Es un dato común utilizar el término “hollywoodiano” con un matiz despectivo. Sin duda, si observamos la catarata de banalidades acartonadas que se han desplomado desde la “fábrica de sueños”, ese desdén se justifica. Sin embargo, en ese torrente de filmes afloran casi siempre trozos, elementos significativos de tendencias sociales, síntomas clínicos, observaciones muchas veces agudas y sobre todo, en los casos de los realizadores que se esfuerzan en comprometerse con el material que tratan, giros formales que trascienden las anécdotas y que suministran indicaciones fuertes acerca de la psicología social contemporánea. Al menos, en el marco de lo referido a la híperpotencia que se fue construyendo a lo largo del pasado siglo y que hoy se encuentra en una encrucijada que la pone ante el dilema de continuar afirmándose como un poder omnímodo, o meditar un poco más sabiamente acerca de los límites de la propia fuerza.
La psicología colectiva norteamericana ha forjado el mito de Superman, del Hombre de Acero, de Flash Gordon y de toda la galaxia de superhéroes capaces de manejar la lanza que atraviesa todos los escudos y asimismo de fabricar el escudo que resiste a cualquier lanza, para decirlo con el irónico proverbio chino. La exitosa trayectoria de esa nación ha permitido que tal necedad se consolide. Sin embargo, junto a esta afirmación de un optimismo martilleante, ha habido siempre en Estados Unidos una vena autocrítica que ha mirado con desconfianza y en ocasiones con horror este despliegue de arrogancia y de afirmación egotista que es en definitiva lo que sostiene la acumulación dineraria en el país que en primer lugar llegó a configurarse como una nación capitalista plena.
En este sentido Hollywood, a pesar de su carácter eminentemente comercial y conformista, ha receptado en ciertos momentos algo de la inquietud que subyace a la energía norteamericana. El realismo social de los años ’30, la “serie negra” posterior al segundo conflicto mundial y los aportes de cineastas como Orson Welles, Stanley Kubrick y George Stevens, entre otros, produjeron obras maestras que pusieron de manifiesto la desazón estadounidense ante su propia imagen.
En estos días de guerra y atrocidades en Irak y Afganistán, cuando Washington se prueba la toga romana que piensa conviene a su rol de Imperio, esta inquietud se ha hecho manifiesta en la distribución de las candidaturas y la atribución de los premios en la noche del Oscar. Ya había pasado con Million dollar baby, la estupenda película de Clint Eastwood que se llevó por delante una sin embargo competente deconstrucción del “sueño americano”: El Aviador, del gran Martin Scorsese,
Esta vez tanto la mayor parte de las candidaturas como la atribución de los premios más importantes, han ido a películas de contornos inquietantes, centradas en casos patológicos que describen los mecanismos, oscilantes entre la lucidez y la aberración, con que se dirimen las pruebas de fuerzas entre grupos o personas contrapuestas por el dinero y la voluntad de poder.
En el caso de Petróleo sangriento (There will be blood) tenemos los orígenes paranoicos y despiadados de un capitalista de raza, que extravía toda noción de humanidad hasta abolirse a sí mismo como padre, en una torsión psicológica que lo destroza íntimamente, en aras no tanto del dinero como de la afirmación autoritaria de su propio yo. Y junto a él aparece el pastor alucinado, quien, interesado por el dinero en la proporción justa que había estipulado, pero también estimulado por el orgullo y el odio a un hombre que desprecia, se busca la muerte al ir choque con el petrolero, a su vez incapaz de dominar su pulsión agresiva que termina –o puede terminar- destruyéndolo a él mismo.
En No es país para débiles o, como reza el título en inglés, “para viejos”, los hermanos Joel y Ethan Coen se meten en un torbellino de asesinatos y codicia que, por una vez, no exhibe el final feliz que podría deducirse del justo castigo a los culpables. Como el fatigado sheriff que es su héroe, los hermanos Coen no creen en la posibilidad de la justicia en un ámbito despiadado donde la cocaína y el dinero son el epítome de un mundo que sólo existe para vender y donde la droga puede ser reemplazada por el petróleo y los pistoleros por los marines y mercenarios que se arrojan, o son arrojados por un poder superior, en batallones sobre el crudo codiciado.
No creo que haya que forzar la interpretación simbólica para descubrir que hay una asociación entre estos filmes y lo que sucede actualmente en el mundo.
Otras películas norteamericanas en competencia, como Michael Clayton, En el valle de Elah (aquí conocida como La conspiración), y Promesas del Este, coinciden en la descripción de un mundo viscoso, enfermo de violencia y, tal como está, virtualmente sin salidas.
Por cierto, la angustia puede resultar sofocante y empujar a la inacción. Sin embargo, en alguno de estos filmes, En el valle de Elah, puntualmente, la angustia toma un tinte de protesta. O al menos de un grito de socorro. El final, con Tommy Lee Jones -un ex militar que ha perdido a su hijo en una sórdida riña entre camaradas, a su regreso de Irak-, es demostrativo de esto. El pundonoroso ex soldado iza la bandera norteamericana al revés, con las estrellas para abajo, símbolo del SOS - del reclamo de ayuda que pide un navío desamparado en alta mar.
Europa renuncia a un papel
¿De dónde puede provenir esta? A estar por lo visto en los filmes participantes en la ceremonia de los Oscar, parecería que la ayuda los norteamericanos deberán buscarla sólo en sí mismos. Pues el cine europeo, presente como nunca en el reparto de candidaturas a los premios, pareciera haber realizado la operación inversa a la que estaría efectuando la Academia: de la tesitura de inconformismo social y ruptura con las reglas formales del filme; de hondura psicológica y compromiso, típicas, pongamos, de la década de los ’60, está evolucionando rápidamente hacia un cine de prestigio, soberbiamente asistido por la pericia técnica y el cuidadoso tratamiento de los personajes, pero vinculado a lo que los cineastas de la nueva ola llamaban “el cine de papá”; que no era desdeñable en absoluto, pero que no incidía con fuerza revulsiva en el medio ambiente
Películas como la exquisita Expiación, de Joe Wright, o la biografía de Edith Piaff que valió a Marion Cotillard el premio a la mejor actriz, son excelentes, en especial la primera, pero parecen asentarse en un universo clásico que no termina de casar con el cataclismo del presente. Tienen vigencia, desde luego, pero en el reino de un refinamiento que puede conmover por su sensibilidad al público más cultivado, más que en el del reflejo de una realidad que necesita ser combatida.
En cuanto a Elizabeth, la era dorada, restaura –con esplendor, es cierto- la espectacularidad y las resonancias mitológicas que eran propias del cine hollywoodense cuando practicaba su versión retórica y bastante inexacta de la épica anglosajona, al asimilar de manera no precisamente subliminal, a la Inglaterra isabelina, contrafuerte de la libertad protestante frente al poder imperial español, con la Gran Bretaña que se aprestaba a batirse con la Alemania hitleriana. Hoy esa asimilación es imposible: no hay enemigo externo a la vista que pueda revestir ese carácter. Y ni siquiera es posible inventarlo.
El cine de calidad, hoy, chorrea sangre. Sangre que no cabe confundir con la salsa ketchup que se vierte en los múltiples thrillers y aventuras donde conviven los estereotipos humanos y las criaturas monstruosas, y donde la violencia se torna irreal y adecua al espectador para asumir con indiferencia los horrores que lo rodean. No hay nada de alienante en el filme de los hermanos Coen ni en el de Paul Thomas Anderson, el realizador de Petróleo sangriento. Al contrario, están pensados para promover una revulsión crítica. Que consigan traspasar la pátina de indiferencia que recubre al mundo es otra cosa. Pero al menos lo intentan.
El caso de la estatuilla ensangrentada al que nos referimos en el título de esta nota, nada tiene que ver con las especulaciones rigurosamente lógicas que presidían a las novelas de Ellery Queen o Agatha Christie. En esas deliciosas supercherías la razón se imponía siempre sobre el mal, expresando la confianza que, a pesar del desasosiego contemporáneo, imbuía a una sociedad metropolitana todavía segura de sí misma. Las mejores ficciones de hoy, en cambio, inducen al sobresalto, como si viéramos a la estatua de la Libertad sudando sangre. Y al Oscar también.