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31
DIC
2018
"Going out".
No es para hoy ni para mañana, pero el Imperio cruje. Y con él se abren grietas en el sistema global que amenazan a todo el edificio.

¿Comienza a desintegrarse el imperio americano, o al menos la concepción que de este se hace la  mayor parte de la dirigencia mundial? El gran público no presta mucha atención a las evoluciones de la política internacional, salvo que se produzca algún acontecimiento catastrófico, pero muchas de las decisiones que hoy están en curso y no ocupan gran espacio en la prensa de nuestro país pueden tener una resonancia muy grande a mediano o largo plazo.

La semana pasada el presidente Donald Trump resolvió retirar una parte sustancial de las tropas norteamericanas presentes en Afganistán desde 2001 (en un primer momento se habló de la mitad),  y ordenó también la partida de los 2000 efectivos de su país que ocupan ilegalmente una franja al noreste del territorio sirio donde, además de desarrollar actividades contra el gobierno de ese país, ponían la mano sobre importantes yacimientos gasíferos y actuaban como colchón entre los kurdos y el estado turco, con el pretexto de estar combatiendo al Estado Islámico (Isis). Son dos resoluciones de gran alcance estratégico y que provocarán grandes remolinos en el sistema de poder norteamericano.

Por de pronto el secretario de Defensa, el general James Mattis, renunció el 20 diciembre, al día siguiente de conocerse la decisión presidencial de partir de Siria, convirtiéndose así en el tercer militar de alto rango que abandona el gobierno Trump. Antes se había ido el general Michael Flynn (ex asesor de Seguridad Nacional) y el general John Kelly (ex Jefe de Seguridad Interior). Se tiene la sensación de que el  presidente maneja su gabinete sin tacto alguno, pareciéndose en este sentido más a un empresario de mal genio y predispuesto a las iniciativas ejecutivas abruptas, que no a un político obligado a atender los delicados equilibrios de un sistema de poder. Esta desenvoltura le puede costar cara entre muchos de quienes comprometieron con su política y parecen compartir gran parte de sus metas. Sin embargo, puesto a elegir entre su instinto, que parece indicarle no separarse su base electoral de clase media y clase obrera blanca poco inclinadas a los compromisos militares a gran escala y no se interesa en una globalización que se complica en grandes engranajes político-militares con aliados no siempre seguros-, y sus consejeros más ponderados, Trump tiende a inclinarse siempre por la primera.

Ya hemos señalado en otras ocasiones que el establishment norteamericano aparece dividido entre dos estilos de imperialismo. Por un lado está el preconizado por Wall Street, el complejo militar-industrial y el conjunto de lobbies y fuerzas políticas que se basan en un concepto de dominio que pasa por la globalización y la transnacionalización del capital financiero. Esta última ha sido la tendencia que ha marcado el rumbo de la política exterior estadounidense al menos desde los tiempos de Reagan. Esta pulsión ahora se ve contradicha hasta cierto punto por Trump, que desearía replegarse sobre objetivos más a su alcance, concentrar su interés en contrarrestar el crecimiento de la potencia china, asegurar el patio trasero latinoamericano, sacarse de encima el oneroso coste de la OTAN, repatriar los capitales productivos que han volado en alas de la globalización y de la búsqueda de mano de obra barata, y de este modo estabilizar una situación social interna de Estados Unidos que viene deteriorándose desde hace tiempo.

Este programa no cae bien al grueso del establishment, que devenga gruesas ganancias de este estado de cosas y sabe que nutrir la conflictividad exterior representa una Jauja para las industrias del armamento y para el fomento de la tecnología de avanzada que las acompaña, esencial para mantener el predominio y también los niveles de empleo. De ahí también el reclamo de Trump por la incesante modernización de las fuerzas armadas y por un presupuesto militar de 750.000 millones de dólares. Pues, en efecto, el lema de “America first!” comporta un gran poderío militar. Pero no será fácil que la actual primacía en este terreno pueda mantenerse indefinidamente. Rusia y  China cada vez están en mejores condiciones de sostener el desafío, e incluso se tiene la sospecha de que, con presupuestos mucho más bajos que el norteamericano, su capacidad de inferir daño o de contrarrestar las iniciativas tácticas de las fuerzas norteamericanas haría ya demasiado oneroso el mantenimiento de un conflicto, incluso en el caso de un conflicto de carácter limitado.

Autoengaño

Pero la percepción de los límites de lo posible para el imperio no es moneda corriente entre los representantes del establishment, ni entre el público en general. El autoengaño en torno al papel de los Estados Unidos en el mundo, fundado en fábulas tejidas en torno a los conceptos de “nación indispensable” designada por el Todopoderoso para traer la democracia, el igualitarismo y la bondad en todo el mundo, a la vez que blande el rayo del castigo contra los tiranos, es tan grande que se hace difícil emplear el sentido común para desvelar esa utopía autocomplaciente.  Esa presunción se encuentra presente incluso en la forma en que Trump comunicó su decisión de irse de Siria: “Habiendo derrotado al Isis, desaparece la única razón por la que estábamos ahí”. La declaración contiene varias mentiras o, al menos, varias proposiciones desfasadas respecto a la realidad.

En primer término, no fue Estados Unidos quien derrotó al Estado Islámico. De hecho, sus agencias de inteligencia, en colusión con las de Israel, Francia, Gran Bretaña y Turquía, habían fabricado al monstruo, al cual nutrieron y alentaron para promover el derrocamiento de Bashar al Assad, el presidente sirio. Al menos hasta que el Califato se salió de madre y provocó un estropicio monumental al atacar a los kurdos. Esto implicó el apartamiento de Turquía de esa coalición no escrita, pues la reacción de los afectados amenazó precipitar el problema nacional de esa minoría que los turcos entienden asentada sobre una porción de territorio que les pertenece de forma inalienable. Washington, que ha estado haciendo equilibrios entre su respaldo a esa etnia y su apoyo al bastión de la OTAN que es Turquía, no alcanzó a resolver el dilema.

Los kurdos, en el imaginario de los planificadores del Pentágono y el Departamento de Estado, juegan un papel en la doctrina del medio oriente ampliado, a su vez parte de un gran diseño geopolítico que no piensa ya al mundo en orden a alianzas o rivalidades, sino en virtud de si se pertenece o no a un núcleo selecto de naciones gobernadas por una oligarquía político-financiera, o si se está fuera de él. Para estos últimos países, pueblos o culturas, es decir, para los que están afuera, el destino está fijado y  debe ser inmutable. Deben padecer la reducción  de sus estados a su mínima expresión, sufrir la partición y fragmentación de sus territorios y ser, en consecuencia, reducidos a la impotencia. La creación de un estado kurdo (más allá de la razón que pueda asistir a este pueblo para postular su derecho a la soberanía) sería útil a este proyecto porque contribuiría a la fragmentación de Siria, Irán, Turquía e Irak.[i]

Solo que, como se ve, una cosa son las teorías y otra el resultado de su aplicación práctica, que no necesariamente se acuerda con el objetivo que se había propuesto alcanzar. El doble juego norteamericano respecto a Turquía culminó en el golpe fraguado por una facción militar contra Tayip Erdogan, con el casi seguro respaldo de la CIA. Fue la gota que hizo rebalsar el vaso. A partir de allí se produjo la aproximación de Ankara a Moscú y el estrechamiento de sus relaciones con Irán. En el plano militar la creación de este eje, también implícito, determinó que la intervención rusa adquiriera su máxima eficacia. No fue Estados Unidos quien venció a Isis, a muchos de cuyos elementos hoy en desbandada desearía resguardar para emplearlos en otra parte. Fueron la aviación rusa, el ejército sirio e Irán por intermedio de  Hizbollah, más  la colaboración de los kurdos  respaldados por Washington y que apostaron por Estados Unidos  para fortalecer su posición frente a Turquía, los que hicieron retroceder y virtualmente barrieron al grueso de las tropas del Califato. De hecho, los Estados Unidos han salido derrotados del conflicto que ellos mismos promovieran: la retirada decretada por Trump significa el colapso de la estrategia aplicada durante muchos años en el medio oriente.

¿Y ahora qué? El establishment ha acogido en forma negativa la iniciativa del presidente: ya se escuchan las protestas por el hundimiento de la credibilidad de Estados Unidos y el desamparo en que queda el pueblo kurdo, abandonado a la venganza turca. Las autoridades kurdas han apelado al gobierno de Damasco para tratar de zafar del lazo: unidades del ejército sirio fueron invitadas por los kurdos a ocupar la ciudad de Manbij, para cubrirse del inminente ingreso de los turcos. Para Siria el paso supone la recuperación de un trozo de su  territorio enajenado durante la guerra, pero asimismo  implica, el riesgo de un choque con los turcos. Los israelíes también deben estar furiosos, en primer término porque huelen en la maniobra un paso atrás en la política dirigida a demoler a Irán, y luego porque en el destino del pueblo kurdo pueden adivinar el que podría tocarles si Estados Unidos decide modificar a fondo su política para la región: “No preguntes por quién doblan las campanas, doblan por ti”...

La suerte de Vietnam del Sur en abril de 1975, cuando el largo deterioro de la llamada política de contención del comunismo hizo crisis en el sudeste asiático debe estar volviendo a emerger a la superficie desde las profundidades de la psiquis colectiva en USA: el descabalamiento de esa enorme y costosísima aventura culminó en una crisis en la sociedad norteamericana marcada por Watergate, los motines raciales y la subversión juvenil.

Es probable que todavía estemos lejos de esa fase. Hablando de analogías históricas más bien cabría pensar en la época en que Jack Kennedy empezó a volverse atrás de la política que él mismo había alentado en sus épocas de senador y en los primeros años de su presidencia. En las postrimerías de esta Kennedy empezó a columbrar el atolladero que significaba Vietnam, pensó que podía cambiar el tenor de la política exterior norteamericana y  empezar a reelaborar sus coordenadas para el sudeste asiático. Todo induce a suponer que el correctivo que el sistema le dio fueron los balazos de Dallas. No creo que esa vaya a ser la suerte de Donald Trump, pero no estemos del todo seguros.

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[i] Por si hiciera falta recordarlo, desde la caída del Muro se ha producido una miríada de ejemplos que demuestran el vigor de esta tendencia: la fractura de la ex Unión Soviética, la partición de la ex Yugoslavia, las tendencias centrífugas que se extienden en toda Europa, la guerra “civil” en Siria…

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