Este gobierno nos tiene acostumbrados a los actos más ofensivos en materia de agresión a los intereses nacionales. Pero el acuerdo UE-Mercosur es uno de los más despreciables. No por los efectos inmediatos que vaya a tener ese supuesto pacto, pues lo que se ha suscrito no contiene todavía la letra chica del convenio y debe ser ratificado por los parlamentos de los países involucrados, al menos en el caso argentino; sino por el despliegue mediático y festivo que de inmediato se le dio en las filas de Cambiemos y en la prensa adicta; que es el 90 % del espectro periodístico que cuenta en el país en lo relativo a poder de fuego.
El acuerdo UE-Mercosur es un despropósito que nos devuelve a la fábula de La Fontaine sobre la olla de barro y la olla de hierro, cuya moraleja advertía sobre la necesidad de caminar sólo junto a compañeros de nuestra talla, pues de lo contrario el más débil se hará pedazos al menor choque entre ambos. Pero esta es la historia de nuestro país, persuadido o, más habitualmente, obligado, a realizar ese camino por una casta dominante encandilada por recuerdo del “éxito” del país-factoría de tiempos del Centenario y obstinada en restituirlo cueste lo que cueste, en condiciones sociales, históricas y globales radicalmente diferentes a las que prevalecían en 1910.
Para cumplir esa meta el sistema oligárquico no ha vacilado en corromper, violentar gobiernos, fusilar y bombardear cuantas veces le pareció necesario y posible. Ahora, en las condiciones de un país golpeado por la anomia identitaria que permitió el triunfo de Cambiemos en 2015, se lanza nuevamente a la tarea, sólo que a través de expedientes diplomáticos que traen a la memoria el pacto Roca-Runciman de mayo de 1933, por el cual se le concedían a Gran Bretaña franquicias extraordinarias en materia de impuestos a la importación, se le daba el control de nuestras finanzas a través de la creación de un Banco Central cuyo directorio estaba compuesto en gran parte por representantes ingleses, y se le entregaba el monopolio de los transportes de la ciudad de Buenos Aires. Todo con tal de no afectar demasiado la exportación de carnes al Reino Unido, del cual, según palabras de Julio Roca, hijo del gran presidente Roca, “la Argentina entendía ser su quinto Dominio”.
Concretamente, si las líneas generales del acuerdo se cumplieran, la industria argentina se vería cruelmente dañada en varios rubros importantes para la creación de empleo, como son calzado, textil, metalmecánico, marroquinería y bienes de capital; se perdería mucho del mercado brasileño, nos inundarían aún más los productos importados y un tercio o más de la población sería borrado del mapa como factor social activo. Los únicos ganadores serían los grandes jugadores del agronegocio, con cuyos intereses se identifica la administración macrista. Para el presidente, por otra parte, la industria argentina es vetusta, por lo que no vale la pena conservarla. Es un punto de vista que coincide con el de Gustavo Grobocopatel, el empresario sojero que afirmó ayer mismo que “hay que permitir que haya sectores que desaparezcan”, aplicando el espíritu de ese principio que dice que “hay que caer hasta el fondo para rebotar y llegar a las estrellas”. Claro que esta afirmación, viniendo de quienes viene, se asemeja peligrosamente al viejo lema “Animémonos y vayan”. Se puede incitar al sacrificio si uno está entre los futuros sacrificados; pero hacerlo desde una posición de privilegio es una indecencia.
Ahora bien, la alegría de los funcionarios de Cambiemos y la exultación de los medios oligopólicos ante el hipotético acuerdo firmado con la Unión Europea, tiene mucho de puesta en escena. El esbozo de convenio ha dependido en gran medida de la presencia de Jair Bolsonaro al frente de Brasil y de Mauricio Macri en la presidencia de Argentina. La coincidencia de dos gobiernos profundamente reaccionarios al frente de los dos principales países del Mercosur es, con toda probabilidad, episódica. A Bolsonaro, a pocos meses de subido al poder, el suelo se le mueve bajo los pies y su índice de popularidad cae verticalmente. Y en Argentina M.M. ha experimentado también un gran descenso en su credibilidad, incluso en los sectores que lo votaron. La alharaca en torno al acuerdo presuntamente conseguido con la UE es en gran medida un acto de campaña. Se trata de crear, junto a la relativa quietud del dólar, un apuntalamiento que sostenga a la parte fluctuante del electorado en la ilusión de haber arribado, tras tres años y medio de destrozos, a una meseta desde la cual se hará posible crecer.
Las negociaciones para llegar al pre-acuerdo suscrito la semana pasada duraron veinte años. Eso no fue por casualidad ni por impericia ni pereza de las anteriores administraciones, sino porque de sus términos finales resultarán modificaciones económicas cuyas consecuencias sociales no se pueden desoír. Hicieron falta el espíritu festivo de la comparsa de Cambiemos y la propensión al delirio del Bolsonaro para que, de pronto, se aprobaran unos lineamientos que si bien favorecerían a algunos de llegar a concretarse, dejarán un tendal de heridos en otras partes, incluyendo en la misma Unión Europea. Emmanuel Macron, por ejemplo, se está cuidando de adquirir un compromiso definitivo con el pacto, pues los campesinos franceses que están directamente amenazados por el ingreso de productos agroganaderos provenientes del Cono Sur siempre se han manifestado airadamente en contra, y la propia posición del presidente francés es lo suficientemente incómoda como para inducirlo a ponderar su marcha. Aunque, a la postre, no es probable que los campesinos, los ecologistas y los verdes que protestan por la irrupción de una competencia barata proveniente del Mercosur y que según ellos está desprovista de los recaudos fitosanitarios que regulan a la producción europea, sea suficiente para detener la apisonadora neoliberal.
De cualquier modo el acuerdo preanuncia, para la Argentina y los países que conforman el Mercosur, la voluntad de los sectores oligárquicos de profundizar el proceso de recolonización y dependencia puesto en marcha a partir de la ofensiva imperialista contra los gobiernos de corte populista que predominaron en Latinoamérica durante los primeros 15 años del siglo. El destino que nos prometen no podría ser más negro, pero como no se trata de una operación a cumplir sobre sujetos pasivos, sino sobre el cuerpo de sociedades bien vivientes, es posible que una reacción saludable frene la arremetida y la obligue a refluir sobre sí misma. El mundo de hoy está en plena inestabilidad, atravesado por guerras comerciales y bélicas, y si bien los mecanismos mediáticos que el sistema utiliza para paralizar las resistencias son de una sofisticación extrema, existe la posibilidad de rebatirlos con sus mismas armas. La comunicación nos atraviesa; la cuestión reside en rebatir los argumentos del enemigo con los propios, y no dejar pasar ocasión para hacerles frente, supliendo la falta de peso mediático a nivel formal con la guerrilla de las redes sociales. Con todos los peligros que esto implica, desde luego; porque también allí el sistema se infiltra y distrae, pero donde es posible sentar las verdades de a puño que la prensa convencional escamotea.
Mientras tanto no olvidemos que en Argentina se vota dos veces en los próximos meses. Se replanteará allí la disputa entre dos modelos de país: el dependiente y extractivo, fundado en la explotación minera y en la producción de productos agrícolo-ganaderos con poco valor agregado, y el de una posible Argentina industrial y tecnológica que, sin desatender los otros rubros vitales, se esfuerce por modernizarse y proveerse de un aparato productivo que sea capaz de dar empleo al grueso de su población, impidiendo que se convierta en un país de veras recorrido por una grieta, con un 30 por ciento de sus habitantes viviendo bien o muy bien, y un 70 por ciento convertido en un conglomerado donde se codearán los que bregan por un salario mínimo y los que han sido condenados al atraso, la indigencia o el delito. Es necesario pronunciarse abrumadoramente por la opción renovadora, pateando al esquema dependiente al basurero de la historia, como primer paso hacia una recuperación del sentido de nuestra realidad como destino.