Por estos días la campaña que los grandes medios norteamericanos están descargando contra Donald Trump se ha manifestado con una virulencia inusitada. El New York Times y el Washington Post proporcionaron dos informes explosivos sobre la actuación de los “law enforcement officers” (algo así como jueces de paz del estado, creo) en el sentido de lanzar una operación de contrainteligencia para determinar si el presidente de los Estados Unidos es… ¡un agente ruso! La iniciativa se fundaría en la decisión de Trump de remover de su cargo al jefe del FBI James Comey. Trump fue sospechado por el Buró de esconder información relativa a sus conversaciones con Vladimir Putin y lo que se desprendería de esta evaluación es que el presidente podría estar trabajando, voluntaria o involuntariamente, como agente de una potencia extranjera.
La actitud de la gran prensa norteamericana es el reflejo de la hostilidad que el magnate despierta en el establishment político-financiero y en las dudas que inspira al complejo militar industrial. Si el primero rechaza la abdicación del rol hegemónico que correspondería a la Unión en un mundo globalizado y se aferra al modelo del dinamismo financiero puramente especulativo, el segundo tiembla ante la posibilidad de que el proceso de retiradas que se habría iniciado con el anuncio de la partida de los efectivos norteamericanos de Siria y Afganistán, repercuta tarde o temprano en el enorme negocio armamentista que en estos momentos moviliza un presupuesto militar de 750.000 millones de dólares, cifra que algunos remontan hasta el billón de dólares. Es decir, en español, a los mil millones de millones. Al ala militar no se le escapa, por otra parte, que un proceso de retiro paulatino y de abdicación de las “responsabilidades” norteamericanas en el sostén del orden occidental va a dejar a Estados Unidos sin sus principales aliados frente a Rusia, puesto que los países de la Unión Europea, de confirmarse el nuevo rumbo, van a tener que reelaborar sus políticas frente a Moscú y a replantearse su situación en África y el medio oriente.
Los militares norteamericanos, sin embargo, tampoco pueden ignorar que, desde una perspectiva geopolítica, la retirada de Siria no necesariamente debilita sino que más bien puede llegar a fortalecer la estrategia del Pentágono en su proyecto de bloqueo de la Ruta de la Seda. Los efectivos norteamericanos instalados en el noreste de Siria estaban allí para cubrir a los kurdos de la hostilidad de DAESH y también para oponerse al ejército sirio. Después de la instalación de los cohetes rusos S-300 como respuesta a la provocación israelí que llevó al involuntario derribo del Ilyushin 20 por los antiaéreos sirios, la unidad norteamericana emplazada allí perdió la cobertura aérea y quedó a merced del enemigo. Aducir, como hizo Trump, que la retirada era consecuencia de haber acabado con su tarea al suprimir la amenaza del ISIS, fue una fanfarronada propagandística. La realidad es que esa partida era inevitable y que allana el camino para una recomposición de las relaciones entre Turquía y la Unión, muy dañadas desde el golpe contra Recep Tayip Erdogan. Es una apuesta, por supuesto, pero que podría significar un gradual reingreso de Turquía al redil norteamericano, y una nueva puesta en valor de ese país en una eventual agresión contra Irán que, además de acabar con un objetivo primordial como es el régimen de los ayatolas, obstaculizaría en gran medida el recorrido de la Ruta de la Seda. Devolver a Turquía su rol de primera clase en la OTAN significa poder explotar en profundidad la faja que va de Hungría a China y que representa una dimensión geográfica de fundamental importancia en la concepción geopolítica de Halford Mackinder. Es el área a través de la cual China está buscando, a lo largo de las vías terrestres, escapar del control marítimo estadounidense sobre el Rimland euroasiático y sobre los flujos energéticos transportados a través de Océano Índico. [i]
El punto de inflexión
Las tensiones en el núcleo del poder de la que todavía sigue siendo la primera potencia mundial son expresión de que hemos ingresado a un punto de quiebre en la historia contemporánea. Que estamos en un punto de inflexión en la política global lo demuestra el dato de que la primacía ejercida por Estados Unidos a partir de la caída del muro hoy se encuentra cuestionada por el crecimiento económico y tecnológico chino y por la potencia militar del eje Moscú-Pekín. Como lo hemos dicho en otras ocasiones, la reacción a este hecho de los sectores dominantes de la Unión no es unívoca. Por un lado, hay quienes quieren seguir el camino que se estaba recorriendo, incrementando al extremo los riesgos de una “all out war”, convencional o nuclear, o una combinación de ambas; y hay otros, como el actual presidente y su equipo, que prefieren replegarse a un imperialismo más acotado, que busque fortalecer su propia posición en el hemisferio occidental (pésima noticia para nosotros), dirigiendo el grueso del esfuerzo a la contención política, militar y económica, de la ascendente potencia china. El capítulo ruso, para esta fracción, podría quedar postergado. Aunque es dudoso que esto sea posible: sólo interrumpiendo el dinamismo que los gobiernos de Clinton, Bush y Obama imprimieron a la marcha hacia el Este podría conseguirse que Rusia no reaccione, tarde o temprano, ante la invasión de su hinterland producido en las dos últimas décadas y busque su revancha.
Este proceso no suele leerse en primera plana. Se lo disimula o se lo envuelve, como es corriente, en discursos que hablan de todo menos de lo esencial. Se delibera en abstracto sobre la democracia, los derechos humanos, la desigualdad social, los movimientos migratorios, la guerra, la ecología, las dictaduras y los populismos, por ejemplo, pero se evita mencionar la crisis sistémica que los subsume. Este camuflaje está vigente en todas partes, pero en Estados Unidos adquiere proporciones monstruosas, toda vez que es allí donde se juega la partida decisiva y donde la oligarquía que ha gobernado a esa nación con “un solo partido provisto de dos alas derechas, la republicana y la demócrata”, necesita de una capacidad de persuasión realmente abrumadora para mantener sujeta a una opinión pública que, por su propia idiosincrasia, no es precisamente pasiva.
Trump es parte inequívoca del establishment imperialista, pero, más allá de su oportunismo, de su pintoresquismo y de una falta de tacto que en parte es espontánea y en parte deliberada, su estilo está pensado para atraer a un electorado popular que no se distingue por su ideología progresista sino por un nacionalismo de fondo y por una psicología que comulga en el credo de la meritocracia. Esto es, en una discriminación positiva fundada en los valores: su mundo es el mundo de los “ganadores y los perdedores” que se definen por sus aptitudes individuales –competitividad, agresividad, dinamismo, inteligencia, voluntad de trabajo- antes que por la adhesión a una solidaridad de clase o a una equidad fundada en la igualdad de oportunidades. Este darwinismo social está muy difundido en Norteamérica y a él apela Trump a través de un instrumento que ha sido el primero en aprovechar a gran escala: las redes sociales, que le permiten soslayar un universo mediático que le es masivamente adverso. El que se atreva a buscar un segundo mandato a pesar de los ataques que le llueven desde los mass-media y desde Hollywood, es una demostración de la eficacia del método.
Mr. Trump no me inspira ninguna simpatía, pero su populismo de derechas no deja de ser una novedad en el anquilosado panorama de la política interior de Estados Unidos. Su objetivo parece ser sanar –en la medida que pueda- la base social de una nación castigada por el deterioro de un empleo diezmado por la globalización, que “fuga” las industrias de base hacia áreas del mundo que ofrecen mejor rentabilidad por el bajo coste de la mano de obra. El problema que este proceso genera es que resulta mortal para el sistema si este se mantiene en sus actuales características. En estas condiciones, en efecto, en los grandes centros el capital deviene a su condición última, la de ser la materia con que se tejen los sueños, sin agarre en la realidad, convirtiéndose en un bien tóxico que envenena le mercado con transacciones ingobernables de masas de dinero desprovistas de un asidero concreto, que derivan hacia el narcotráfico y al vacío que resulta de chupar la fuerza de trabajo de los países emergentes, donde se producen los bienes que mueven al mundo, sin brindarles nada a cambio, destruyendo a la integridad de las naciones y desarticulando las estructuras del estado de bienestar allí donde estas habían sido construidas. Pues negarlas es una ley sine qua non del capitalismo salvaje, que librado a sí mismo obedece sólo a su determinación más íntima: la maximización de la ganancia para un grupo de privilegiados cada vez más concentrado.
Cómo se resolverá la pugna interna en Estados Unidos entre las dos fracciones del imperialismo es un misterio. Contrariamente a lo que proclaman los panegíricos hollywoodenses sobre la soberanía de la ley y su capacidad para juzgar rectamente, cualquier cosa es posible. Este “descubrimiento” lo hizo quien esto escribe el día en que mataron a Lee Harvey Oswald, cuando tuvo la revelación de que toda la parafernalia jurídica ensalzada por el cine y por la prensa era una formidable mentira, y que el asesinato de un presidente podía seguir el mismo camino que el de una ejecución mafiosa y beneficiarse de los mismos mecanismos de encubrimiento.
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[i] Daniele Ferro, “La ritirata strategica degli USA dalla Siria”, en Eurasia, 22 de diciembre 2018. “Rimland”: el conjunto de tierras que bordea el Heartland euroasiático. Según Mackinder este último es el área pivote de cuyo dominio se decantará el poder mundial. El geopolítico norteamericano Nicholas Spykman (1893-1943) modificó esta teoría atribuyendo ese rol al Rimland. En consecuencia, el control de esta zona periférica que incluye a Japón, Filipinas, Indonesia, el sudeste asiático, la India, la península arábiga, Turquía y Europa central y occidental, por las potencias anglosajonas, sería el factor determinante para la hegemonía global, encerrando al Heartland en un anillo capaz de sofocarlo. La lectura de Spykman influyó mucho a los hacedores de la política exterior norteamericana durante y después de la segunda guerra mundial, como George Kennan, John Foster Dulles, Henry Kissinger y Zbigniew Brzezinski.