¿Cómo sigue? A riesgo de parecer reiterativos debemos señalar que la caída de Wall Street (o calle del Muro) es la réplica de la caída del Muro de Berlín, que señaló el principio del fin del comunismo. No se trata de que el capitalismo vaya a desaparecer, desde luego, pero sí que su actual crisis significa la fractura de la hegemonía de la economía norteamericana y de la forma más feroz del sistema, el llamado “turbocapitalismo” o neoliberalismo. O capitalismo salvaje, si se quiere.
Pero toda quiebra de esta naturaleza trae aparejada una serie de reacomodamientos en la economía real y en la política. Mucho más rápido de lo que se había pensado se deshace el mundo unipolar y comienzan a despuntar los interrogantes acerca de los bloques regionales que podrían reemplazarlo. Esta emergencia de poderes regionales está en el curso natural de las cosas, aunque la forma que llegue a adoptar depende de las decisiones de los grupos de poder que se distribuyen por el mundo. Lo único que puede decirse es que toda crisis en el centro del sistema del poder mundial representa una oportunidad para los más débiles, y que a esta no habría que desaprovecharla.
Desde el 11 de Septiembre de 2001 hemos asistido al intento de consolidación militar de la pax americana. La crisis actual no va a anular las pretensiones hegemónicas del poder todavía vigente, pero lo enfrentará a una nueva realidad. Una nueva realidad que de hecho venía gestándose, pero que requería de un impulso para manifestarse. Ese impulso lo está dando el crac de la Bolsa de Nueva York y las ya inevitables repercusiones que tendrá en el marco de la economía real. Agotamiento del crédito, ralentizamiento de la producción y desempleo son datos que no podrán evitarse, aunque la reunión del G 7 de este fin de semana afloren iniciativas que, en una de esas, frenen algo el desplome bursátil. Aunque repercutirán de manera desigual en el planeta, esos datos depresivos representarán un incremento de las tensiones sociales y de los enfrentamientos regionales que han sido muy bien alimentados por la locura del capitalismo salvaje y por su correlato militar: el principio de la guerra permanente o guerra de las civilizaciones para controlar a los gobiernos díscolos del mundo y apropiarse de las fuentes de materias primas y energía que son esenciales para el ejercicio unívoco del poder.
No sabemos si esta dinámica va a ser cancelada. Es probable que no. Pero sí sabemos que, en la medida en que el poder central flaquee y se revele inconsistente para el logro de sus fines, otras fuerzas se sentirán obligadas a actuar por cuenta propia, sea en busca de los mismos objetivos, para adecuarse al nuevo mapa de las relaciones de poder o para proteger sus propios recursos de la voracidad imperialista.
Alemania y Rusia
El caso alemán es significativo. Alemania, pieza fundante de la Unión Europea, junto a Francia, a partir de su reunificación ha acrecentado su importancia de manera notoria. Pero su dilema estratégico es el mismo que la afectara desde la segunda mitad del siglo XIX: ¿marchará con Rusia o contra Rusia? Hasta la catástrofe de la segunda guerra mundial ese fue el pivote sobre el que giró su aspiración a la supremacía europea. El tratado de Rapallo con la recién fundada Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, en 1923, y el pacto Ribbentrop-Molotov (o Hitler-Stalin, para ser más exactos), en 1939, fueron sintomáticos de la primera actitud, en ambos casos dirigida a romper el cerco a que la sometían Francia y Gran Bretaña. La arremetida contra la URSS en 1941, que llevaría a Alemania al desastre, fue típica de la segunda. Después de 1945 una Alemania fragmentada sólo podía sobrevivir bajo el paraguas atómico de la Otan o del Pacto de Varsovia, pero se trataba de una situación horriblemente incómoda –un estallido entre rusos y norteamericanos la hubiera sentenciado a muerte-, y los alemanes están felices de haber salido de allí. Es imposible que quieran volver a esa situación plegándose a la pretensión norteamericana de mover hacia el Este las fronteras de la Otan, involucrando a países como Georgia y Ucrania, cosa que representa una amenaza mortal a Rusia y a partir de la cual esta puede reaccionar en gran escala. Una prueba de esta capacidad de reacción la dio la breve guerra con Georgia, una señal para que Estados Unidos se frene en el curso loco al que se ha lanzado.
La crisis de Wall Street, que representa un síntoma de que el sistema manejado por Estados Unidos ha llegado al límite de sus posibilidades, ayudó a la canciller alemana Ángela Merkel a expresar la semana anterior, en una conferencia de prensa conjunta con el presidente ruso Dmitri Mevdevev, en San Petersburgo, que su país se opondrá al ingreso de Georgia y Ucrania a la Otan y que incluso podría oponerse a toda intentona para poner a esos países rumbo a la membresía de la Alianza Atlántica. Si se toma en cuenta que Merkel es la canciller más pro Washington que ha tenido Alemania en mucho tiempo y que su país dispone de poder de veto respecto de la incorporación de nuevos integrantes, parece evidente que la Otan se ha quebrado y de que el futuro europeo se jugará en torno a si Alemania atrae a su posición a los principales países que la integran, recreando la idea la región cardial –Europa occidental, Rusia y eventualmente China- que regiría el mundo, o si aquellos países le vuelven la espalda y la obligan a escoger por sí sola la opción de aproximarse a Rusia, de la cual depende para el suministro de energía y a la que no puede pensar en invadir como lo hiciera en el ’41.
América del Sur
En medio de este barullo ¿qué pasará con nosotros? ¿Con América latina? No se puede descontar la posibilidad de que Estados Unidos, tropezando con resistencias muy duras en otras partes del mundo, pretenda intervenir de manera aun más pesada en la zona a la que siempre ha considerado como su “patio trasero”. Pero esto sólo podrá suceder si los gobiernos de la región son incapaces de presentar un frente unido. Pistas de que este frente está en gestación las hay. La cumbre de los países del Grupo de Río para tratar la crisis entre Colombia y Ecuador, y la cumbre de la Unasur en Santiago de Chile que frenó, al menos de manera provisoria, la deriva secesionista alentada por Washington en las provincias del Oriente boliviano, son síntomas de ello.
Nuestras dirigencias son frágiles, convengamos, pero hay una cosa llamada instinto de supervivencia que tiene que imbuirlas, a ellas y a los estratos de concentración empresarial que ven a la región como un refugio de la tormenta que se cierne sobre la economía mundial. América del Sur no sólo posee grandes recursos materiales y humanos; también dispone de un potencial mercado interno capaz de permitirle capear la desestabilización mundial.
La cuestión es compatibilizar intereses y políticas para movilizar un desarrollo sostenido y orientado a la autosuficiencia. Por esto mismo no deja de ser significativa la reunión “secreta” de los diez empresarios “top” de Argentina y Brasil, junto a los presidentes de los Bancos centrales de los dos países, pero sin exponentes de la economía financiera, el día siguiente en que la presidenta Cristina Fernández lanzara el sistema de pagos en monedas locales con que se busca desdolarizar la relación comercial entre los principales socios del Mercosur.
El futuro es incierto. No escaparemos al remezón de la crisis, pero esta puede brindarnos una ocasión mejor para crecer juntos.