El fantasma de la derecha recorre a América latina. Macri en Argentina, Iván Duque en Colombia, Alejandro Piñera en Chile, Abdo Benítez en Paraguay, el políticamente travestido Lenin Moreno en Ecuador, Michel Temer -ahora con la casi certeza de un sucesor de corte troglodita, Jair Bolsonaro- en Brasil, son expresión de un viraje inédito en la historia de esta parte del mundo, donde los gobiernos de derecha dura y de perfil cipayo eran el fruto de los golpes de estado y no de elecciones o de procesos institucionales más o menos acomodados a la letra de la ley. En apariencia el fenómeno reproduce lo que está sucediendo en otros lugares, como en los Estados Unidos de Donald Trump o en las naciones europeas donde las opciones del populismo de derecha al estilo del Front National de Marine Le Pen en Francia, son o están en vías de convertirse, en primeras minorías. Pero es conveniente observar que en estos últimos países estos movimientos que se definen como antisistema (no importa cuánta verdad haya o no en ello) apuntan contra el orden neoliberal y la globalización asimétrica hegemonizada por Wall Street y la City de Londres, postulando la reviviscencia de nacionalismos que se oponen a la gran burocracia de los organismos financieros internacionales. No sucede así con los electores que en nuestros países se lanzan, a veces de cabeza, a respaldar a quienes por su origen, por sus antecedentes y por sus políticas explícitas, han sido sus verdugos históricos.
El tan manido término “fascismo” es usado de forma bastante irresponsable en estos tiempos para definir cualquier cosa que a uno no le gusta. Sería bueno no darle mucha cabida en el debate porque induce a la confusión, aunque resulte cómodo para invectivar al adversario. En todo caso se tiene la impresión que el término le cuadraría más a actuales movimientos europeos que a las manifestaciones de nuestra derecha autóctona. El radicalismo de derecha europeo puede ser asociado al fascismo tanto por su nacionalismo, que se siente incómodo frente al diktat de Washington, el Banco Europeo o el FMI, como por su xenofobia frente al fenómeno inmigrante. Pero en Suramérica lo realmente sorprendente en los votantes de movimientos como el PSL de Bolsonaro o de Cambiemos de Argentina es su pronta disposición a tirar por la borda el cuidado de la soberanía nacional y su entusiasmo en privatizar todo, haciéndole el juego a la plaza financiera, a las transnacionales y lo más rancio del establishment económico. Estas políticas reciben un respaldo al menos considerable de parte de la masa de los electores. Es posible que en algunos casos, como el de Mauricio Macri en Argentina, ese respaldo haya disminuido de un tiempo a esta parte, pero lo que importa es la tendencia que está prevaleciendo a lo largo de estos años y frente a la cual ninguna fuerza portadora de un discurso opuesto ha logrado todavía estructurarse como una alternativa orgánica.
Las fallas que han llevado a este estado de cosas derivan de una serie de fenómenos, algunos de los cuales han sido individualizados con claridad hace tiempo, sin que por esto se haya llegado a articular una defensa eficaz para combatirlos, mientras que otros todavía están en fase evolutiva y asociados a la peculiaridad de los pueblos en los cuales ejercen su influencia. El fenómeno que con más frecuencia se cita y que evidentemente resulta ser el ariete de la reacción, es el que representan los oligopolios de la comunicación. No es un fenómeno nuevo: su influencia y su peso son perceptibles a lo largo de toda la historia del siglo XX, pero con el advenimiento de la comunicación digital y la concentración de los multimedios en pocas manos, su capacidad de irradiación y saturación del espacio informativo nos han encerrado en una verdadera tela de araña. Es cierto que esa tela (web) puede ser perforada por miles de hackers y comunicadores independientes, que hacen correr versiones alternativas al discurso oficial, pero la abundancia de ellos supone también su anarquía discursiva y no impide, por otra parte, la presencia cada vez más grande de los trolls que reproducen en ese mismo ámbito los puntos de vista del sistema, con la variabilidad, el capricho, el disparate y la desinformación cuidadosamente regulados por gabinetes de expertos encargados de añadir confusión a la confusión ya existente y que ejecutan su tarea cómodamente sentados sobre grandes cantidades de dinero y sofisticados softwares.
Otro factor que juega a favor de la ascendente marea reaccionaria que nos invade son las iglesias evangélicas. Especialmente perceptible en Brasil, este fenómeno traslada al sur del hemisferio una tendencia muy presente en Norteamérica y que constituye una de las bases del movimiento de Trump. Muy bien provistas de dinero y asociadas o infiltradas desde hace décadas por la CIA y los servicios de inteligencia, han devenido en un instrumento de penetración cultural y de adoctrinamiento de millones de pobres ubicados en la marginalia social y requeridos de guías morales y espirituales prácticas para insertarse en el mundo. A medida que el descompromiso, la antigüedad del enfoque pastoral y la crisis de las vocaciones en la iglesia católica van privando a las masas profundas de la orientación y los apoyos psicológicos y organizativos que antes recibían de esa entidad madre; a medida que la izquierda y el progresismo divagan en el desconcierto en que los sumió la implosión del comunismo, esa gente a la deriva encuentra un refugio en la proliferante e incansable militancia de los evangelistas. Su prédica por la moral, la limpieza de cuerpo y espíritu, el valor salvífico de la religión y la defensa de los roles tradicionales en materia de sexo y género, encajan muy bien con la indignación de la gente corriente ante la marea de corrupción puesta de manifiesto por la operación Lava Jato, y ante la degradación moral, el narcotráfico y la violencia rampante que se percibe en la sociedad brasileña y en otras sociedades del subcontinente.
A esta ecuación hay que sumarle el dato no menor de que la ofensiva de la derecha autoritaria ha sabido dotarse de una prolongación jurídica que se pasa el código procesal por salva sea la parte. El aparato judicial siempre ha sido el soporte del sistema establecido, por supuesto, pero, en las democracias respetables posee un sistema de contrapesos y compensaciones que frena al menos las tendencias más brutales del poder. En estos momentos, sin embargo, en países como Brasil o Argentina se está convirtiendo en el látigo del ejecutivo, en un instrumento encargado de proveer un aura de legitimidad jurídica a procedimientos de una desvergüenza sin par, como las prisiones preventivas con cualquier pretexto, la persecución política y las condenas a prisión de los principales líderes populares como medio para impedirles el acceso al poder. Lula en prisión sin pruebas que lo condenen, y Cristina Kirchner con la espada de Damocles de un proceso fraguado sobre su cabeza, son ejemplos de cómo el “régimen” (la calificación de Irigoyen es hoy más válida que nunca) ha perdido toda contención y sólo se retiene de aplicar el máximo rigor represivo por el temor que tiene a una reacción popular que en una de esas puede romper las compuertas que mantienen represada la ira de tanta gente. Pues lo que consolida al sistema no es tanto su propia fuerza sino la atonía con que el pueblo en sus clases bajas y medias ha aceptado hasta ahora el castigo. Las razones de esta pasividad –relativa por otra parte- las explicamos al hacer referencia a la fuerza que tiene el lavado de cerebro practicado por los medios a escala gigantesca, pero aún más deben atribuirse a la crisis de representatividad de los partidos tradicionales y de los que han ocupado a lo largo de muchos años la franja popular y progresista. Ha sido precisamente la inoperancia de estos últimos la que ha hecho posible el ascenso de personalidades como Bolsonaro o Macri, cada uno con su peculiar estilo, y su instalación difusa pero real, no atada al fraude o al golpe, en la fachada del estado.
El discurso lírico del progresismo sobre el garantismo y los derechos de las minorías, y la iracundia no menos lírica de la izquierda que se remite mecánicamente a los fantasmas del Octubre rojo para hacer frente a una crisis de la modernidad que pasa por la licuación de la clase obrera, debido al trabajo robotizado, y por un capitalismo no productivo sino especulativo y de una siempre creciente concentración financiera, parece olvidar que el poder es concreto. La adhesión, en buena medida por autodefensa, a los parámetros del “fair play” democrático y el escrupuloso respeto que han de guardar a las formas de la ley para asegurar la “gobernabilidad”, son recursos a los que tienen que apelar los populares para evitar ser denominados golpistas por los auténticos golpistas que hoy han llegado al gobierno por vía electoral. Pero si no pueden “sacar los pies del plato”, deberían en cambio manifestar con crudeza su implacable enemistad para con los que, desde el poder, hoy están poniendo en práctica un programa que condena a estos países a un severo retroceso. Hay que acabar con esas pulcras –y bobas- frases que dicen “deseamos que al gobierno le vaya bien” y fingen suponer que el gobierno se “equivoca”, cuando este está realizando justamente su programa.
Queda la esperanza del relevo electoral. Con todo, está visto, a la luz de lo que pasa en Brasil y en la misma Argentina, que el camino del retorno estará sembrado de dificultades y emboscadas. Y no sólo eso: la “pesada herencia", antes inexistente, ahora se corporizará en un país arrasado, donde habrá que recomenzar casi desde cero. En Argentina, por ejemplo, el castigo a las Pymes ha devastado el empleo y el programa de ajuste impuesto por el FMI no hará sino pronunciar esta situación y el deterioro de la educación, la salud, la ciencia y la técnica. Y por si esto fuera poco, en el caso de que Cambiemos sea derrotado electoralmente, habrá dejado detrás de sí la rémora, que será a la vez una bomba de tiempo, de una deuda externa que nos ha devuelto a la situación en que nos encontrábamos al empezar el siglo.
Cualquier frente popular que se proponga llegar al gobierno debería comenzar por repudiarla. Y por lanzar una reforma constitucional que ponga nuevas bases al sistema judicial y libere a la información del cerco mediático que se le ha construido. Pero para esto hacen falta fuerzas y programas y, sobre todo, la voluntad de construirlos.