Hay películas que lo reconcilian a uno con el mundo. Y no porque sean optimistas ni positivas ni luminosas ni prometan “mañanas que cantan”. En el caso de la obra a la que me refiero uno diría que sus contenidos indican exactamente lo contrario, como si de ilustrar un capítulo de la Ley de Murphy se tratase: “si algo puede salir mal, saldrá mal”. Me refiero a una gran película de los hermanos Coen, “La balada de Buster Scruggs”, un western que creo ingresará al santoral fílmico como una de las más excelsas síntesis de los atributos del mejor cine norteamericano: dinamismo, acción, soledad, sensibilidad por el espacio abierto, humor negro, ferocidad y pesimismo. Ha sido producida por Netflix y se la encuentra ya on line. El carácter consolador que reviste no proviene de su contenido, sino de la exacta armonía de su forma y de la correspondencia de esta con las ideas –o más bien sentimientos- que se expresan en ella.
El título remite a otra obra que para mí se encuentra entre las más bellas del cine estadounidense, “La balada de Cable Hogue” (aquí conocida con el título asimismo apropiado de “La balada del desierto”), filme también desolado, pero habitado por una tristeza muy distinta, la que surge de una especie de reflexión trágica pero sensualista de la vida y que en definitiva exalta los valores de la vitalidad, la generosidad y el sufrimiento como pasaportes hacia la fortaleza frente a la nada. El filme de Sam Peckinpah en este sentido se ubica en las antípodas del de los Coen, pero no se le puede negar a este último una coherencia perfecta en el armado de una serie de episodios que terminan con una mueca sardónica ante la inexorabilidad del destino. Que es también una forma de exhibir entereza, después de todo.
Los capítulos del libro cinematográfico se articulan en una gradación que va de lo siniestro a lo tenebroso. En el primer episodio vemos a un vaquero cantor que evoca a la figura de Gene Autry, el cowboy vestido de blanco que en el cine de los años 40 desperdigaba sus canciones por la pradera. Pero en este caso el juglar (Buster Scruggs, justamente) es un pistolero, un verborrágico asesino que se desembaraza de sus rivales con la agilidad y presteza de un número de circo. En este episodio se recrean los ambientes tópicos del oeste: el “saloon”, las mesas de póker, los forajidos hirsutos que las rodean, los malabarismos con las pistolas y los tiroteos, a lo que se suma un vuelo angelical en el cual el protagonista admite la necesidad de cambiar los revólveres por alas. Con la intercesión, por supuesto, de un enviado terrenal que le facilita el tránsito.
El siguiente episodio, “Cerca de Algodones”, narra la historia de un ladrón de banco, personificado por James Franco, dotado de una singular mala fortuna. El registro irónico y el encuadre realista preanuncia la tónica del resto de la obra. El segmento siguiente es tal vez el más estremecedor y de alguna manera más macabro de todos, “Meal Ticket”, donde se ve a un emigrante escocés que recorre el oeste en un carro habilitado para un espectáculo unipersonal, brindado por un ser humano sin brazos ni piernas, pero que recita maravillosamente bien, con voz clara y entonación precisa, poesías de Shakespeare, Shelley y el discurso de Gettysburg, de Lincoln. Liam Neeson como el empresario y Harry Melling como el fenómeno, son un símbolo del negocio del espectáculo y de la implacabilidad de una economía de subsistencia. La negrura de los sentimientos y el puro utilitarismo de la explotación de un ser humano por otro están presentes aquí, aludidos en un tono menor y casi impersonal que hace doblemente punzante y angustioso el trámite del episodio.
En “All Gold Canyon” Tom Waits hace de un buscador de oro que llega a un mágico valle en Colorado, virgen de toda presencia humana, y descubre un filón que seguramente lo haría rico, si no fuera por la intervención de un malandra que se propone robarlo. Basado en un cuento de Jack London, es el episodio visual y musicalmente más lírico (“Mother Macchree” entonada por Tom Waits es imperdible) y el que más agudamente hace sentir la presencia de la naturaleza, que sólo recuperará su armonía cuando los hombres vuelvan a dejar el paisaje vacío.
Luego viene “La chica que se puso nerviosa”, el más largo de los episodios, sobre una joven que recorre junto a su hermano la “Oregon trail” hacia un incierto desposorio con un novio que no conoce y ni siquiera está anoticiado de su existencia. Es el más movido de los fragmentos, el psicológicamente más afinado y el más deliberadamente pesimista, jugado con mucha finura actoral de parte de Zoe Kazan en el papel de la niña desprovista de recursos. El episodio no negocia con la visión convencional de los romances en el páramo y muestra, con decisión pero también con respeto, el carácter comercial y pragmático que tenían muchos enlaces, forzados, más que por la atracción física, por la cruda necesidad de la supervivencia. Es también el episodio que viola más claramente las normas de la “corrección política” pues pinta a los colonos blancos y a los indios como enemigos irreconciliables y llenos de odio los unos por los otros; como no había otra forma de que lo fueran, en una época significada por la apropiación del espacio por el capitalismo avanzado.
La última de las viñetas –“Despojos Mortales”- ronda los dominios de la metafísica y se plantea como el complemento oscuro del primer episodio. En este la luz inundaba el paisaje y lo ineluctable del destino estaba disimulado por las bravatas del protagonista; en el último la diligencia que transporta a los personajes en la noche es como una carreta fantasma que no se detiene y se apresura cada vez más hacia su meta, mientras los pasajeros –un trampero, una anciana puritana que va a reunirse con su marido y un francés escéptico- se enfrentan a un dúo de aparentes cazadores de recompensas que portan un cadáver en el techo del vehículo y que pronuncian sentencias o entonan canciones que adensan el clima fatal que va envolviendo el viaje.
Este trabajo de los Coen recogió opiniones matizadas en Estados Unidos, pero recolectó el premio al mejor guion en el Festival de Venecia. Lo cual demuestra que nadie es profeta en su tierra. Sus virtudes técnicas son relevantes. La fotografía digital es un triunfo y la fusión del paisaje, el encuadre y el aire que se respira es perfecta. Las interpretaciones no tienen grietas, son de un nivel irreprochable en todas las partes. Para mi gusto Zoe Kazan, Harry Melling, Tim Blake Nelson (Buster) y Tom Waits se llevan la palma. ¿Pero cómo ignorar al quinteto de actores que da una torsión fúnebre al tema de la diligencia inmortalizado por John Ford?
“La balada de Buster Scruggs” nació como un proyecto televisivo que debía desarrollar cada episodio en la forma de una miniserie. Era, probablemente, un proyecto equivocado. Tal como está la película resulta perfecta y no padece de esos altibajos que suelen ser frecuentes en las películas conformadas por viñetas. Hay una interacción fluida entre los personajes y el hábitat que los rodea que procede, imagino, del hecho de que Ethan y Joel Coen han elaborado el guion por sí mismos, salvo en el caso del relato de London, a partir de una comprensión íntima de la materia que tratan. La delicadeza que hay en el paso de las páginas de ese pretendido volumen de relatos del viejo oeste me recuerda la mano que acaricia la tapa de la novela de Gabriele D’Annunzio en la que se basó “L’innocente”, la última película de Luchino Visconti. Pese a la brutalidad de las escenas y de la trama, hay una ternura entrañable en el filme. Las bellas ilustraciones que preceden cada episodio están inspiradas en los cuadros de Frederic Remington, el gran pintor del oeste salvaje de las postrimerías del siglo XIX. Esta referencia implícita descubre la compenetración que existe los autores y su tema, y también su voluntad de hacer caso omiso de la corrección política, pues Remington tenía una visión de los “pueblos originarios” –es decir, de los indios- que coincidía con la noción de superioridad racial y con el odio, el miedo y el desprecio visceral que los colonizadores del viejo oeste sentían hacia los aborígenes.
“La balada de Buster Scruggs”. Dirección Joel y Ethan Coen; guion: Joel y Ethan Coen; montaje: hermanos Coen; fotografía: Bruno Delbonnel; música; Carter Burwell; intérpretes: Tim Blake Nelson, James Franco, Liam Neeson, Harry Melling, Tom Waits, Zoe Kazan, Tiny Daly, Saul Rubinek, Jonjo O’Neill, Brendan Gleeson, Chelcle Ross.