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11
NOV
2018
Claro en el bosque de Compiègne donde se firmó el armisticio de 1918.
Claro en el bosque de Compiègne donde se firmó el armisticio de 1918.
A cien años del final de la primera guerra mundial, la humanidad no parece haber aprendido mucho. Las tensiones del presente remedan las del pasado, en un escenario muchísimo más complejo y cambiante.

Hace un siglo el clarín anunciaba el cese al fuego en lo que ya se conocía como la Gran Guerra. Eran las once horas del día 11 del mes once de 1918. El armisticio se había firmado seis horas antes en un claro del bosque de Compiègne, en la comuna de Rethondes, a 100 kilómetros de París, a bordo de un tren donde se reunieron las representaciones alemana y aliada para sellar ese acto. Era el final de la “guerra que había de terminar todas las guerras”. Como casi todas las profecías acuñadas por la propaganda, el aserto se reveló falso. Cien años después el mundo se enfrenta a riesgos mucho peores que los que existían en aquel momento, tanto en el plano bélico como en los más novedosos de la amenaza demográfica y ecológica, que por supuesto incrementan a su vez la probabilidad del desencadenamiento de conflictos armados.

Los factores que llevaron a la primera guerra mundial fueron los mismos que están vigentes hoy en día: la crisis del capitalismo y la explosiva voluntad de supervivencia que esa crisis hizo aflorar en los estamentos dominantes del sistema. En la centuria que nos separa de ese momento los intentos por resolver de una u otra manera el problema han sido muchos y han fracasado todos. El experimento comunista se deshizo bajo el ininterrumpido asedio de occidente después de 70 años de destrucción y construcción socialista; los fascismos se hundieron en medio de una catástrofe sin igual, el estado de bienestar sucumbió bajo la presión del capitalismo financiero y la revolución tecnológica; y los ganadores del proceso –las “democracias” occidentales, predominantemente los Estados Unidos- no han resuelto ninguno de sus problemas. Más bien al contrario, se tienen que enfrentar a la emergencia de competidores de una talla monumental, como China y una Rusia rediviva, que se presentan, en especial la primera, como una incógnita y un desafío tan difíciles de resolver, que los fantasmas de la “guerra preventiva”, que habían preludiado al primer gran choque global, han vuelto revolotear en la nocturnidad de estos comienzos del siglo XXI. A pesar del suicidio que su encarnación supondría para la supervivencia de la especie.

El tratado de Versalles, que siguió al armisticio del 11 noviembre de 1918 y que se firmó ocho meses más tarde, no resolvió nada. Al contrario, al hacer recaer la responsabilidad del conflicto tan sólo en los alemanes y al forzarlos a firmarlo so pena de continuar con el bloqueo que sumía a la población en la hambruna, abrió una herida insanable que sólo podía ser aumentada por las severísimas condiciones que se les impusieron. Abrumada por unas reparaciones económicas inabordables, humillada por el recorte de su territorio, desarmada por la miniaturización de sus fuerzas armadas y entregada a disputas internas que orillaban la guerra civil, cuando Alemania se recuperó lo hizo bajo el signo de la venganza, que fue a cobrar forma en un movimiento, el nazismo, que conjugaba el orgullo racial con los impulsos más irracionales del nacionalismo biológico, impulsados a su vez por las tendencias expansionistas de un capitalismo alemán que ambicionaba derramarse sobre territorios y mercados que le estaban vedados.

Los riesgos que contenía el tratado de Versalles, negociado de enero a junio de 1919, fueron resumidos por el generalísimo de los ejércitos aliados, el mariscal Ferdinand Foch, con estas palabras: “Esta no es la paz, es tan sólo un armisticio por 20 años”. Desde luego, el jefe francés no se refería a las condiciones manifiestamente injustas del tratado, sino al hecho de que el mismo no castigaba lo suficiente a Alemania y no preveía la instalación de la frontera francesa en el Rin, que hubiera provisto a Francia de una barrera natural para el choque que él descontaba se produciría en el futuro con Alemania.

El mundo de hoy difiere del de aquel entonces de una forma impresionante. No sólo han cambiado las magnitudes del desarrollo sino que las costumbres y las metodologías de vida han ingresado, en particular en las últimas dos décadas, a un ritmo de transformaciones que deja sin aliento. Sin embargo, en lo referido a las relaciones internacionales, siguen gobernadas por criterios que no son distintos a los que distinguían a las vísperas de la guerra del 14. Las pretensiones hegemónicas, que anula el reclamo al balance de poderes como expediente para introducir cierta racionalidad en el aquelarre; la carrera armamentista y las intrigas entre bastidores de los servicios de inteligencia, del complejo militar-industrial, de las fuerzas irresponsables del mercado y de los diseños geoestratégicos de gran alcance, ponen al planeta en una situación de inestabilidad que, más que a los vagos temores de la pre-guerra de 1914, se asemejan a las angustias de la guerra fría. De las que creíamos haber salido a fines de los ’80.

La polémica de los mariscales en Francia

Con motivo del centenario del fin de la primera guerra mundial se asiste con asombro a un revival de  la galería de retratos militares de aquel período. Uno diría que la causa había sido juzgada larguísimo tiempo atrás, que la insensatez del primer conflicto mundial estaba establecida y sobre todo que la criminal torpeza con que habían sido conducidas las operaciones aconsejaba que sobre la memoria de al menos la mayoría de los grandes jefes militares de entonces se tendiese un velo, si no de silencio, al menos de discreción. Pues bien, no. El presidente francés Emmanuel Macron con su decisión de incluir al mariscal Philippe Pétain en el cuadro de honor de los vencedores de la gran guerra, provocó una polémica donde ese criterio pareció haber desaparecido. Si bien el presidente dio bien pronto marcha atrás en su propósito, el barullo fue ilustrativo del escaso rigor con que suele examinarse el pasado en estos tiempos de desvarío “poshistórico”. [i]

Pétain carga con el sambenito de haber sido el jefe de la colaboración con los alemanes después del armisticio de junio de 1940, al cual se añade la mochila, mucho más pesada, de haber consentido las políticas antisemitas del régimen de Vichy, que enviaron a la deportación y a la muerte a miles de franceses de origen judío. Pero en la guerra del 14 fue un jefe notable. Su mayor mérito fue el limitar, en la medida de lo posible, la espantosa sangría a que los mandos condenaban a las tropas, enviándolas, una y otra vez, a ofensivas que no tenían ninguna posibilidad de prosperar, pero con las cuales se pensaba “roer” el material humano del enemigo, inferior en términos relativos, hasta imponerse por la simple y horrible acción del desgaste. Pétain tomó el mando del ejército francésen 1917, en el momento preciso en que este vacilaba y se amotinaba después de la desastrosa ofensiva del Chemin des Dames. En Rusia estaban ocurriendo las jornadas que llevarían a la revolución de Octubre. A Pétain se le debió entonces que el frente occidental no crujiese y se quebrase como el oriental. Ejerció una función moderadora frente a las tropas, congeló las ofensivas a gran escala, limitó los castigos por deserción o insubordinación –que durante toda la guerra llevaron a 650 soldados franceses a enfrentar los piquetes de fusilamiento- y, según sus palabras, decidió limitarse a esperar a que “llegasen los tanques y los americanos”. Esto es, el ingenio técnico que permitiría superar las alambradas de púa y los nidos de ametralladoras, y las tropas de refresco que terminarían de agobiar a los exhaustos alemanes.

Pero esto no es lo más notable de la polémica que se levantó en Francia a propósito de este asunto. Lo más extraño e inverosímil es la manera en que el político de izquierdas Jean-Luc Melanchon ha tenido de reaccionar a la intención presidencial de reconocer a Pétain. “¡El mariscal Joffre es el vencedor militar de la guerra del 14! Pétain es un traidor y un antisemita. Sus crímenes son imprescriptibles. ¡Macron, es demasiado! La historia de Francia no es vuestro juguete”, dijo el jefe de la Liga de los Insumisos al jefe del Estado.

Que a Pétain se lo designe o no de la manera en que Melanchon lo hace es cuestión que atañe a los franceses. Pero que el jefe de la izquierda exalte al mariscal Joffre es ridículo. Es como si volviesen los partidismos que dividían a francmasones de católicos, en los tiempos del affaire Dreyfus. Pues Joffre, un militar del bando anticlerical, fue el teorizador y testarudo ejecutor de la “ofensiva a cualquier costo” (“offensive à outrance”) que resultó en una verdadera catástrofe en la batalla de las fronteras en agosto del 14; el jefe que, lejos de responsabilizarse del fracaso, echó dudas sobre el comportamiento de las tropas en esa ocasión y que fue, meses más tarde, uno de los padres de la guerra de desgaste, que sangró a blanco a la población francesa. “Je les grignote”, solía decir, refiriéndose a los alemanes: “yo los mordisqueo”. Las inútiles ofensivas de 1915 y 1916 están todas a su cuenta.

La polémica desatada en Francia da la impresión de haber sido, ante todo, un juego político. Pero ese juego no puede ocultar la relativa ignorancia que permea a los políticos, a los medios y a la opinión. Y si eso sucede allí, donde la historia rezuma de las piedras y los monumentos, ¿qué queda para nosotros, habitantes de un país estragado por el discurso único y por una historia oficial que suena como una moneda falsa?

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[i] Macron sin embargo no deja de poseer un correcto sentido del presente, como lo demuestra su petitorio de un ejército europeo capaz de defender a la UE de “China, Rusia y de las consecuencias de la política exterior de los Estados Unidos”. Frase que irritó sobremanera a Donald Trump, quien tuiteó que semejante planteo era “insolente” y que Europa debería ocuparse de pagar su parte a la OTAN, largamente subvencionada por Washington.

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