El Gran Viernes previsto para hacer fluir la “ayuda humanitaria” desde Brasil y Colombia a Venezuela y promover de ese modo la conmoción y el hundimiento de la fuerza armada venezolana, que debería haberse cruzado de brazos ante las demostraciones populares que habrían recibido a esa fementida ayuda, se desinfló sin pena ni gloria. El festival musical en la frontera que debería haber atraído a 200.000 personas y servido para crear una base de movilización que favoreciera una presión multitudinaria y de este modo sirviera de caldo de cultivo a los desórdenes y generara presión física sobre el límite, no superó las 20 o 30 mil personas y los disturbios no tomaron entidad. Pese a las clamorosas manifestaciones de Juan Guaidó, y a pesar del cónclave vergonzoso que en Bogotá celebraron el autoproclamado presidente y los exponentes del grupo de Lima, a las que se sumó el vicepresidente de Estados Unidos -que técnicamente no pertenece al grupo aunque su gobierno lo haya inventado-, y a despecho de las siempre amenazantes y cada vez más difusas expresiones de Mike Pence y del mismo Donald Trump contra Nicolás Maduro, las opciones para el uso expreso de la fuerza para derrocar al gobernante bolivariano de momento apuntaron a quedar en agua de borrajas. No hubo sublevación popular y el ejército bolivariano mantuvo su cohesión. “Tengo no sólo una opción B, sino también una C y una D”, dijo Trump en respuesta a las preguntas de los periodistas que lo interrogaban sobre el fiasco. Lo que no significa otra cosa que está tomando distancia para ir barajando otras opciones.
Porque no nos engañemos: este primer round se ha resuelto en contra del injerencismo, pero son muchos los factores que lo sostienen, entre ellos el nada banal de que una expulsión de Maduro del poder podría significar una carta de triunfo para Trump de cara a las primarias republicanas y a la contienda electoral del año próximo, que debería darle un segundo mandato. Más profundamente arraigado, se encuentra el propósito del sector más duro del establishment político-militar estadounidense en el sentido de terminar con las veleidades autonomistas del patio trasero y asegurar, en primer lugar, el inquieto triángulo del Caribe, sacándose de encima esa afrenta permanente para el prestigio y la “credibilidad” de la superpotencia que significan Cuba, Nicaragua y Venezuela. La primera porque es una ofensa histórica a la preeminencia norteamericana; la segunda porque ha tenido la ocurrencia de concebir un segundo canal interoceánico construido nada menos que por China, el primer rival de la superpotencia; y la última porque es el objetivo estratégicamente más codiciable y presuntamente más alcanzable. En efecto, una parte importante de la opinión pública de Venezuela está obnubilada por el prejuicio racial y de clase –rasgo que puede rastrearse a lo largo y lo ancho de la geografía suramericana-, y por lo tanto alienada respecto de su identidad y permeable al discurso de odio hacia adentro y derrotista hacia afuera. Además, y fundamentalmente, los recursos naturales que atesora el país son de tal magnitud que ameritan un emprendimiento en gran escala para arramblarlos. Venezuela tiene reservas de crudo por 296.500 millones de barriles (159 litros de crudo por barril), con un factor de recuperación del 20%, certificado por la OPEP. Lo que indica que Venezuela ocupa el primer lugar del mundo con las mayores reservas petroleras, por encima de Arabia Saudita.[i]
A esto se suman un gran patrimonio ecológico y una importante reserva del superconductor eléctrico denominado coltán. El coltán es una combinación mineralógica estratégica determinante para el desarrollo de la microelectrónica, la industria espacial, las armas teleguiadas y las telecomunicaciones. Hasta ahora sólo en siete países se han descubierto reservas significativas de los minerales que integran ese compuesto; entre ellos figuran Colombia y Venezuela. Lo cual no es precisamente una bendición: los principales detentores de esa riqueza son la República Democrática del Congo y Ruanda, donde los estragos por las guerras generadas en torno a la disputa por esa preciada posesión han causado millones de víctimas a partir de principios de siglo, que se añaden a las producidas por los incontables conflictos que destripan a un continente africano trabajado por las exacciones imperiales; hoy practicadas anónimamente por empresas, caudillos tribales y mercenarios que lucran y se disputan las riquezas de ese espacio, mientras las ex potencias coloniales consienten o alimentan esos emprendimientos, de los que sacan buena tajada.
América latina no es África, por cierto, pero los ejecutivos del imperio nunca se han distinguido por su capacidad para discernir matices, aún los más evidentes. Sin embargo, el desenlace de la mascarada del pasado viernes en Cúcuta, que tuvo su epílogo en la reunión del grupo de Lima efectuada en Bogotá el lunes, debería llamarlos a la reflexión. Los cancilleres y vicecancilleres que se reunieron bajo la tutela del vicepresidente norteamericano, en definitiva acordaron que la solución al conflicto venezolano debe ser pacífica. Es decir, que no comulgaron con la decisión sugerida o recomendada por los medios oligopólicos de prensa en el sentido de montar una operación militar conjunta para terminar con “la opresión” y la “tiranía” que Maduro estaría infligiendo a su pueblo. La voz del amo es por supuesto la que está detrás de todo ese vocerío mediático, pero resulta evidente que una acción de ese género sólo podría tomar cuerpo si hay una situación de fractura en la fuerza armada bolivariana y si el país ha ingresado realmente a una situación de conmoción civil, cosa que hoy por hoy no se ve por ninguna parte. Los regímenes neoliberales y conservadores que obedecen a Estados Unidos en esta parte del mundo no están, pese a su aparente fortaleza (que deviene de la inconsistencia de sus adversarios más que de su propia fuerza), en condiciones de dar ese paso: el rebote que su acción provocaría en sus países amenazaría a su propia y precaria estabilidad.
Resta, a Estados Unidos, el recurso al magnicidio. O al “microcidio”, dada la catadura de la probable víctima. Resta, en efecto, de sacar de en medio al títere Guaidó y echarle la culpa a Maduro o a los servicios secretos venezolanos o cubanos o a lo que diablos fuere, para montar una operación en fuerza contra Venezuela, en la que la principal responsabilidad en el terreno la tendría Estados Unidos. Ya se oyen voces que amenazan a Maduro con el más ejemplar de los castigos si se atreve a semejante desafuero.
Y por aquí, ¿cómo andamos?
Suena truculento, es cierto, pero la bestialidad y el cinismo son rasgos de la modernidad, y han sido y son practicados en gran escala y sin remordimiento alguno por todas las potencias, en especial por la más fuerte de todas. Lo cual debiera aleccionarnos sobre la necesidad de cerrar filas y de sacar algunas conclusiones a nivel local respecto a lo que nos depara el futuro en el contexto de recesión, reacción, conspiración y violencia que nos rodea. En Argentina no debemos hacernos ilusiones: el futuro se anuncia dificilísimo, cualquiera sea el resultado de los próximos comicios presidenciales. La industria y nuestras fuentes de empleo han sido devastadas y la hipoteca financiera que resulta de la deuda vertiginosa adquirida por el gobierno Macri deja sólo márgenes muy estrechos de maniobra. Pero la continuación del actual gobierno significaría el naufragio de toda posibilidad de recuperación por largas décadas y tal vez un golpe mortal a las aspiraciones de Argentina para realizarse como una sociedad medianamente armónica. Encontrar una opción política unitaria que pueda hacerse cargo de renegociar la deuda, aplacar la inseguridad y empezar a reconstruir el empleo y las redes de solidaridad social, mientras se visualiza el panorama de la economía con una visión que haga centro en el interés de las mayorías argentinas y no en el saqueo de los recursos primarios del país, la fuga de capitales y la timba financiera, es el primer escalón a la supervivencia.
Deponer egoísmos, salir de la camisa de fuerza de los ideologismos doctrinarios –sin abandonar las convicciones últimas respecto a la justicia social o lo que sea- y abrazar un pragmatismo que se ordene en torno al deber de incrementar el empleo, el consumo, el gasto público en salud, en educación y en tecnología, articulado todo con un régimen fiscal progresivo, son los principios básicos de la recuperación, o, mejor dicho, del comienzo de esta. Y, lo último pero no lo menos importante, se hará necesario disponer de una cancillería que entienda que la diplomacia no es una sinecura sino un asunto serio, que no se resuelve con el seguidismo a la política de las grandes potencias, sino a partir de una comprensión geopolítica propia, que tome en cuenta la complejidad de un mundo en transición de la unipolaridad a la multipolaridad y nuestra situación en este trance.
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[i] Fuente: Wikipedia.