En el sismógrafo loco de la historia de nuestro país, el 29 de mayo de 1969 representó un momento singular, en el sentido en que en él se concentraron en una difusa totalidad las tendencias que marcaran nuestro desarrollo en el siglo XX, alcanzando un pico problemático desde el cual se avizoró, fugazmente, la posibilidad de una coincidencia nacional de carácter progresivo.
El “Cordobazo” fue, en sí mismo, una expresión de hartazgo y de rechazo a la permanencia de una dictadura militar ilegítima y expresiva de la más lamentable de las combinaciones que hasta ese momento había producido la etapa posterior al primer peronismo: por un lado un catolicismo de derecha, revestido de un ropaje nacional-tradicionalista apolillado, autoritario y obtuso; por otro, la versión actualizada de los financieros antes subordinados a la City británica y ahora devotos exalumnos de Harvard o Yale fogueados en Wall Street. El régimen Onganía–Krieger Vasena era esa mezcla. Por una parte la ensoñación trasnochada, nutrida ideológicamente del revival reaccionario de las corrientes de la derecha francesa posmaurrasiana, excitada por los desastres de las guerras de Indochina y Argelia; y por otro el realismo práctico de la Escuela de Chicago, que ya preparaba la oleada neoliberal que sumergiría mundo y que no ha remitido hasta hoy.
El gobierno de Onganía estaba poblado de “cursillistas” que se reunían en retiros espirituales donde tomaban su inspiración de lo más rancio del integrismo católico francés. Allí se codeaban militares y civiles e incluso, por vías no del todo comprensibles para nosotros aún hoy, algunos elementos juveniles que no tardarían en pasar a la acción directa contra algunos elementos del mismo régimen que los albergaba, en una suerte de “interna” todavía indiscernible en sus protagonismos.[i] Estos mismos elementos, llevados por la dinámica de los acontecimientos, serían parte de las organizaciones armadas que formarían la guerrilla en años posteriores.
Por debajo de este entramado y de la articulación de los partidos tradicionales, se movía una sociedad que estaba acelerando un proceso de cambio que había arrancado con la crisis del modelo agroexportador generada por la debacle mundial de 1929. A pesar de sí misma, la clase poseyente argentina se había visto obligada a empezar a sustituir importaciones y ello había determinado un flujo de migración provinciana pobre a la periferia de las grandes ciudades, donde las industrias empezaban a florecer. La segunda guerra mundial vino a pronunciar estas tendencias y el agrietamiento del poderío del tutelaje neocolonial ejercido sobre nuestro país por Gran Bretaña –empeñada en un conflicto a todo o nada con Alemania, Italia y Japón-, avivó los fuegos de un nacionalismo autóctono que siempre había estado presente y que, en un sector de los cuadros militares, cobraba cada vez mayor vigor, coloreándose en algunos casos con el matiz del fascismo; por aquello de que el enemigo de tu enemigo es tu amigo y por la afinidad que suele establecerse entre lo castrense y las ideologías autoritarias. Este sector resistía las poderosas presiones políticas y mediáticas que, después del ingreso norteamericano a la guerra, intentaban desde Washington meter a la Argentina en el conflicto junto al bando aliado, tanto para sumarla al esfuerzo bélico como para desplazar al socio británico, hasta entonces el referente preferido de la política exterior argentina y el real controlador de las palancas de su economía.
Sobrevino entonces el golpe del 4 de Junio de 1943, cuando el ejército, manipulado entre bastidores por el GOU (Grupo de Oficiales Unidos) sacó las tropas a la calle y se hizo con el gobierno en una jornada confusa, donde se derramó bastante sangre y se puso y se depuso a un presidente militar reemplazándolo por otro en poco más de 48 horas.[ii] El gobierno de facto salido del golpe suscitó las simpatías difusas que suelen provenir de la ignorancia ante un suceso inesperado: los radicales esperaban que les abriese el camino a unos comicios limpios y empujase el país a la participación en el conflicto en las filas del bando democrático. Lo mismo se pensó en la embajada norteamericana y, con menor entusiasmo, en la británica, donde se prefería que la Argentina se quedase como estaba para no complicar el aprovisionamiento de víveres a las islas y no abrirle el espacio a Washington. Pero en las filas del gobierno militar no se pensaba en nada de eso. En un primer momento la orfandad ideológica y la inexperiencia política de muchos de sus cuadros hizo que aparecieron en altos cargos figuras vinculadas a un nacionalismo trasnochado, de corte conservador e híper católico, que ya habían tenido presencia en la dictadura de Uriburu y que volveríamos a encontrar en la “revolución argentina” de Onganía. Sus medidas en el campo educativo y en la política de medios generaron irritación en la clase media: se llegó a censurar hasta el lunfardo en la letra de los tangos. Afortunadamente, en el seno de esta mescolanza despuntó la figura que había sido uno de los principales animadores del GOU, el coronel Juan Domingo Perón, cuyo pragmatismo lo alertó rápidamente acerca del peligro que significaban “esos piantavotos de Felipe II” y empezó a construir desde una cartera aparentemente inocua, la secretaría de Trabajo y Previsión, las bases de lo que en pocos años se convertiría en el principal movimiento de masas de la historia argentina.
El advenimiento de Perón al gobierno con plenos poderes el 25 de mayo de 1946 supuso la profundización de las tendencias esbozadas durante los gobiernos de facto de los generales Ramírez y Farrell. Las reformas fueron importantes, aunque no llegaran a tocar al meollo del problema argentino en aquellos años: la necesidad de disciplinar a la oligarquía y de crear un esquema productivo fundado en la gran industria. Hay que convenir en que no tuvo mucho tiempo para ello: cuando estaba dando los primeros pasos en ese sentido la contrarrevolución de septiembre de 1955 lo derrocó. Su tarea fue magna, sin embargo. Se formó y fortificó un movimiento sindical que serviría en sucesivas ocasiones de baluarte contra las operaciones dirigidas a restaurar el viejo régimen; y su persistencia y resistencia impidieron, trabaron o mediatizaron los intentos de reformular a la Argentina de acuerdo a los esquemas neoimperialistas. Esa situación persiste aún hoy. El ascenso del nivel de vida de los sectores populares, el fomento de la industria mediana, la ampliación del empleo, las conquistas más que efectivas en el campo de la salud pública, la educación y los derechos sociales supusieron asimismo un salto adelante frente al cual empalidecen los múltiples errores políticos que cometió el gobierno peronista. Estos fueron muchos y los que, en definitiva, sellaron su destino. El personalismo abusivo, la burocratización, el culto al jefe y el servilismo que le era anejo, llevaron a un anquilosamiento y a una pérdida de reflejos que fue fatal a la hora del peligro.
La estupidez del establishment argentino determinó que, cuando volvió a hacerse con el gobierno, pretendiera volver a fojas cero la historia a través de la prohibición del peronismo, de sus símbolos y sobre todo de su jefe. Pues si el peronismo adolecía de muchos defectos, entre ellos no se contaba el inmovilismo social, mientras que la oligarquía, el sistema financiero, las fuerzas armadas depuradas de sus elementos populares y la partidocracia tradicional o querían volver al viejo estado de cosas o se confabulaban para que cualquier desarrollo se ajustara a los parámetros de un orden establecido a priori, donde “nadie pudiera sacar los pies del plato”. El movimiento proscrito se había constituido, por su imposibilidad de expresarse libremente, en un tumor en torno al cual giraba la realidad argentina, y su presencia virtual y la imposibilidad de eliminarla en el factor determinante de la política nacional. Era un estado de cosas imposible, donde se sucedieron gobiernos elegidos por el voto como fueron los de Frondizi e Illia, pero viciados de ilegalidad por la exclusión del partido mayoritario; otro carente de legitimidad como era el de Guido, traspasado más que apuntalado por las bayonetas y, por fin, la dictadura de Onganía. En este escenario estalló el Cordobazo, que fue el ápice de unas semanas de agitación sindical que reclamaba mejoras en la situación salarial. Ya se habían producido víctimas por el accionar policial al reprimir protestas en Rosario, pero en Córdoba, que era un poco el símbolo de las transformaciones del modelo económico producidas por el peronismo al convertirla en el primer polo industrial del interior, el choque llegó a un pico. La muerte de uno de los manifestantes, Máximo Mena, un obrero de la industria automotriz, desató la ira de la muchedumbre. Las refriegas se multiplicaron y en pocas horas la policía cedió posiciones y se retiró a sus cuarteles, dejando a la ciudad en manos de una confluencia de obreros, estudiantes y vecinos que se habían tomado venganza quemando vehículos e incendiando algún negocio de propiedad norteamericana, mientras la generalidad del pueblo les expresaba su apoyo. Al ponerse la tarde llegó el ejército, reclamado por el gobernador de la provincia, para implantar el orden. Las calles se vaciaron, pero no fue hasta dos o tres días después que la ciudad quedó tranquila, aunque ocupada por las tropas; había tiroteos esporádicos y el transporte no circulaba.
Esta jornada tuvo el mérito de herir de muerte al régimen militar y de mostrar como una manifestación gremial traccionada por los sindicatos –no espontánea, pero sin otro objetivo que una protesta activa- podía convertirse en el catalizador de una rebelión que ponía en tela de juicio al estado de cosas. El gobierno de Onganía se arrastró tozudamente durante un año más, a pesar de que el deterioro de la situación social proseguía y se percibían ya los primeros síntomas de la guerrilla, cuyo primer acto fue el asesinato del dirigente sindical Augusto Vandor, jefe de la Unión Obrera Metalúrgica, un mes después de la pueblada. Un acto sin sentido que anticipaba el rumbo catastrófico que asumirían las “organizaciones armadas”, que saltarían al primer plano con la muerte del general Aramburu, en mayo de 1970, eliminado por la organización Montoneros.
En el Cordobazo se dieron en embrión los elementos que caracterizarían al dramático sexenio posterior. Se había producido una oleada popular que oxigenó al país, pero en ella existía también una justificada impaciencia e ira juvenil que no constituía la masa crítica de la manifestación, pero que era su elemento más ruidoso y se proponía como su bandera. Eran los años tumultuosos de la revolución cubana, de la guerra de Vietnam y del Mayo francés; de las rebeliones estudiantiles en Estados Unidos y de la primavera de Praga. En este clima muchos jóvenes que, como todos los jóvenes del mundo, completaban su crecimiento rebelándose contra las convicciones de sus padres, absorbieron el aire de la época y lo conjugaron al clima social de su propio país. Entre nosotros el resultado fue a medias feliz: no hay duda de que la juventud de una clase media apretada por el ajuste de una economía liberal llevada adelante a tambor batiente por el equipo de Krieger Vasena, por el antimarxismo de los jefes de policía y por la gazmoñería ultramontana de los cursillistas, se sintió movida a escapar de ese torno infame y descubrió así la existencia y la verdad de otra historia, distinta de la historia oficial, frente a la cual se erigía como refutación y complemento a la vez.
El revisionismo histórico, pero sobre todo la primera interpretación crítica de nuestro pasado a la luz de un marxismo surgido de nuestras propias vivencias y no incorporado mecánicamente de su versión soviética o social demócrata europea, ya se había abierto paso en la estela del libro de Jorge Abelardo Ramos “Revolución y Contrarrevolución en la Argentina”, seguido de otros textos del mismo escritor y de otros autores, incursos, con matices, en la misma corriente de pensamiento. Esta “nacionalización” de las jóvenes generaciones, a la vez que acelerada e inmensamente positiva, acarreaba sin embargo mucha escoria y sobre todo se impregnaba de la inmadurez típica de la edad. Era una combinación explosiva, que por cierto hizo saltar por los aires el inmovilismo que generaba la proscripción del peronismo y abrió las puertas a un sinceramiento de la política argentina, en el marco de una oleada popular ascendente. Pero, en la misma medida en que era fresca y descolgada de un asidero social que le confiriera solidez, influida por el aventurerismo de la “teoría del foco” se convertía en un factor imprevisible, susceptible de ser manipulado o de actuar con un amateurismo suicida.
El Cordobazo voló la cerradura con que la contrarrevolución de Septiembre de 1955 había querido aherrojar a las masas populares y al natural crecimiento del país, que contrariaba, más que a los intereses, al parasitismo rentístico de la oligarquía. Los seis años que siguieron terminaron mal: el movimiento popular redivivo que había emergido en las calles de Córdoba y que conservó su vigor hasta lograr el abatimiento de la dictadura militar, tras la muerte de Perón se perdió entre las contradicciones de la cúpula peronista y el extravío de los movimientos guerrilleros, que se proponían un objetivo completamente desproporcionado a su capacidad y que no era compartido por el grueso de la sociedad. Las fuerzas de la reacción, que no habían perdido ni un ápice de su poder, aguardaban a que la población se hartase de la inestabilidad y cuando estimaron llegado el momento oportuno dieron el golpe del 24 de marzo de 197 6, cuyas consecuencias todavía estamos viviendo. Hasta el extremo de que el actual gobierno ha realizado, de manera cuasi legal, corregido y aumentado, el programa económico de José Alfredo Martínez de Hoz.
Varias veces hemos dicho que el nuestro es el país de las oportunidades perdidas. El corolario del Cordobazo fue una de ellas. Pues en él se había dado el esbozo de una coincidencia popular cuya potencia podría haber asentado a la política argentina sobre bases nuevas, esbozo que no llegó a fraguar en los años siguientes. Ahora, en un cuadro local y global muy diferente, pero después de una experiencia traumática que nos obliga a superarnos, surge la oportunidad de replantear al país a partir de la conciencia de que el retorno a un pasado de exportación de productos primarios y de represión salvaje del reclamo popular es imposible, y que se hace necesario desarrollar de veras, con paciencia y con persistencia, la síntesis que fugazmente encontró un momento de epifanía en la jornada del 29 de mayo de 1969.
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[i] Por ejemplo, ¿cuáles fueron las fuerzas que estuvieron detrás de la muerte de Aramburu? ¿Fue sólo un quid pro quo, un acto de “justicia retrospectiva” por los fusilamientos de junio de 1956? ¿O hubo también una conspiración en el seno del poder para eliminar a una figura designada a suceder a Onganía y cerrar el periplo de la “Revolución Argentina”?
[ii] Desde la Escuela de Mecánica de la Armada se abrió el fuego al paso de una columna rebelde. Esta respondió al ataque. Hubo bajas entre defensores y atacantes. Además un colectivo con pasajeros quedó atrapado en el fuego cruzado, con el saldo consiguiente de muertos y heridos. El jefe de la columna, el general Arturo Rawson, que se había sumado a última hora a la revolución y era aliadófilo, fue el primero en llegar a la Casa Rosada y se proclamó presidente, cargo del que lo sacaron los reales conductores del golpe, quienes lo reemplazaron por el general Pedro Pablo Ramírez, más afín a sus tendencias neutralistas.