hernán Lacunza preparaba a las apuradas un plan de emergencia destinado a “reperfilar la deuda” que equivale prácticamente a la proclamación de un default.
Con esto Macri admite que no puede cumplir las metas y reprograma el pago de la deuda en el tiempo, con la consecuencia de incrementar aún más el débito que arrastrará el candidato opositor que se presume habrá de sucederlo el 10 de diciembre.[i] Esto, desde luego, en el supuesto de que el FMI acepte el “reperfilamiento” en cuestión. Mientras tanto, el dólar tasca el freno y las escasas reservas de que dispone el país se van en el intento de domarlo para llegar a las elecciones en octubre sin rodar en el caos. El gobierno de Cambiemos recibió en el 2015 una economía desendeudada, con un razonable nivel de sustentabilidad en un universo en crisis, y la devuelve fundida, después de haberla desregulado a tontas y locas, y de haber realizado redondos negocios financieros para los bancos y las empresas agroexportadoras; con una industria paralizada y un mercado de trabajo devastado. Las secuelas que resultan de esa cirugía brutal y torpe se palpan en la catástrofe social que estamos viviendo: incremento de la pobreza, decadencia educativa y regresión en la salud pública.
No repetir la historia
Lo más grave en nuestro caso es que la economía argentina ha pasado una y otra vez por esta experiencia. En todas las ocasiones esos períodos brutalmente regresivos fueron el resultado de intentos de devolver al país a su condición de factoría extractiva y productora de bienes primarios sobre la que se fundó la prosperidad de la casta oligárquica que, en condiciones globales muy distintas, primero hegemonizó y luego gobernó al país entre la batalla de Caseros y el 4 de junio de 1943. Desde entonces las iniciativas renovadoras que apuntaron a cambiar el perfil productivo del país fueron combatidas sin tregua. 1955, 1962, 1966, 1976 y 1989 son hitos en esa carrera de espaldas al porvenir. La singularidad del actual proceso regresivo es que no se originó en un acto fuerza. Si bien los intentos anteriores habían sido forzados por el combo finanzas-bancos-empresas agroexportadoras-medios concentrados, a través de golpes militares o de mercado, el más reciente fue el fruto de una victoria –ajustada, pero victoria al fin- de esa combinación en unas elecciones regulares.
De alguna manera el resultado de las recientes PASO fue una respuesta al lapsus de memoria que originó ese resultado. En efecto, la abrumadora votación a favor de Alberto Fernández vino a representar una reconexión con la expresión de hartazgo que se produjo en diciembre del 2001, aunque manifestada esta vez de acuerdo a las normas de convivencia institucional que han venido ganando al país desde aquellas trágicas jornadas. Pero estamos haciendo equilibrios en la cuerda floja: el nivel de tensión social está alcanzando picos que preanuncian la tormenta. No se trata solo de los indigentes tirados en la calle, sino del hambre que agrava la situación de desamparo en que viven amplios sectores que han sido arrojados a la periferia urbana y que se organizan y manifiestan en columnas tan impresionantes como la que desfiló en la avenida 9 de Julio el pasado miércoles. Si la corrida del dólar, la subsiguiente inflación y la suspensión de las asignaciones familiares se mantienen o agudizan, el riesgo de un estallido social se pronuncia. Nadie lo desea, pero gravita como una nube negra en esta última etapa del gobierno de Cambiemos.
Lo que mejor contiene un estallido de esta naturaleza es, hoy por hoy, la esperanza de una pronta salida del actual proceso. Los especialistas estiman que es imposible acortar los plazos marcados por la constitución para las elecciones, de modo que hay que intentar acomodarse a estos. Pero ello sólo si es posible; es decir, si se toman algunas providencias que apunten a atender con urgencia algunas de las necesidades en que vive gran parte de la población. Intervenir en contra de la inflación y en contra de la fuga de capitales es imperioso, pero está en directa contradicción con la ideología del gobierno y también en contra de los intereses pecuniarios de la casta dirigente que es responsable de la debacle. Hasta ahora nada se sabe de preciso respecto al plan de emergencia que el ejecutivo va a tratar de concertar con el FMI, ni de las contrapartidas que este exigirá para conceder su acuerdo. La remisión del proyecto al congreso es necesaria, aunque cabe observar que esta actitud sólo llega después de que una serie de previos contratos la saltearan olímpicamente: parece que de lo que se trata es de intentar enredar a la oposición en una discusión que permitiría encajonarla en una decisión difícil: si no aprueba sería responsable de una profundización de la crisis, y si aprueba quedaría inextricablemente enredada en una política que casi con seguridad ofrecerá, a cambio del asentimiento del Fondo, una serie de contraprestaciones que no pueden ser otras que la reforma laboral y previsional.
Vivimos tiempos difíciles. Pero diríase que por fin la Argentina ha terminado de dar la vuelta a la esquina: después de todos los fracasos impuestos por regímenes de fuerza y por gobiernos civiles que vivían a la sombra de los mercados, el desastre de una administración libremente votada debe habernos enseñado la inviabilidad de la distopía neoconservadora en cualquiera de sus formas, tanto bajo la dictablanda de la conspiración financiera, mediática y judicial como bajo el rigor de la dictadura militar lisa y llana. El regreso al país factoría no se sostiene: Argentina requiere de reformas estructurales para acompañar un desarrollo que sea abarcador e intensivo. Esa va a ser la tarea de esta y de las futuras generaciones, y será ardua. Pero si el objetivo es diseñado con sentido de la realidad y asumido con empeño, nada será imposible.
[i] Según Página 12, “los 12.000 millonesde dólares que se dejan de pagar en 2019 pasarían al programa financiero de 2020, el cual ya cuenta de antemano con una carga de vencimientos de capital de bonos en pesos y en dólares por cerca de 18.000 millones de dólares”.