A 63 años del 17 de Octubre de 1945 no estará mal echar un vistazo a lo que significó ese momento, que marcó una divisoria de aguas entre dos instancias de la historia argentina. Pues el 17 de Octubre del 45 fue el campanazo que recuperó el protagonismo de las masas en nuestro país.
La vida política del pueblo había sido prácticamente suspendida desde la Organización Nacional. El equilibrio al que se llegó tras el período de las guerras civiles configuró un país orientado hacia el exterior, regido por una casta oligárquica de naturaleza rentística y trabado por la insuficiente capacidad crítica de unos cuadros culturales en gran medida colonizados intelectualmente, que proveían al país de una estructura política de apariencia moderna, pero en la cual la voz del pueblo no tenía ocasión de hacerse oír. En el 17 de Octubre esa voz se convirtió en un clamor que todavía no se ha apagado, pese a las experiencias devastadoras por las que hubo de pasar esta sociedad y que estuvieron dirigidas a sofocarlo.
El país había conocido un primer sobresalto para escapar del statu quo implantado por el régimen conservador salido de la organización nacional: el radicalismo irigoyenista. Pero ese gran movimiento, que había movilizado a los estratos medios y dado protagonismo político a los descendientes de inmigrantes, no tocó las bases en que se asentaba el modelo productivo –los beneficios derivados de la renta diferencial brindada por el campo-, y no pudo escapar a la crisis que se derivó del crack financiero mundial de 1929, que derrumbó el precio de las commodities. El irigoyenismo no pudo sobrevivir a su jefe, derrocado en 1930, y el radicalismo vio crecer en su seno a las corrientes antipersonalistas (es decir, antirigoyenistas) que terminarían por copar su estructura y convertirlo en un partido proclive a pactar con el sistema.
En la década que siguió al derrocamiento de Yrigoyen la oligarquía recuperó el mando pleno de los resortes del poder político, que había cedido en forma parcial en 1916, como consecuencia de la vigencia del sufragio universal conferido por la ley Sáenz Peña. El rechazo de clase que la burguesía agroganadera sentía hacia las muchedumbres radicales, en las que percibía algo de la respiración épica de las guerras civiles –no olvidemos que Hipólito Yrigoyen era nieto Leandro Antonio Alén, un jefe mazorquero mandado fusilar por Urquiza en 1853, después del fracaso de la sublevación del coronel Hilario Lagos-, pudo más que el buen sentido y la determinó a movilizar a un militar, el general José Félix Uriburu, que compartía las teorías autoritarias de la época, para voltear al gobierno. Las veleidades antipolíticas de este general llevaron al poder real que imperaba en la nación, a la oligarquía, a procurar su reemplazo a través de unas elecciones amañadas (en la medida que excluyeron al radicalismo de la competencia) y a instalar a otro general, Agustín P. Justo, en el gobierno. Este se ciñó a los predicamentos del régimen, pero, por una de esas recurrentes ironías de la historia, se vio obligado a contemplar –y eventualmente a alentar- los primeros pasos que minarían el poder de este. A lo largo de la década de los ’30, en efecto, como consecuencia de la crisis mundial, empezó un proceso de sustitución de las manufacturas importadas por otras producidas en el país, y este fenómeno imantó a cantidades cada vez más grandes de gentes provenientes del interior, que se sumaron a los núcleos proletarios ya existentes en Buenos Aires.
La fractura
La segunda guerra mundial, que limitaría aun más el flujo importador, incrementó ese proceso y generó la formación de una masa obrera que no se sentía representada por los organismos sindicales de la época, socialdemócratas o comunistas, absorbidos por “la batalla universal por la democracia”. Esta batalla no era, en el fondo, otra cosa que una lucha implacable entre las potencias imperialistas poseedoras y otras que pretendían reemplazarlas, pero no tenía nada que ver con los intereses reales de nuestro país, excepto en el sentido de que si los poderes que nos oprimían –las potencias anglosajonas- se encontraban en dificultades, ello podía facilitar el traspaso de Argentina hacia una existencia más soberana.
De ahí el neutralismo del nacionalismo militar, que se hizo con el poder el 4 de Junio de 1943, ante la posibilidad de que el sistema llevara al país a una intervención en la guerra al lado de las potencias aliadas. Este hecho, sin embargo, se dio justo en el momento en que cambiaban las tornas en el conflicto mundial, haciéndose evidente que la Gran Alianza entre Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética iba preponderar sobre la coalición de las potencias del Eje. La conformación ideológica pro fascista que tenían algunos de los integrantes del golpe militar, y el copamiento de las cúpulas culturales por personeros del catolicismo más conservador, no eran los instrumentos más idóneos para lidiar con la hora. Ese perfil trasnochado aglutinó en su contra a la oligarquía y luego a las clases medias más permeadas por los valores o desvalores que informaban a esta, y que se distinguían por ser un remedo estéril de las categorías intelectuales e ideológicas de Europa, con el consiguiente rechazo al país profundo y una propensión a identificar al nacionalismo argentino con el totalitarismo de los países fascistas. Al hacer esto no prestaban atención al detalle clave de que el nacionalismo de un país oprimido no tiene nada que ver con el de una nación opresora, aunque, por una fatalidad que suele estar en la naturaleza de los tiempos, ese despunte de originalidad vernácula recurra hasta cierto punto al ropaje y a los símbolos ideológicos de aquella.
El neutralismo, el catolicismo ultramontano y los pujos aristocratizantes eran intragables para la clase media. En pocos meses se hizo evidente la inviabilidad política del nuevo régimen. Sin embargo, dentro de este había ido creciendo la figura del coronel Juan Domingo Perón, cabeza de una logia militar que se interesaba mucho más en el desarrollo del país que en los debates abstractos. Perón, desde la Secretaría de Trabajo y Previsión, lanzó el Estatuto del Peón y anudó lazos con los sindicatos obreros (en especial con el de los obreros de la carne) que no se sentían representados por las direcciones socialista y comunista, dispuestas a postergar las reivindicaciones de clase en aras de la confraternidad “democrática” que imponía no entorpecer el abastecimiento de materias primas y proteínas a las potencias aliadas. El rol del partido comunista –estalinista- fue repulsivo durante ese período y el posterior. Sus dirigentes se asumían como correas de transmisión de las necesidades de Moscú antes que como expresiones de la masa trabajadora argentina. En eso no hacían sino reproducir conductas que habían llevado a la catástrofe o al sabotaje del movimiento obrero y de la revolución nacional en China, España y Brasil, por ejemplo. En Argentina este tipo de postura los llevaba a organizarse como fuerzas de choque del sistema al que deberían haber debido combatir.
Como quiera que sea, la Sociedad Rural no tenía intenciones de dejarse arrebatar el poder por un militar que se disponía a desempeñar, de forma vicaria, la función de una burguesía industrial incipiente, poco consciente de la naturaleza nacional de sus intereses y preocupada más bien por la mejoras en los sueldos que el gobierno decretaba para los asalariados, cosa que suscitaba en ella un rencoroso antagonismo. Se asistió así, durante casi dos años, a un cambio rápido en las normas que habían regido la vida laboral en Argentina y a un incremento en la popularidad de Perón que iba de la mano con la creciente oposición que despertaba en la clase alta y parte de la media. La aproximación de Perón a uno de los baluartes ideológicos de lo que podría denominarse el progresismo nacional –la gente de FORJA, Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina- lo ayudó asimismo a liberar al gobierno de la tutela de aquellos a los que el coronel denominaría más tarde “los piantavotos de Felipe II”. Este realismo lo induciría también a estimular al gobierno militar a decretar una muy retrasada declaración de guerra a Alemania, rasgo que no le valió la confianza del Departamento de Estado, por supuesto, pero que permitió que Argentina se encontrase entre los países fundadores de las Naciones Unidas, evitándole un mayor aislamiento mundial.
En este contexto, la antipatía de la clase alta y de gran parte de la clase media porteña, sumada a la presión extranjera (estadounidense, en particular), para desplazar a un gobierno que no se adhería a la solidaridad hemisférica y había sido renuente a declarar la guerra a Alemania, le complicaron la vida. Estados Unidos se disponía a tomar el rol que Gran Bretaña había desempeñado en el desarrollo semicolonial de la Argentina, y su arrogante imperialismo no toleraba ningún síntoma de independencia a su diktat. El poder del coronel Perón en el seno del gobierno militar, donde había llegado a sumar los atributos de vicepresidente, secretario de Trabajo y Previsión y ministro de Guerra, le resultaba intolerable. La confluencia de todos estos factores fueron royendo la posición de Perón, que sintió también vacilar, en ese momento, a su respaldo militar.
Las Fuerzas Armadas, en efecto, también estaban divididas y parte de ellas era sensible a los llamados del establishment agroganadero. En estas condiciones, a principios de octubre de 1945, poco después de terminada la guerra, una campaña de agitación pública y una coalición de partidos políticos y sectores de la Marina y el Ejército, aislaron a Perón y obtuvieron del presidente general Edelmiro J. Farrell, amigo de Perón, que librase este a su suerte. Perón renunció a sus cargos y fue recluido en la isla Martín García.
Lo que sucedió después fue una sorpresa para los grupos de poder que habían organizado la expulsión de Perón y que se aprestaban a gozar de su triunfo y a repartirse los despojos. El radicalismo, al menos en su sector nucleado en torno de la figura de Amadeo Sabattini, presumía que tras traspasar el poder a la Corte Suprema de Justicia llegarían unas elecciones que le asegurarían las mieles del éxito y lo devolverían al poder. La oligarquía estaba tranquila: se había deshecho de su enemigo y sabía que el “democratismo” que se había encolumnado detrás de ella –radicales, socialistas, comunistas y conservadores- podía ser manipulado, dejándole el poder real. El sector nacional de las fuerzas armadas, que había sostenido a Perón, estaba disgregado a causa de que el jefe del Ejército, general Eduardo Avalos, de tendencia nacionalista, se había plegado a la presión de los conjurados. Nada se oponía entonces, en apariencia, a la restauración oligárquica y al retorno de las pautas que habían distinguido a la “década infame”, interrumpidas por la irrupción del movimiento de junio.
Pero en ese momento la clase obrera de nuevo cuño, se movió. Como ha dicho Jorge Abelardo Ramos entre las muchas páginas inolvidables de su Revolución y Contrarrevolución en la Argentina, desde ese momento se va a convertir en “un actor bullente del proceso. Nadie lo conocía aun. Carecía de antecedentes y de domicilio preciso. No tenía nombre y su aspecto estaba lejos de ser presentable en una reunión de importancia. Pero este actor era el más importante del drama. Venía de abajo y su marcha era irresistible. Faltaban pocos días para conocerlo. Si había demorado en aparecer, lo cierto es que nadie pudo desde entonces olvidarlo jamás" (1).
Las bases de las organizaciones gremiales empezaron a actuar por cuenta propia en muchos puntos del país, reclamando el regreso de Perón. Los barrios populares en Buenos Aires se agitaron y en la mañana del 17 de octubre de 1945 grandes núcleos obreros se encolumnaron y comenzaron a marchar sobre el centro de la Capital Federal desde el cordón proletario que la rodeaba. No se podía sacar el ejército a la calle para controlar la situación, pues estaba dividido, la Policía era renuente a reprimir, el Presidente Farrell, amigo de Perón, era el último que hubiera dado esa orden, y la Armada, la fuerza más enconadamente opuesta al ex secretario de Trabajo y Previsión, no podía asumir por sí sola la represión del movimiento popular.
El resultado fue una serie de choques dispersos con la policía, y la concentración gradual de cientos de miles de personas frente a la Casa Rosada reclamando a voz en cuello el retorno de Perón. Este había vuelto de Martín García y seguía el desarrollo de los acontecimientos desde el Hospital Militar, adonde había internado en virtud de una oportuna –e inexistente- dolencia. Hacia las ocho de la noche todo estaba decidido. Radio Colonia anunciaba que en breve Perón hablaría por radio al país. Cosa que se concretó hacia las 23, desde el desde entonces mítico balcón de la Casa Rosada. El golpe oligárquico y partidocrático había sido desmontado, gracias a la aparición de las masas en la calle.
Actualidad del 17 de Octubre
Esta aptitud para revertir desde abajo un curso en apariencia adverso, sigue siendo un factor latente en la Argentina y en el mundo. Pese a los cambios introducidos por la era de la comunicación y el manejo televisivo de los acontecimientos, esa disposición a la expresión espontánea sigue existiendo. La prueba más evidente la dio la frustración del golpe contra Hugo Chávez en Venezuela en 2003, cuando, en una situación en apariencia irreversible, la abrupta aparición de los desheredados y el apoyo que esta encontró en la oficialidad joven del Ejército, trastrocó los planes de la Embajada de Estados Unidos y de la coalición de intereses vinculados al imperialismo, con el sostén de una clase media aun más necia que la argentina –y no es poco decir- para interrumpir el proceso revolucionario iniciado por Chávez.
Todo intento de determinar cuáles han de ser las orientaciones de este proceso, en Argentina y en toda América latina, no podrá, desde luego, omitir la experiencia de lo que sucedió en las décadas posteriores a ese 17 de Octubre épico. Las transformaciones sociales, las limitaciones del nuevo poder, los errores que facilitaron su derrocamiento; la posterior y ambigua peronización de los sectores juveniles que luego se encolumnaron en el respaldo a la guerrilla y terminaron saboteando al movimiento popular desde dentro, destruyendo con su infinita torpeza una oportunidad histórica única, son factores que deben ser tomados en cuenta y analizados criteriosamente. Así como la captura del peronismo por una conducción que salió de las tinieblas del proceso militar haciendo gala de un oportunismo descomunal, que corrompió al aparato del Estado y reventó desde dentro a lo que había sido la expresión –todo lo contradictoria que se quiera- del movimiento nacional que propulsó las mayores reformas en la Argentina del siglo XX.
Todo esto representó y representa un proceso en evolución. En los días del 17 de Octubre de 1945 esas contradicciones estaban presentes en forma elemental, en especial en la oposición que enfrentaba los sectores medios con los más populares. En el lapso que va desde entonces a hoy se condensan las pistas reveladoras de las formas que debería asumir el combate por la liberación de la dependencia y por una genuina justicia social. Un frente que aglutine a las clases media y popular; la capacidad para crear contrapesos mediáticos que sirvan para romper la unanimidad mecánica de una pseudo libertad de prensa que en realidad no es otra cosa que una libertad empresaria que se fusiona en el gran conglomerado de la burguesía “compradora” –es decir, en el conjunto de intereses que se niegan a abandonar el statu quo-; la generación de conciencia crítica que una reforma de esta naturaleza puede significar; la conquista de las Fuerzas Armadas a este tipo de comprensión de la realidad, tarea dificultosa si las hay, por la magnitud de los prejuicios existentes y porque la alianza entre pueblo y FF.AA. es hoy como en 1945 el pivote sobre el que debe girar cualquier política liberadora provista de sustentación, cosa que hará que encuentre la más furiosa de las oposiciones; y la comprensión de que nuestro destino está atado al destino de la región (los países de la cuenca del Plata, luego Sudamérica y último toda América latina), son las líneas de fuerza sobre las que habrá que incidir si se quiere enfrentar a este siglo con éxito.
La complejidad de esta tarea sólo podrá superarse si se tiene una conciencia clara de los factores que jugaron en el pasado. El 17de Octubre del ’45 es una pieza clave para comprender el movimiento de las cosas. Fue parte de unas corrientes populares que por esos años conmovían a toda América latina y que tuvieron expresión, frustrada una y otra vez en sus intenciones, en fenómenos como el peronismo en Argentina, el varguismo en Brasil, la trayectoria meteórica y trágica de Jorge Eliécer Gaitán en Colombia, el destino asimismo terrible del mayor Gualberto Villarroel en Bolivia y la recuperación de sus banderas por el MNR en la revolución boliviana de 1952 -el hecho más dramático de la historia del hemisferio occidental desde la Revolución Mexicana. Ninguno de estos episodios se dio en forma aislada. Aunque no siempre hubo una conexión explícita entre ellos, su coincidencia en el tiempo fue expresiva de la unidad subterránea que vincula a los pueblos de América latina cuando el mundo se conmueve. El remezón de las crisis externas se experimenta en solitario, pero su simultaneidad en el subcontinente pone de manifiesto la unidad íntima entre las partes que reaccionan de la misma manera ante ellos. Será cosa, pues, de que nuestros países se miren entre sí y se tomen de las manos para aguantar la sacudida. Algo de esto ya está sucediendo. Y esperemos que ocurra más y más a menudo.