La problemática del llamado fracaso argentino involucra a una variedad de temas. Sus líneas de fuerza se entrecruzan y suscitan, entre propios y extraños, asombros que a veces no se justifican, pues si entre los extranjeros poco familiarizados con las orientaciones que surcan nuestra historia y explican el desastre que nos afecta cabe el asombro, esa sorpresa fruto del desconocimiento no puede ser admitida entre nosotros, o sólo puede ser atribuible a una frivolidad que nos hace impermeables a la evidencia. Es obvio que no podemos dejar de darnos cuenta de que el país está como está como consecuencia de una grieta fundacional que nos recorre y que es ridículo descubrir ahora. Siempre ha estado presente y ha sido señalada infinidad de veces por muchas variantes del revisionismo histórico. E incluso ha sido significada por la misma historia oficial a través de la falsa antinomia “civilización y barbarie”.
La fractura entre una clase dirigente o mejor dicho poseyente, basada en el Puerto, que siempre ha pensado exclusivamente en sí misma, y un país inconstituido que no ha terminado de forjar su unidad gestándola a partir de una fuerza centrípeta; ésa es la razón primera por la cual, a través de mil circunvoluciones, hemos terminado por condenarnos al actual estado de anomia y regresión en nos hallamos sumidos.
La oligarquía, es decir, la casta comercial porteña, la burguesía agroexportadora de Buenos Aires y el Litoral y el entramado financiero que ha intermediado sus relaciones con el mercado mundial, son las responsables principales de la decadencia que vivimos. A esto hay que añadir la presencia de una clase media de origen predominantemente inmigrante que adhirió o adhiere a los valores de esa casta oligárquica sin llegar a formar parte de ella, o haciéndolo de manera semiconsciente y vacilante. Esa amplia capa configuró una clase media que potenció los rasgos de inestabilidad que distinguen al estrato pequeño burgués añadiéndole, al menos durante un largo tiempo, cierto extrañamiento respecto a los ritmos del país profundo. Estos fueron los factores que actuaron y siguen actuando para encerrarnos en un impasse que nunca como hoy puede percibirse con rasgos más netos. Bajo el gobierno de “Cambiemos” una deuda externa gigantesca contraída irresponsablemente y a la que nadie nos obligaba, una desindustrialización fomentada de manera deliberada, el desempleo que es su consecuencia, la caída del consumo y el deterioro de las condiciones de vida que se le enganchan y que se resuelven en una inseguridad que les sigue como la sombra al cuerpo, han determinado un momento de crisis de una profundidad inédita. Momento agravado por el hecho de que por primera vez semejante retroceso no encuentra opositores fehacientes entre las fuerzas que se supone deberían confrontarlo. Hasta el punto de que el ministro de Economía, Nicolás Dujovne, se ha congratulado por haber podido lanzar el ajuste impuesto por el Fondo Monetario Internacional sin que el gobierno fuera derrocado. Algunos de los miembros de este deben tocar madera ante las manifestaciones del ministro, que suenan a sincericidio, pero el dato es, hoy por hoy, indiscutible: todavía no se divisa ninguna oposición dotada de la fuerza, coherencia y convicción que la haga contrabatir el curso impuesto por el oficialismo. Algo se está gestando, pero se debe reconocer que, por necesario que sea el recambio gubernamental, este no puede ser sino el primer escalón de un recorrido muy largo y empeñoso. Sin esta admisión básica, no se irá a ninguna parte.
Quizá a esto se deba la atonía que cabe apreciar en gran parte de la gente que padece la estrangulación de los ajustes tarifarios y del deterioro social: ¿cómo protestar si la dirección de la CGT es un flan que levanta una huelga general a cambio de la limosna de un bono (ilusorio) de 5.000 pesos; si el peronismo es una bolsa de gatos y si los grupos de izquierda siguen pensando que hay que tomar el Palacio de Invierno? A lo que cabe agregar la fatiga histórica que suponen las partidas en falso y los procesos de liberación interrumpidos por los golpes militares o por la renuencia a hacerles frente. Como sucediera en septiembre de 1861, cuando al retirarse del campo de batalla de Pavón Urquiza selló el pacto entre el Litoral y Buenos Aires en contra del país interior; en 1930, con la caída de Yrigoyen; en 1955, con la contrarrevolución “libertadora”; en 1963, con el derrocamiento de Frondizi; en el 67 con el onganiato y en 1976 con la instalación de la dictadura militar. Y con la traición inconmensurable cometida por Carlos Menem y sus cómplices al convertir al peronismo en el caballo de Troya encargado de demoler desde dentro todo lo que hasta ese momento ese movimiento había construido y defendido.
Es muy posible que para noviembre del año próximo se forme alguna opción electoral que sea capaz de desalojar a Cambiemos de la Casa Rosada, pero la magnitud de la pesadísima herencia que ha de recibirse la condicionará al máximo, exigiendo de ella la formulación de un programa coherente de desarrollo y la gestación de un equipo de gobierno muy enérgico y a la vez racional y equilibrado para poder asumirlo. De momento escuchamos muchos reclamos a la unidad y al abandono de los personalismos para afrontar las dificilísimas tareas que nos aguardan, pero hay sospechas de que, cuando algún o alguna dirigente habla de renuncio y de deponer egoísmos en nombre del bien común, es pensando en la abnegación del otro o de la otra, antes que en su propicia disposición al sacrificio o al relegamiento temporal de sus ambiciones.
Por lo tanto, mientras estas rivalidades se purgan e incluso después, es necesaria la batalla por una comprensión crítica de nuestro presente a la luz de nuestro pasado, búsqueda que quizá pudiera ayudarnos a encarar más serena y eficazmente la actualidad. Y para ello hay que reconstituir el tejido de una historia deshilachada y remediar esa falta de memoria que nos hace tan permeables a los “relatos”, las “fake news” y la “carne podrida”, que nos distraen de los temas fundamentales.
La clase media
Entre estos últimos pocos son tan importantes como la dilucidación del papel de nuestra clase media. En el mundo moderno las clases medias son las que han proporcionado la mayor parte de los cuadros intelectuales y administrativos capaces de manejar la cosa pública, desarrollar la tecnología y suministrar las ideologías y los programas que se necesitan para gestionar el desarrollo. En gran medida por las razones antes enunciadas –inmigración, historia oficial, inestabilidad psicológica derivada de su flotación entre las clases- en la nuestra el sentido nacional no ha madurado lo suficiente como para ponerla en capacidad de generar los estamentos intelectuales capaces de aplicarse de manera práctica al desentrañamiento de nuestros problemas. Con demasiada frecuencia hemos contraído las ideologías como un virus que viene de fuera, aplicándolas mecánicamente sin una conciencia cierta de si responden o no a las necesidades específicas de nuestra sociedad. Han solido ser adoptadas con una convicción enfática que vela una inseguridad de fondo: socialismo juanbejustista, estalinismo, trotskismo, fascismo o liberalismo, a los que se sumaron después la teoría del foco y la doctrina de la seguridad nacional acuñada en Washington, fueron escalones, instancias o modas en las que detuvieron los elementos provenientes de la juventud estudiantil o de la corporación militar para generar experiencias que en algunos casos terminaron en verdaderas catástrofes; en buena medida porque fueron divertimentos intelectuales, manipulados por el sector externo asociado a la oligarquía, para dejar todo como estaba.
Todo esto puede ser aceptado como parte de un costoso e inevitable aprendizaje, pero en algún momento es preciso sacar las cuentas y entender que esas corrientes provienen de unas circunstancias que pueden tener semejanzas con las nuestras, pero que no son en absoluto como estas. Si no se comprende esto, esas analogías, en vez de contribuir a la solución de nuestros males, concurrirán a aumentar la confusión general. Esto no quiere decir que hayamos de generar un pensamiento “autóctono” que se imagine original y separado del mundo; al contrario, hay que estar abierto a este; de lo que se trata es de comprenderlo desde nuestro lugar que es, cultural y geopolíticamente, el subcontinente iberoamericano. Como decía Jauretche: “lo nacional es lo universal, visto desde aquí”.
El espantajo de moda: la “delincuencia inmigratoria”
El desconcierto de grandes estratos de la clase media es perceptible hoy en el eco que encuentra el falso debate que de alguna manera se condensa en las declaraciones del senador Miguel Ángel Pichetto y de la ministra de Seguridad Patricia Bullrich a propósito de los inmigrantes. Extrapolando el fenómeno de moda que es la presión sobre el continente europeo ejercida desde los países del limes medio oriental y africano, afectados por la guerra y por el desorden que son consecuencia de la globalización asimétrica propulsada por el hegemonismo occidental, estos dos exponentes del gobierno y de una fementida oposición han venido a descubrir que el peligro exterior que nos amenaza proviene no del imperialismo, sino de la delincuencia y el narcotráfico que viajarían en andas de las facilidades que nuestra constitución concede a la circulación los inmigrantes provenientes de los países vecinos. El tema es importante porque de él puede tirarse la punta del hilo que nos une o nos separa a nuestra identidad geopolítica, estratégica y cultural.
La clase media argentina, aluvional y de ascendencia inmigratoria en gran medida, está recorrida por cierta xenofobia que no dice su nombre y que se niega a sí misma por el hecho de que cada uno de sus segmentos confesionales o étnicos reivindica su carácter abierto respecto de las otras aportaciones ultramarinas. Italianos, españoles, eslavos, judíos, árabes de religión cristiana o musulmana; alemanes e ingleses han convivido aquí sin problemas. En amor y simpatía, en una palabra. Pero este ecumenismo se ve contradicho por el dato de que no ha solido ejercerse de igual manera respecto de la población autóctona (obsérvese que digo autóctona, no originaria, que es otro problema). La población de raigambre criolla no suele tener el mismo grado de aceptación en la población urbanita blanca, como lo demuestra el apelativo “cabecita negra” que proliferó a lo largo de nuestra historia contemporánea, simultáneamente al crecimiento del peronismo y de la inmigración interior que conformó a mediados del siglo pasado la columna vertebral de ese movimiento. La resistencia que causan el pelo oscuro y la piel de pigmentación intermedia es un hecho de nuestra historia, y no fue el menor de los factores que subyació a la tesis de “la civilización y la barbarie” y a la represión y en algunos casos al exterminio de nuestra población rural en tiempos de la organización nacional a manos de Sandes, Flores, Paunero y otros jefes mitristas.
La asimilación que nuestros vergonzantes puristas de la raza establecen entre nuestra situación y la peripecia por la que está pasando Europa contribuye también a confundir los tantos. La resistencia que existe en el viejo mundo contra las migraciones africanas o del medio oriente, si bien es rechazable por los rasgos de inhumanidad que conlleva y por el hecho de que estas no son otra cosa que la respuesta pánica a las invasiones y guerras desencadenadas por occidente en esos países, puede ser comprendida hasta cierto punto porque implica el ingreso de etnias y confesiones diferentes a las vigentes en el suelo europeo. Pero para nosotros, y para los pueblos latinoamericanos en general, el ingreso de inmigrantes paraguayos, bolivianos, ecuatorianos, venezolanos, etcétera, no significa o no debería significar un trauma pues se trata de pueblos que hablan nuestro mismo idioma, participan de nuestra cultura, comparten la misma religión católica, han vivido nuestra misma historia (al menos hasta el final de las guerras por la independencia y el fracaso del sueño de unidad continental de San Martín y Bolívar) y comparten, que más que menos, los mismos problemas de dependencia neocolonial y la misma historia de rebeliones frustradas contra esta. En cuanto a que su piel es más oscura se trata de un rasgo que comparten también, como decimos, con la mayor parte de la población argentina, que también está integrada por morochos de apellido español y que descienden de los criollos que formaron los ejércitos de la independencia, combatieron al indio y fueron reprimidos por el unitarismo porteño y por la burguesía “compradora”: la casta comercial de Buenos Aires y la oligarquía latifundista.
Tratar de ahondar en esta problemática es esencial en los tiempos que corren. Después de los “15 gloriosos” del rebrote popular que vivió Suramérica desde el surgimiento de Hugo Chávez hasta la derrota del kirchnerismo, hoy el imperialismo norteamericano está volviendo por sus fueros. No todas fueron flores en ese período, de lo contrario no estaríamos como estamos. Las reformas a medias, la incapacidad para seguir el ritmo de la crisis global y cierta insuficiencia para comprender lo grave y profundo de un problema local que se engarza con un problema regional y mundial que va asociado a la desaparición del mundo bipolar, a la transición capitalista de una economía productiva a otra economía especulativa, con la híper concentración de la riqueza que esto conlleva; a la militarización de la política internacional, al crecimiento demográfico y a la revolución de las comunicaciones, pusieron en jaque a las tibias intentonas de reconectar con las tendencias a la unidad que habitan al subcontinente. El esquema progresista, que se basaba también en gran medida en reformas vinculadas a las políticas de género y a los derechos de las minorías, se reveló insuficiente. La intoxicación producida por los oligopolios mediáticos en una opinión insegura, hizo el resto.
Este proceso regresivo se acentúa, aparentemente, con la irrupción del fenómeno Bolsonaro en Brasil, que parecería funcionar en diapasón con el regreso de las prácticas de libre mercado y con un imperialismo norteamericano que reorganiza su política exterior alrededor de objetivos que no renuncian a ejercer la hegemonía global, pero ajustándolos a un carácter más puntual y limitado. De los movimientos populares que florecieron en Suramérica durante los primeros quince años del nuevo siglo, quedan sólo dos, en Venezuela y en Bolivia, y el primero amenazado por nubarrones que se adensan día a día. Países como Argentina, Ecuador, Paraguay y Brasil, están siendo adecuados a un programa que los integraría como peones en un proyecto que no manejan. Esto en la medida que no se planten y ofrezcan alguna clase de resistencia.
El caso brasileño es el que ofrece las mayores incógnitas. La presencia militar en el futuro gobierno de PSL será abrumadora. Fuera de este, en el ámbito legislativo, el partido llevará a las bancas del parlamento a 22 militares o ex militares, el doble de la cantidad actualmente existente. En el gabinete la presencia militar también será muy fuerte, extendiéndose quizá a otras áreas de gobierno, pues el PSL, partido de nuevo cuño con gran participación de las iglesias evangelistas, no cuenta con cuadros administrativos y es probable que recurra a miembros de las fuerzas armadas para cubrir cargos importantes. El futuro ministro de Economía, Paulo Guedes, un “Chicago boy” con todas las letras, ya ha debido reconocer que, a pesar del credo neoliberal que han adoptado los militares, sus planes de ajuste no podrán aplicarse a la defensa y que las privatizaciones habrán de detenerse frente a lo que aquellos estimen como activos estratégicos, especialmente en el negocio energético.
Así las cosas, hay todavía expectativas que restan abiertas. No son simpáticas ni para cualquier gusto. Más bien son interrogantes que asustan. Pero este es el lugar a que nos ha llevado la historia. Las circunstancias nos transportan. Lo único que cabe es orientarlas o reorientarlas en la medida de lo posible. ¿Con quiénes? Esa es la pregunta.