La reunión del G20 que tuvo lugar en Buenos Aires vino a refrendar un montón de cosas resabidas. Una, la menos importante, fue que nuestro establishment se siente inmensamente halagado por la parafernalia ceremonial que brinda la apariencia del poder. El embeleco y el esnobismo de las publicaciones periodísticas ante los personajes de fuste del panorama internacional, y en especial las páginas sobre los atuendos de la esposa del presidente y su comparación con las de las otras primeras damas tuvieron un gran despliegue. Como por lo general lo tienen cada vez que Juliana Awada se presenta en público. A nadie se le ocurre sorprenderse por esta complacencia y compararla con la desaprobación irónica o los bufidos despectivos que solían circular por los medios o las redes sociales respecto de las carteras Vuitton o las coqueterías vestimentarias de Cristina Kirchner. El peronismo o el populismo no visten; quedan mal, sin duda.
En el plano de las “efectividades conducentes” lo que está claro para Argentina es que el gobierno aprovechó la cumbre para reconfirmar su rumbo: contrajo otra deuda abultada con China, un “swap” de 8.600 millones de dólares. La cosa en sí misma no es negativa pues denota cierta voluntad de escapar a las fuentes de financiamiento que obedecen a Estados Unidos y un swap no es reemborsable mientras no se lo gaste, sirve para fondear reservas, creo. Pero los acuerdos que se firmaron con el país asiático estuvieron orientados al fomento de las exportaciones o de las infraestructuras vinculadas principalmente a la producción primaria y a las actividades extractivas. Que se atienda ese frente por supuesto está bien, pero si se sigue sin prestar atención a la pata industrial de la economía, como se ha hecho hasta ahora con la pérdida de 100.000 puestos de trabajo sólo en la producción privada, el destino del país estará sellado a breve plazo. Sólo en octubre la industria y la construcción cayeron casi el 7 % en relación al mismo mes del año pasado. Sin hablar del desamparo en que se encuentra la creciente masa de gente imposibilitada de afrontar el castigo que supone el continuo incremento de las tarifas de servicios dolarizadas.
De las dos plantas nucleares que debía construir el país asiático en nuestro territorio hemos quedado reducidos a una, la que aportaría tecnología solo china; la que debía integrar a expertos argentinos en su realización desapareció de las conversaciones bilaterales, no se sabe si por la existencia de un veto norteamericano al emprendimiento o por restricciones presupuestarias. En cuanto al encuentro entre el presidente Macri y la primera ministra británica Theresa May, el mandatario de nuestro país desaprovechó la ocasión para replantear el tema de la soberanía en Malvinas. Tal vez le pareció de mal gusto o temió incomodar a su visitante con tan molesta pregunta.
En el plano de las grandes maniobras internacionales que podrían haber tenido lugar, entre bastidores, durante la reunión del G20 en Buenos Aires, no parece que las especulaciones sobre un aflojamiento de las tensiones comerciales entre Washington y Pekín tengan mucho asidero. Está claro que para Estados Unidos, y en especial para los Estados Unidos de Donald Trump, China es la principal amenaza a mediano plazo a que se enfrenta la superpotencia mundial, y nada autoriza a suponer que el establishment de esta vaya a renunciar a sus objetivos. Ya desde la presidencia de Obama la estrategia del “pivote asiático” constituía el núcleo estratégico sobre el que habría de bascular el grueso del poderío aeronaval norteamericano y, pese a las gesticulaciones de Trump abandonando el Tratado Asia-Pacífico en 2017, todo el peso de la Tercera y Séptima Flota –en especial el de esta última- se encuentra alrededor de China. Esta por su parte trata de mantener libres sus accesos marítimos y para ello se ha lanzado a un ambicioso programa de fabricación de islas artificiales desde las cuales podrá interferir cualquier presencia militar hostil próxima a sus aguas, mientras va construyendo una serie de apostaderos navales en costas de países amigos, en el ala marítima de “La Ruta de la Seda”. Es decir, del plan estratégico chino destinado a crear una ambiciosa red de infraestructuras económicas que una en primer lugar al bloque euroasiático, pero que sea capaz de expandirse a los cinco continentes.
El mundo no es un lugar ameno y no lo será por mucho tiempo mientras persista la crisis del capitalismo en su fase de inflación especulativa y de hegemonismo norteamericano decidido a no renunciar a sus metas y a forzar una globalización asimétrica que divida al planeta en países ricos y países pobres, donde los últimos sigan pagando la relativa estabilidad interna de los primeros con los excedentes de la división internacional del trabajo, que permite a clases adineradas de los países poderosos subsidiar a las menos privilegiadas con el regalo de un modelo de vida más o menos estable.
“Les gilets jaunes”
Que esto último no es ni será una tarea fácil dentro del esquema económico neoliberal ni siquiera en el mundo desarrollado, lo demuestran los disturbios que por estos momentos se producen en Francia y que dejan chiquitos a los desórdenes piqueteros locales que tanto escandalizan a nuestra opinión biempensante. El mundo ha perdido la memoria: ¿cómo no sentirse asombrado ante el espectáculo del Arco del Triunfo tomado por miles de manifestantes indignados, que incluso se han subido a su techo para entonar La Marsellesa? Desde Mayo del 68 la capital francesa no contemplaba semejante barullo. Centenares de detenidos, cientos de heridos, gases lacrimógenos y palos por doquier, con los desórdenes propagándose a las principales ciudades del territorio nacional, dan cuenta del hartazgo que afecta a grandes sectores de la clase media y la clase obrera blanca, definitivamente asqueados de los partidos tradicionales y demandantes de soluciones al encarecimiento de la vida, aspecto no contemplado por las políticas de ajuste neoliberal y descuidados por las normativas estrictas de la burocracia europea. Mientras en Francia se aguarda la hora de Marine Le Pen y el Frente Nacional, en Italia y en Hungría el populismo ocupa el gobierno, en Polonia domina el parlamento y en Grecia, Dinamarca, Austria, Holanda, Serbia y en los países del este del continente los movimientos de derecha radical levantan la cabeza. Si hasta en España, a la que se suponía vacunada después de 40 años de franquismo, hoy asoma una agrupación de derecha extrema, Vox, que acaba de conseguir doce escaños en las últimas elecciones al parlamento andaluz. Y mucho más cerca nuestro, en Brasil, Jair Bolsonaro acaba de dar un campanazo con su arrollador triunfo en las elecciones presidenciales, en un fenómeno cargado de amenazas y de perspectivas imprecisas todavía, aunque para nada sonrientes.
Es un escenario novedoso y lleno de contradicciones el que se abre. Más que un triunfo de la extrema derecha, sin embargo, habría que ver en este curso de las cosas el fracaso de una izquierda que ha abandonado a sus rivales del otro polo del espectro ideológico los grandes temas prácticos de la vida cotidiana y, lo que es peor, ha resignado la consideración de los problemas estratégicos vinculados a la crisis del capitalismo. ¿Alguien se acuerda de la palabra revolución o la dice de otra manera que en sordina? Si hasta el término imperialismo está devaluado. Y sin embargo, sin sustentar la más mínima tesitura apocalíptica, es evidente que el capitalismo en su forma salvaje, la que cobró o mejor dicho recobró después de la caída de la Unión Soviética, requiere ser abolido o reformado si no se desea que nos precipite en un torbellino de final incierto. Las fuerzas del socialismo, en cualquiera de sus variantes, han tendido, durante las últimas décadas, a retroceder, a reconvertirse a un reformismo blando o a diluirse en proposiciones que atraen seguramente a colectivos minoritarios o que se fundan en iniciativas generosas, pero que no proponen (seguramente porque no se atreven o porque están demasiado comprometidas con el sistema) abolir las raíces que orientan torcidamente el curso de las cosas y nos proponen, parafraseando a Lincoln, un mundo “de ricos, por los ricos y para los ricos”.
Es hora de barajar y dar de nuevo. El fenómeno de los “chalecos amarillos” en Francia, frente al cual el gobierno galo ha debido arriar bandera y suspender los incrementos al combustible, al gas y a la electricidad, es un síntoma de que el repudio hacia el establishment y las burocracias anquilosadas que controlan tanto al sistema de partidos como a gran parte del movimiento obrero es muy fuerte. Se trata de un fenómeno que no por inesperado deja de estar muy extendido; capaz, una vez puesto en movimiento, de suscitar ecos que conmuevan al subsuelo social. La confraternización que en París se produjo por momentos entre las fuerzas policiales y los manifestantes es un síntoma a tomar en cuenta: cuando las aguas se agitan, no sólo en la superficie sino como consecuencia de una ola de fondo, los roles prefijados suelen perder importancia.
Aviso a quienes confían ciegamente en la represión: a veces las lanzas pueden convertirse en cañas.