Tiempos difíciles para la Argentina. Para la Argentina comprendida como entidad nacional, social y geográfica, que no escapa a los rigores no sólo de su propia coyuntura –que difícilmente pueda ser más deplorable- sino también a la de toda la región: a la del conglomerado latinoamericano que abarca una parte sustancial del hemisferio occidental. El triunfo de Jair Bolsonaro en Brasil viene a poner la lápida al proyecto del Mercosur y, en realidad, al conjunto de iniciativas integradoras que se pusieran de manifiesto durante los quince años de gobiernos populares que ocuparon el centro de la escena hasta que, en 2015, el triunfo electoral de Mauricio Macri señaló el punto de partida para una regresión económica, política e ideológica que hoy prosigue a tambor batiente.
La decisión del presidente electo de Brasil en el sentido de efectuar su primera visita de estado a Chile es un gesto cargado de sentido. Puentea a la Argentina, reforzando con un gesto de claridad meridiana el relegamiento de nuestro país en su calidad de primer socio de Brasil, tal como se lo proyectó tanto en Itamaraty como en el Palacio San Martín durante los años del kirchnerismo y del “lulismo”; y tiende la mano por encima de la cordillera a un establishment que es estrecho socio de Estados Unidos desde 1973 y que se distingue por una corrosiva antipatía hacia nuestro país. Este relegamiento no tiene porqué ser interpretado con dramatismo, pero diseña un aislamiento geoestratégico potencial al que la presencia británica en Malvinas viene a remachar en un candado perfecto.
Nadie parece percibir estos datos: se tiene la sensación de que la política exterior es una dimensión incógnita tanto para nuestra clase política como para la generalidad de la población del país, que tampoco parece inquietarse por el estado de indefensión en que se encuentran nuestras fuerzas armadas después los horrores de la dictadura, de la derrota en Malvinas y de su sistemática demolición por todos los gobiernos de la democracia. Hasta el punto de que hoy parecen condenadas a convertirse en lo que Estados Unidos desea para todos los ejércitos del subcontinente (a excepción, quizá, del brasileño, en la medida que este acepte convertirse en procónsul del imperio en Latinoamérica): una fuerza policial encargada de controlar el orden interno.
Este orden está ciertamente siendo afectado por las políticas del sistema, cuya miopía es propia de los estratos desprovistos de voluntad histórica y movidos solo por el apetito de las ganancias cortoplacistas y rápidas. La inseguridad física en la calle se hace cada vez más grande y viene a incrementar la angustia que se deriva de las apreturas económicas y de la degradación social que de ellas resulta, la que a su vez gatilla esa violencia que recorre las ciudades. Es el círculo vicioso perfecto.
En vez de analizar estos mecanismos, nuestros funcionarios y algunos políticos de la oposición han salido a ponerse en el mismo carril por el que circulan las afirmaciones racistas y autoritarias de Bolsonaro. Miguel Ángel Pichetto y Patricia Bullrich despliegan una xenofobia y muestran una voluntad represiva quizá más repugnante que la del brasileño porque ni siquiera exhibe la franqueza brutal de este, disfrazándose de consideraciones más o menos atildadas, en el caso del senador Pichetto, y de desvarío etílico en el de la ministra de Seguridad, quien acaba de preconizar la libertad de los ciudadanos de andar armados por la calle. “Este es un país libre, que cada uno ande como quiera”.[i]
En cuanto al caso Bolsonaro, el gobierno aparenta estar seguro de que encontrará en él a un aliado y un buen vecino, mientras que el segmento conciliador de la oposición, muy abierto a los consejos de la Embajada y siempre en disposición a colaborar con ella, manifiesta un espíritu de comprensión y casi de simpatía hacia el fenómeno, aunque el PSL haya llegado al poder montado en un proceso electoral de contornos proscriptivos y fraudulentos. Como en el caso del serpenteante Sergio Massa, por ejemplo, quien en unas declaraciones en Santiago del Estero, unificó a Bolsonaro, Trump y López Obrador como líderes de una corriente nacionalista que vendría a oponerse a los estragos de la globalización, sin distinguir entre las biografías de los tres personajes ni sobre la naturaleza de sus nacionalismos. Pareciera que el nacionalismo imperialista de Trump para Massa fuera lo mismo que el nacionalismo defensista de López Obrador y como si el patriotismo del nuevo presidente de Brasil estuviera ya definido en su orientación y sus objetivos… La frivolidad que suele distinguir a buena parte de nuestra opinión –favorecida por la distracción de las fuerzas opositoras respecto a lo que es central a nuestros problemas, y fomentada por el lavado de cerebro que practican los oligopolios de la comunicación- ha borrado para la generalidad de la gente el contorno que tienen las cosas, y Jair Bolsonaro está siendo naturalizado como una emanación lógica de una corriente que se expande y a la que habría que aceptar sin discernir las características que tiene en cada caso.
El retroceso ideológico y la insensibilización respecto de la verdadera naturaleza de los problemas que nos acucian es lo que explica que el primer hombre en importancia del gabinete de Donald Trump, el consejero de Seguridad Nacional John Bolton, se haya expresado por estos días sobre varios gobiernos latinoamericanos con un desprecio y una displicencia que se remiten directamente a la política de las cañoneras y del “gran garrote”, distintiva del poder ejecutivo norteamericano durante el siglo XIX y principios del XX. Hablando en Miami, en el reducto de la emigración anticastrista de Cuba, la Freedom Tower, Bolton prometió el endurecimiento de las sanciones contra Nicaragua, Venezuela y Cuba, a las que denominó “troika de la tiranía” y a cuyos gobernantes comparó con Moe, Curly y Larry, los Tres Chiflados de la inefable tira de cortos cinematográficos de los años ’30 y ’40 del pasado siglo. Olvidó señalar que Donald Trump hubiera podido llenar el papel de Shemp en esa misma tira cómica. En un estilo apocalíptico equiparable a las tiradas de Joseph McCarthy, pero que no se compatibiliza mucho con la anterior expresión irónica, Bolton dijo que “esa troika de la tiranía, este triángulo del terror que se extiende desde La Habana a Caracas y Managua, es la causa de un gran sufrimiento humano, el impulso de una gran inestabilidad regional y la génesis de una sórdida cuna del comunismo en el hemisferio occidental”. Estados Unidos desea ver como cada ángulo de ese triángulo cae, añadió, ahora que esa combinación ha encontrado a alguien que le planta cara. Esta repulsa fue complementada con una salutación a los gobiernos de Brasil, Argentina, México, Colombia y Chile, a los que definió como "los gobiernos responsables” en la región.
La evocación del fantasma del comunismo al mejor estilo de la guerra fría ilustra sobre degeneración del imaginario político de la dirigencia republicana en Estados Unidos, pero sobre todo informa sobre la necesidad que tiene Washington de fabricar un enemigo dotado de un aura demoníaca que exceda a la del narcotráfico y el terrorismo, los dos caballitos de batalla de la propaganda imperialista después de la caída de la URSS. Una pátina de rojo sobre el denostado populismo viene muy bien para terminar de asustar a determinados sectores de las clases medias autóctonas.
---------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
[i] Es cierto que en Argentina los civiles pueden poseer armas de guerra no automáticas después de adquirirlas superando una serie de controles que llevan su tiempo, pero la portación de las mismas está prohibida a menos que exista un permiso especial otorgado por las autoridades y fundado en motivaciones precisas y legítimas.