Esta semana ha sido pródiga en aniversarios. Se sumó un año más a la efeméride de Malvinas y se cumplieron 80 años del final de la guerra civil española. El recuerdo de la breve guerra austral de 1982 está enraizado en la conciencia nacional, a pesar de las campañas desmalvinizadoras y del sabotaje vergonzante a su recuerdo practicado por el progresismo exquisito y por ciertas variantes de la izquierda que se empeñan en recordar solo la vertiente oscura de los hechos. Poseídos por el “sociologismo de sastrería” como lo llamara Alfredo Terzaga, su obsesión es responsabilizar exclusivamente a los uniformados de la derrota y evocar los abusos que pueden haberse producido en la dimensión caótica y confusa que caracteriza al escenario de cualquier campo de batalla. El rasgo que identifica a la mayor parte de esas percepciones del conflicto es la permanente victimización de los “chicos de la guerra”, que habrían sido los sujetos pasivos del abuso de sus mandos. El compromiso espontáneo de la mayoría de la tropa, su devoción patriótica, su voluntad de combate y su capacidad de esfuerzo tienden a ser escamoteados por esta versión sacrificial de la gesta. Esta campaña sinuosa, sutil y persistente a lo largo de los años, no ha conseguido sin embargo borrar en la inmensa mayoría de los argentinos el amor y el orgullo que sienten por aquellos que fueron los sacrificados, en efecto, pero que no renegaron del impulso que los había movilizado y que tuvo el apoyo masivo del pueblo; este jamás dejó de enorgullecerse del heroísmo y la energía con que los pilotos, oficiales subalternos, marinos y soldados defendieron una causa argentina y latinoamericana mucho más allá de lo que le consentían su equipamiento y el escenario en el que debieron desenvolverse.
Otra historia son las responsabilidades del gobierno de la dictadura cívico-militar que nos oprimía por aquel entonces. El desconocimiento de las verdades elementales de la política mundial y de la geoestrategia hizo que el régimen se lanzase a la aventura sin haber tanteado siquiera las posibilidades de un sostén diplomático en las Naciones Unidas de parte de la Unión Soviética y de China. La incapacidad para discernir las posibilidades que el conflicto abría a la primer ministro británica Margaret Thatcher en su frente interno –ofreciéndole la oportunidad para disfrazarse de un Churchill de pacotilla-, también supuso una gravísima falta, a la que sumó la ineptitud para entender las probablemente pérfidas seguridades que algunas figuras del gobierno norteamericano ofrecían a la Casa Rosada en el sentido de que mediarían amistosamente para resolver el conflicto.
A poco de comenzado este y evidenciada la orfandad en que lo dejaba la Casa Blanca, que en vez de apoyar a Argentina suministraba un decisivo apoyo logístico al enemigo británico, un gobierno dividido, psicológicamente no preparado para afrontar una situación adversa y ligado por lazos de servidumbre o servilismo al bloque “occidental y cristiano” no aspiró a otra cosa que salirse de la situación en que se había metido. A la derrota militar, en la cual nada hay que pueda avergonzarnos, vino a sumarse así una derrota psicológica que ha influido pesadamente sobre la conciencia nacional, estimulada por los factores que señalábamos antes y que de alguna manera provienen de ese derrotismo que enraíza en un problema de identidad que llevamos irresuelto en el fondo de nosotros mismos.
El establishment se ocupó luego de aprovechar el desconcierto producido por el golpe de la derrota y la confusión creada a partir de ella para consolidar los beneficios recibidos durante la dictadura y adherir al país más fuertemente aún a sus opresores tradicionales. La reivindicación abstracta de la soberanía en Malvinas y una diplomacia claudicante acompañaron a la política exterior en lo referido al archipiélago al menos hasta los planteos regionales que se realizaron durante el período de reafirmación nacional y popular que ocupó la primera parte de este siglo en Suramérica.
Ahora, naufragado ese intento y en un momento en que transcurrimos una descomposición institucional prácticamente sin antecedentes en nuestra historia, no son la auto-conmiseración ni el auto-desprecio los factores que han de ayudarnos a salir de la crisis. Sí puede serlo el recuerdo de la epopeya surera y el reconocimiento sincero y razonado de quienes combatieron en ella. Este reconocimiento no tiene por qué disimular los costados oscuros del conflicto ni escamotear la dureza, la angustia y el horror del sacrificio supremo. No es cuestión de ditirambos ni de vibraciones líricas. La guerra es un asunto horrible. Pero este mismo hecho enaltece la conducta de quienes se sacrificaron por algo que consideraban superior a ellos mismos o que, más humildemente, lo asumieron como su cuota en un sacrificio que creían colectivo. En todo caso fue la falta de reconocimiento oficial que padecieron mucho tiempo quienes volvieron del frente, y la conmiseración hipócrita que algunos les arrojaron desde arriba, lo que más duramente debe haber golpeado a los veteranos, favoreciendo la alta cuota de suicidios que se registró en sus filas después del retorno. Es por esto, por el silencio o por lo insuficiente de nuestra identificación con su sufrimiento, que rendirles homenaje resulta hoy más imperioso que nunca. Su empeño fue y seguirá siendo una inspiración para todos.
Las flores de abril
Volverán banderas victoriosas
al paso alegre de la paz
y traerán prendidas cinco rosas:
las flechas de mi haz.
Así reza una estrofa de Cara al Sol, el himno de la Falange. Pero fueron rosas negras, en realidad; incluso para el autor del poema, José Antonio Primo de Rivera, fundador del movimiento, fusilado por los republicanos en noviembre de 1936. Porque el final de la guerra civil española no trajo la paz. O en todo caso trajo la paz de los cementerios, rubricada por las decenas de miles de ejecuciones que jalonaron los primeros años posteriores al conflicto, cuando Franco puso en práctica la depuración antimarxista y antidemocrática que se había propuesto llevar a cabo desde el principio de la guerra. Tanto fue así que prefirió eludir cualquier posibilidad de arreglo negociado con tal de llegar a una victoria final de carácter indiscutible, que le dejase las manos libres para proceder a ejemplarizar a España a una escala que la convirtiese políticamente en una tabula rasa. Las cifras de víctimas hablan por sí solas: unos 38.000 ejecutados del bando nacional durante la guerra, y unos 200.000 pertenecientes al bando “rojo” durante el conflicto y después de este.[i] Claro está que habría que preguntarse qué habría sucedido si el resultado de la guerra hubiera sido el inverso y si un gobierno estalinista hubiera ocupado el poder en las mismas condiciones de impunidad en que lo hizo Franco, con Francia ocupada por los nazis, Portugal bajo la dictadura de Oliveira Salazar e Italia bajo el régimen de Mussolini.
La mención de estas figuras y circunstancias pone de relieve el carácter singularísimo del conflicto español, producto de una crisis interna, en primerísimo término, pero luego convertido en el punto de referencia de una crisis global que habría de rematar en la segunda guerra mundial y en la doble ecuación que marcaría los cincuenta años posteriores a ella: el cierre, en Europa, del ciclo revolucionario que había alumbrado con la revolución rusa durante la primera guerra, y las guerras por procuración que habrían de producirse en las décadas siguientes no ya entre la URSS y el Tercer Reich, sino entre la primera y el imperio norteamericano en el vasto escenario del “tercer mundo”. Pero esta ecuación era impensable entonces y solo puede verse con la perspectiva de los años y de un ciclo histórico fenecido. Lo que contaba en ese momento en España era el choque casi cerril entre una derecha empavorecida y feroz, y una izquierda fanática, entre cuyos extremos se difuminaban las opciones más o menos moderadas para salir del impasse.
Lo que hace difícil comprender la guerra civil española es justamente el carácter complejo de la imbricación entre el factor interno y el factor externo. El impulso revolucionario salido de la revolución rusa estaba ya agarrotado en las zarpas del estalinismo, que habrían de estrangularlo precisamente durante los años de la guerra española, con los juicios de brujas en Moscú que exterminaron a la vieja guardia bolchevique. Lo cual no impedía que Stalin y el comunismo de la Tercera Internacional siguieran postulándose como abanderados de la revolución mundial en tanto y en cuanto esta sirviese, primordialmente, a los intereses de “la construcción del socialismo en un solo país”. La segunda parte de este postulado no se expresaba, naturalmente, lo que llevó a un sinfín de equívocos entre quienes estaban predispuestos a engañarse con sus propias ilusiones.
Pero fue tal vez esta convicción equivocada lo que atrajo a tantos intelectuales y literatos del mundo entero a comprometerse con el bando republicano, dando lugar a una floración de obras de arte, poesías, películas y novelas de una calidad notable y en al menos en una ocasión de una importancia estética sensacional. No hay mayores dudas de que el Guernica de Picasso va a quedar entre las obras maestras del arte universal, a un nivel no inferior al de Los desastres de la guerra y Los fusilamientos, de Goya. Pero Picasso era español, en fin de cuentas, mientras que hubo una verdadera avalancha de escritores provenientes de muchas partes del mundo que concurrieron a visitar el campo republicano, produciendo una especie de subgénero novelístico y también cinematográfico centrado en la guerra de España. Ernest Hemingway y André Malraux, en primer término, con dos títulos señeros, “Por quién doblan las campanas” y “La esperanza”. Y a ellos se sumaron John Dos Passos, George Orwell, Ilyá Ehrenburg, Alexei Tolstoi, Mijail Koltsov, los documentalistas Román Karmen y Joris Ivens; Pablo Neruda, Arthur Koestler, Simone Weil y muchos más. Algunos pasaron en calidad de periodistas, otros de funcionarios consulares, de combatientes e incluso de agentes o espías, pero en todos los casos como testigos fascinados de una tragedia que también encontró a escritores españoles para erigir un monumento narrativo inhabitual para un episodio tan localizado y consumado en menos de tres años. Max Aub, Arturo Barea, Ramón Sender, José Bergamín, Miguel Hernández, Rafael Alberti, María Teresa León, el mismo Antonio Machado al final de su vida, fueron algunos participantes de ese testimonio. El otro bando estuvo menos servido; pero los nombres de Manuel Machado (hermano de Antonio), Eugenio d’Ors o Dionisio Ridruejo no son para ser desechados.
Cabe preguntarse qué quedó, fuera de estos recordatorios, de esa guerra civil a la que siguieron muchos años de grisalla política opresiva de la que España no terminó de salir hasta una transición democrática que, en suma, la movió al escalón superior de una crisis mundial donde los viejos problemas del capitalismo –sobreexplotación, distribución desigual de la renta, híper- concentración de la riqueza, imperialismos, luchas por la hegemonía o por el equilibrio de poderes- siguen tan presentes como entonces. Con ropajes diferentes, desde luego, pero con una peligrosidad acrecentada, y sin que, esta vez, existan las convicciones en el sentido de que todo puede cambiar en un lapso más o menos breve.
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[i] Antony Beevor, “La guerra civil española”, págs. 127 y 139. Crítica, Buenos Aires, 2015.