Y el mundo sigue andando…, cada vez peor. Hoy no vamos a ocuparnos de los avatares y contingencias de nuestra desdichada república, sino del marco global que nos envuelve y donde se han producido varios episodios significativamente preocupantes. Uno de ellos fue el atentado contra Jair Bolsonaro, el candidato de extrema derecha que en Brasil prodiga amenazas contra el sistema democrático y exhibe una intemperancia furibunda en sus declaraciones, intemperancia que acaba de volverse en su contra, al ser apuñalado por un individuo que habría actuado en solitario y movilizado por la repulsa que le causaban sus dichos. Otros están en curso en la región más convulsionada y susceptible de complicar el planeta, el medio oriente. Y otro más, que aquí pasó casi inadvertido y sucedió en la República Popular de Donetsk, el segmento rusófono de Ucrania que se apartó de ese país simultáneamente a la secesión de Crimea y del retorno de esta a la madre patria rusa. En este territorio, que hasta hoy permanece en un estado de guerra larvada con el gobierno central de Kiev, hace poco más de una semana su primer ministro Alexander Vladimírovich Zaharchenko fue asesinado en un atentado con bomba, en un restorán de la capital. El golpe fue atribuido, por el gobierno de Donetsk y por el gobierno ruso, a los servicios de inteligencia de Ucrania y a sus socios en los servicios occidentales, mientras que el gobierno ucraniano, en uno de esos despliegues de intoxicación contrafáctica de la era de la posverdad, responsabilizó a los rusos del hecho.
Es evidente que el asesinato fue un ataque al corazón del movimiento rebelde y una provocación dirigida a promover un estallido de violencia y una reacción de Moscú que permitiera adosarle el sambenito de país agresor, autorizando un incremento en la presión económica y militar contra Rusia que ejercen la OTAN y los factores poder que en Estados Unidos y en occidente buscan reducirla a su mínima expresión. En la línea de lo expresado por Zbygniew Brzezinski en “El gran tablero mundial”. En muchas ocasiones se ha subrayado en esta columna la gravedad de esta tendencia y los riesgos de seguir jugando con fuego a las puertas de un enorme polvorín.
Desde luego los rusos no cayeron en la trampa. Por otra parte Donald Trump ha supuesto hasta aquí un freno a esa tendencia suicida. Este es uno de los principales factores que atraen sobre la cabeza del presidente norteamericano los rayos de la prensa que es parte del sistema; es decir, de la mayor parte de los grandes medios y de la industria cultural que tiene en Hollyowood a su expresión más polimórfica y astuta. Más allá de la antipatía que se pueda tener para con el presidente norteamericano y su forma grosera de conducir su modelo de imperialismo, el hecho es que está siendo acosado de manera inclemente en todos los planos de su vida pública y privada, con la decidida intención de empujarlo al “impeachment”. Su perfil antiglobalizador y sus intentos de contemporizar con Rusia y de reducir la hostilidad entre las dos potencias no le son perdonados por el globalismo, que ha montado, entre otras cosas, una risible historieta sobre la injerencia rusa en las últimas elecciones norteamericanas que habría tenido como objetivo perjudicar a Hillary Clinton y favorecer al candidato republicano.
Los niveles del poder
Ahora bien, ¿cómo es posible que, contra las intenciones de Trump de distender la situación con Rusia, tanto los servicios de inteligencia como el mismo Pentágono sigan presionando sobre la frontera rusa con envíos de contingentes militares y con operaciones terroristas? El hecho puede ser explicado, hasta cierto punto, por el dato de que, en Estados Unidos, se está frente no sólo al gobierno de un solo partido dotado de dos alas derechas –la republicana y la demócrata- sino que su sistema funciona como una diarquía[i], donde tenemos un nivel superior de gobierno, y otro, en un nivel más profundo, que recorre todos los ámbitos administrativos y que es determinante en la corporación de inteligencia, en el complejo militar industrial y en el ámbito de las finanzas y los medios. Este Deep State o Estado Profundo tiene incluso una suerte de estatus oficial, aunque implícito, que deviene de los primeros tiempos de la guerra fría, cuando durante la presidencia de Dwight Eisenhower se decidió montar un gobierno de reemplazo que mantuviera a sus cuadros en la sombra para el caso en que una guerra nuclear exterminara al gobierno de superficie, pudiéndose de ese modo continuar las hostilidades. Hay incluso una serie televisiva de Netflix, “Designated survivor”, que fabula en torno a este tema, lo que demuestra una vez más que la industria cultural ofrece huellas que a veces es oportuno tomar en cuenta. ¿La conspiración que remató en el asesinato de Kennedy no fue prefigurada acaso en “Siete días en mayo”, la película de John Frankenheimer que días atrás se repuso en la tele? Por supuesto se trata de fabulaciones y de fantasías conspirativas, pero, ¡oh casualidad!, hay demasiados casos en los que la ficción que anticipa o reproduce la realidad “es pura coincidencia”…
Esta situación tiende a dificultar cada vez más la percepción de los observadores, que deben nadar en un mar de equívocos. ¿Cómo adivinar el rumbo de la política exterior de Trump, por ejemplo, si su origen puede estar envuelto en contradicciones de este género? Había anunciado su deseo de retirar a las tropas de Estados Unidos de Afganistán y de Medio Oriente y sin embargo todo el aparataje propagandístico de su diplomacia está indicando ahora lo contrario. No sólo sigue embarcado en ambas operaciones sino que, en el segundo de estos casos, parece estar preparando una provocación mayor, que buscaría revertir el curso de la guerra en Siria y reencender un conflicto que está llegando a su fin. La caída de la provincia de Idlib, el último bastión de la coalición terrorista que intentó derrocar a Bashar al Assad y quebrar la unidad del país, es inminente. En sus aledaños se concentran, además de las tropas sirias, unidades rusas, norteamericanas, iraníes y turcas. El parecer de los tres jefes de estado que gravitan en las inmediaciones del escenario, Vladimir Putin, Recip Erdogan y Hasan Ruhani, no es del todo coincidente. En el caso del mandatario turco, cuya actitud en el conflicto sirio ha estado determinada por una adhesión estricta a sus intereses particulares y ha variado en conformidad a estos, tiene un matiz que lo diferencia. En la conferencia del viernes pasado en Teherán entre estos tres personajes en torno a la cuestión siria, aunque finalmente suscribió el comunicado, Erdogan se había diferenciado de sus colegas buscando un alto el fuego más que la afirmación del pleno derecho del gobierno de Damasco a destruir a los insurgentes de Al Nusra y Al Qaeda para acabar con la guerra. Cosa que, con la salvaguarda de los derechos de los no combatientes y la oferta de rendición a los terroristas, quedó consagrada en el comunicado final.
La activa participación turca en la guerra desencadenada por las intrigas de los servicios occidentales, israelí y saudita, explotando las cesuras confesionales que conspiraban contra la integridad del estado sirio, fue muy grande durante la mayor parte del conflicto. Sin las facilidades de tránsito que otorgó al flujo de camiones, armamento, mercenarios y voluntarios que se dirigían a Siria la guerra probablemente hubiera terminado hace tiempo. Esa actitud de hostilidad activa contra Damasco se modificó sólo a partir del golpe en 2016 que estuvo a punto de costarle el poder y la vida a Erdogan. Las informaciones provenientes de Turquía indican una creencia generalizada en que el golpe contó con el respaldo de la CIA. A partir de allí se produjo el viraje del gobierno turco, que pasó, de hostilizar a la ayuda rusa al gobierno sirio, a cerrar filas con el Kremlin y a establecer lazos con Teherán.
El motivo de la cesura entre Turquía y Estados Unidos es otro de los misterios tal vez atribuible a la gestión dispar de los asuntos en el seno del gobierno norteamericano. Las diferencias en torno a la cuestión de los kurdos (a los que Estados Unidos pretende elevar al rango de nación independiente y cuya existencia implicaría la secesión o la desestabilización de zonas importantes de Turquía, Siria, Irak e Irán) son parte del proyecto norteamericano del gran medio oriente, que contempla al Kurdistán como un área pivote aliada a Estados Unidos en la forma en que lo está Israel, y en torno a la cual debería girar el poder de occidente sobre ese eje geoestratégico y fuente primordial de recursos energéticos del mundo. A esta altura del partido tal proyecto ya no parece viable: su derrota en Siria está a punto de cancelarlo. ¿Y entonces?
Estaría en curso una nueva operación de falsa bandera en Idlib, promoviendo el enésimo montaje de un ataque químico contra Daesh y Al Nusra, que daría a quienes están interesados en occidente la ocasión de proseguir un curso agresivo contra Damasco y Moscú. Las advertencias de la ONU y las alarmas emitidas por los Cascos Blancos (la organización paramédica y propagandística de los rebeldes sirios) en lo referido a ataques con armas químicas de parte del gobierno vuelven a escenificar una maniobra que en un par de oportunidades estuvo a punto de dar pie a una intervención de la OTAN para acabar con Al Assad. La intervención rusa y china puso freno a la maniobra, pero ahora se volvería a la carga con ella, a pesar de lo inverosímil que resulta que el ejército sirio y las tropas y la aviación rusas que ya tienen la victoria en la palma de la mano, fuesen a arriesgarla apelando a un recurso inhumano del que ya no tienen la menor necesidad.
Las preguntas remanentes son: ¿quién tira de los hilos? Y, ¿adónde conduce esto?
[i] Véase a Thierry Meissan en Red Voltaire:” Rusia denuncia la diarquía en Estados Unidos y en la ONU”.