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21
SEP
2018
Un avión ruso Ilyushin 20.
Un avión ruso Ilyushin 20.
La situación en Siria podría ser descrita en estos momentos, algo paradójicamente, como una crisis de paz. Frente a la posibilidad de vencer reintegrando el territorio nacional, el gobierno de Damasco se enfrenta a una multiplicación de las provocaciones.

Un grave incidente se produjo esta semana en el escenario de guerra sirio. Un avión militar ruso Ilyushin 20, con 15 tripulantes a bordo, dedicado a tareas de observación, fue derribado sobre el Mediterráneo por la defensa antiaérea siria, que reaccionaba contra el ataque de cuatro cazas israelíes que disparaban sus misiles, desde el mar, al Instituto de Ciencias Técnicas de la ciudad de Latakia. No hubo sobrevivientes. El gobierno israelí atribuyó el suceso a un craso error de los sirios. El episodio podría ser un accidente –de hecho nada menos que Vladimir Putin lo definió así al decir que el hecho se debió a “una cadena de trágicas circunstancias accidentales”[i]-, pero también tiene facetas menos claras y que dicen mucho del juego de contradicciones, intrigas y provocaciones en torno al cual en este momento gira la política exterior de las grandes potencias en esa y otras partes del mundo.

El acontecimiento trae a la memoria otro producido durante la guerra de los Seis Días, en 1966, en el cual el buque USS Liberty, también abocado a la observación de las hostilidades entre israelíes y egipcios, fue atacado por aviones israelíes que lo dañaron seriamente, provocando la muerte de 34 tripulantes y causando heridas a otros 174. También en ese caso se invocó al error para explicar lo acontecido y también entonces las autoridades de la Casa Blanca aceptaron la tesis de Israel en el sentido de que se había tratado de un fallo de identificación. En el caso actual es el Kremlin el que, a través de su máxima autoridad, presta su aquiescencia a la tesis del gobierno israelí.

Sin embargo hay demasiados puntos oscuros en ambos casos. En 1966 la identificación del buque norteamericano por la fuerza aérea israelí había sido positiva, pese a lo cual el ataque se llevó a cabo. La solidez del vínculo entre Washington y Tel Aviv quedó demostrada por la impasibilidad con que los norteamericanos se tragaron la ofensa: el valor estratégico que esa alianza tiene para Estados Unidos y el peso del lobby proisraelí en el sistema de poder norteamericano quedaron reforzados en vez de disminuidos por el episodio. Los motivos del ataque quedaron en el misterio. La hipótesis más en boga fue que los israelíes quisieron refrendar categóricamente su autoridad en el escenario bélico cegando una fuente de informaciones cuya utilización no manejaban. Otra, vinculada con la anterior, afirma que los israelíes tomaron la decisión para impedir que trascendieran las órdenes de ejecutar a soldados egipcios hechos prisioneros y que habrían sido captadas por el barco espía.

En el episodio del avión ruso las acusaciones del gobierno sirio y las del mando ruso en el terreno y en Moscú, culparon directamente a la aviación hebrea de una maniobra de doble propósito. Por un lado cubrir a los aviones atacantes interponiendo un blanco amigo entre ellos y las defensas antiaéreas, y por otro suscitar un incidente que podía promover una escalada de represalias y contrarrepresalias que podría precipitar la anhelada –por Tel Aviv- intervención occidental contra Siria e Irán, aún a riesgo de involucrar directamente a los rusos en el conflicto.

Ya el gobierno ruso había anunciado que cualquier ataque contra sus efectivos en Siria sería contestado incluso batiendo los puntos de los que había salido el ataque. Es por esto que la interpretación del ataque dada por Putin, que contradice a las que sus jefes militares propalaron en el primer momento, puede sorprender bastante. Pero aquí hay que tomar en cuenta otras consideraciones: por un lado la prudencia del presidente ruso, que sabe un conflicto en gran escala se puede convertir en inmanejable en cualquier momento: por otro, el hecho de que Putin recibe el apoyo de grupos de la denominada “oligarquía empresarial y financiera” rusa que sobrevivieron a la purga efectuada por el mandatario sobre el armado de la neo-burguesía mafiosa que proliferó a la sombra de Boris Yeltsin durante los años del saqueo del aparato estatal posterior a la implosión de la URSS. Estos sectores no han renunciado a una vinculación más abierta con occidente. Además, dentro del esquema estratégico del gobierno ruso, Israel no es percibido como un enemigo irrevocable sino más bien como un puente para negociar con occidente. De ahí, probablemente, el carácter ambiguo de la reacción rusa al confuso episodio del derribo del Ilyushin 20.

Hay otra razón que los analistas han invocado para explicar la tibia reacción de Putin. El presidente ruso pretendería mantener baja la temperatura internacional en el período que media para las elecciones norteamericanas. Temería que cualquier incidente a gran escala obligue a Trump a reaccionar desmedidamente para hacer frente a ataque de los demócratas por su “lenidad” en materia de política exterior y su “proclividad” para con el Kremlin.

Sin embargo un incidente como el producido, dado el peso de la situación general en la zona, puede acarrear consecuencias difíciles de controlar e ingresa como un dato peligroso que contribuye a enturbiar aún más la posibilidad de darle una salida a un conflicto que lleva ya siete años de duración, que ha causado la muerte a cientos de miles de personas y ha provocado una destrucción de la vida social y de la estructura económica sin paralelo en esa nación, amén de un impresionante flujo migratorio que ha trastornado a los países vecinos y al sur de Europa.

Una guerra prefabricada

Nacida como parte de la llamada primavera árabe en el 2011, de hecho la guerra en Siria no es una guerra civil en sentido estricto, sino una guerra de agresión llevada adelante por occidente para servir al proyecto norteamericano del medio oriente ampliado, destinado a imponer el control angloamericano sobre esa zona, considerada el pivote estratégico entre Europa y Asia. El fomento de las divisiones confesionales en el seno de las sociedades árabes de parte de los estrategas de la globalización y de los teóricos del choque de las civilizaciones está provocando estragos y sufrimientos sin cuento, y se configura como un crimen contra la humanidad equiparable a los peores cumplidos durante la segunda guerra, aunque el mundo, envuelto en el “mainstream” de la información masificada, no caiga en la cuenta de ello. El “Califato Islámico” (DAESH o ISIS), ese virus cultivado por las agencias de inteligencia occidentales como arma bacteriológica para colarse en los entresijos de la religión musulmana y robotizar a miles de jóvenes desasidos de motivaciones fuertes en sociedades trabajadas por la anomia cultural y la regresión económica, se expandió de forma exponencial, ayudado por fuerzas mercenarias y una estructura logística que lo proveyó de armas y de recursos financieros hasta proyectarlo como un protoestado asentado en Irak y Siria. Su presencia fue combatida de mentirijillas por la coalición occidental, cuyos aviones bombardearon a desgana o con mala puntería a las milicias fundamentalistas, lo que permitió a la insurgencia, abundantemente pertrechada por Arabia saudita y por el contrabando de armas patrocinado por los servicios occidentales, erigirse en una fuerza que terminó de poner en jaque a un ejército sirio agotado por años de guerra contra un enemigo que se renovaba desde afuera. La intervención de Rusia –que tiene intereses puntuales en Siria, comenzando por su base naval en Tartus, el único puerto del Mediterráneo donde sus barcos pueden repostar e instalarse- invirtió las tornas. En pocos meses la aviación rusa devastó la infraestructura logística de Daesh y brindó el apoyo aéreo que necesitaban las exhaustas fuerzas del ejército sirio. Entre los dos y la ayuda aportada por Irán y por la formación guerrillera que responde a Teherán y que está profundamente enraizada en el Líbano, el Hizbolah, Damasco recuperó la casi totalidad del territorio que le había sido arrebatado por la insurgencia, restando la provincia de Idlib, en el noroeste de Siria, como último bastión de ella.

En las últimas semanas tanto Damasco como Moscú habían proclamado su voluntad de terminar de liberar el territorio sirio devolviéndole su unidad y acabando con las formaciones terroristas que aún controlan ese territorio fronterizo. Teherán aprobaba la tesitura. Pero, puestos ante final de la aventura siria las fuerzas de la OTAN, Israel y Turquía (que es socio de la OTAN pero que se ha distanciado de esta) parecen haber decidido retomar las intrigas para salvar ese último reducto, desde donde se puede mantener abierta la herida. Los turcos, que se han distanciado de Estados Unidos por los manejos de estos para desalojar a Erdogan y para instaurar un Kurdistán independiente en territorios que les pertenecen, encuentran en este interés un motivo para obstaculizar la restauración de la integralidad del territorio gobernado por Damasco, y se han escindido del apoyo que Irán y Rusia prestaban al gobierno sirio, hasta apenas un par de días atrás, para terminar con el bastión rebelde. A los israelíes cualquier acuerdo que lleve a la consolidación del gobierno sirio y de sus lazos con Irán les resulta desfavorable. Por lo tanto el episodio del bombardeo a Latakia y el derribo del avión ruso encuentran un lugar en la ecuación que desde hace semanas viene gestándose en occidente, y que consiste en montar un delito de lesa humanidad de falsa bandera no bien comience la batalla de Idlib e incluso antes. Este delito no sería otro que otra renovada puesta en escena de un ataque químico contra los rebeldes y la población de la zona sometida a la intervención gubernamental, para acusar a Bashar el Assad a un ataque en forma de parte de la OTAN e Israel que produzca su caída. Ya en un par de ocasiones el gobierno sirio hubo de enfrentarse a acusaciones parecidas, la primera de las cuales llevó a que Damasco se deshiciera de su arsenal de armas de destrucción masiva como expediente para salvarse del inminente ataque. Pero si en aquella primera oportunidad subsistía un mínimo de verosimilitud en la acusación de occidente en el sentido de que Assad practicaba la guerra sucia pues la situación militar estaba balanceada, hace rato que cualquier actividad de ese género significaría para el gobierno del Baas algo así como escupir al cielo. Por un lado no cuenta con las armas para poner en práctica ese tipo inhumano de hostilidades, pero sobre todo no tiene ninguna necesidad de hacerlo, puesto que tiene la guerra ganada.

La cuestión gira entonces sobre todo en si los enemigos del régimen van a consentir que la gane o si, incrementando la tensión, buscarán comprometerse en forma directa para vedarle esa posibilidad o derrocarlo. Corriendo por cierto el peligro de enfrentarse a Rusia. Pero aquí parece funcionar cierta persuasión que correría en los gabinetes del poder en occidente, en el sentido de que Rusia se echará atrás, en última instancia, antes de recurrir al expediente de la fuerza. Pues la aplicación de esta acercaría peligrosamente al mundo al umbral nuclear, y parece que los agentes del poder en occidente atribuyen a sus enemigos un grado de racionalidad superior al suyo propio. Es el viejo juego del “bluff”, que consiste en fingir seguridades que no se tienen.

Estos malabarismos pueden terminar bien o muy mal. Pero desde ya estamos mal si la humanidad se encuentra sujeta a estos juegos de azar al borde del precipicio.

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[i] “El País”, 18.09.18.

 

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